Morelia, Michoacán.- Quince metros. Ni uno menos. Esa debía ser la altura definitiva.
—Ni uno menos —repite el comandante y líder de la operación, en un tono que no admite réplica—. Y en tres minutos. Ni uno más: tres minutos.
Tiene razón el comandante. Todos lo saben. Y le obedecen. Si lanzan el canasto a una altura mayor todo el vuelo se podría desestabilizar. Y si eso pasa, con suerte quedarán vivos.
También está el tiempo. Si demoran más podrían recibir disparos. Y eso sería fatal.
Todo era tan delicado que el margen de error debía reducirse al mínimo.
“Lo habíamos comenzado a preparar un año atrás” diría, años más tarde, uno de los protagonistas. “Lo gestó y decidió la Dirección Nacional. El único objetivo era liberar a nuestros prisioneros políticos que habían caído varios años antes”.
Hubo, al principio, otras dos alternativas de rescate. Ambas, tras rigurosos análisis que les llevaron noches enteras, fueron descartadas por su dificultad logística o porque obligaba a abrir fuego. Y nadie en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) quería más muertos. Demasiados muertos había dejado la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet.
30 de diciembre de 1991. El helicóptero se detiene justo encima de la cubeta amarilla ubicada en el centro del patio de la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago de Chile. Es la señal.
Todo ocurre en menos de tres minutos. Los tripulantes llegan disparando y lanzan el canasto en donde huirán los cuatro. Pero el canasto cae al revés. El piloto espera que los futuros liberados lo volteen, que uno de ellos recoja un arma que cayó al patio. No pueden arriesgarse a que les disparen mientras emprenden la retirada. Después ya no esperan más. Parten sin esperar a que los cuatro terminen de subir.
“La idea era distribuir el peso de manera uniforme para tener estabilidad” recordaría uno de los liberados ese día. “Yo iba a ir de espalda con espalda con Ricardo Palma. Igual que Pablo Muñoz con Mauricio Hernández”.
No sucedió así. Dos de los cuatro rescatados quedaron con medio cuerpo afuera y volaron todo el trayecto colgando por sobre el océano de casas interminables del Gran Santiago.
“Yo debía esperar que nuestro piloto bajara hasta quedar a exactos quince metros del suelo para poder lanzar el canasto. En esto no podíamos fallar” relataría, aún con un cosquilleo en el estómago, uno de los combatientes.
La historia de por qué se escogió un helicóptero fue una de las tantas ironías que rodearon esa operación que muchos llamaron el Rescate del Siglo.
“Fueron dos cosas” diría, años más tarde, otro de los frentistas. “Primero, permitía una maniobra limpia, sin tener que matar a nadie. Segundo, la vulnerabilidad del sistema de control y defensa del país ya había sido demostrada con el traslado de Manuel Contreras en un helicóptero oficial, ante la presencia y expectación de cientos de periodistas y autoridades de gobierno”.
Manuel Contreras. Uno de los mayores y más sanguinarios asesinos de la dictadura de Augusto Pinochet. Tristemente célebre por poner ratas vivas en la vagina de las mujeres y por amarrar
pedazos de rieles de ferrocarril a los hombres vivos antes de lanzarlos al mar. Había sido declarado culpable de delitos de lesa humanidad, poco tiempo atrás. El Ejército, desafiando frontalmente al poder civil, lo trasladó sin autorización a un recinto militar. Y, para los frentistas, a esa altura resultaba un enemigo declarado cuya cabeza ya tenía precio. Su rostro había aparecido en volantes cruzado por una tajante X, en señal de que era otro objetivo principal.
A 200 kilómetros por hora, con cuatro hombres girando en la precaria bolsa, dos de ellos aún colgando, el helicóptero llega al sur de Santiago. Uno de ellos grita: se va a soltar. Están a 500 metros sobre el piso. Uno de sus compañeros, arriesgándose a desequilibrar el armazón completo –helicóptero incluido– lo toma y logra lanzarlo adentro. Después el vehículo desciende, realiza un aterrizaje sin vuelo estacionario –una maniobra necesaria para reducir el riesgo de estamparse en el suelo– y se posa en una cancha de fútbol. Decenas de pobladores los miran atónitos. Minutos después los mirará todo un país convulsionado. Y poco después el mundo.
“Operación Vuelo de Justicia, así le llamamos” diría uno de sus protagonistas, años después. “Necesitábamos rescatar a los compañeros que permanecían presos por hacer justicia, mientras Pinochet, el victimario, se mantenía enquistado en la Comandancia en Jefe del Ejército. Cuando lo logramos la felicidad fue inmensa. Quedó en claro que el rodriguismo existía, y el Frente también. No salimos de la cárcel arrodillados ni caminando. Salimos volando”.
Operando un diseño de relojería, en otro punto de la urbe otros implicados preparan la retirada en un vehículo premunido con dos M-16 para espantar los problemas. Y después, mientras conducen a toda velocidad por la comuna de La Florida, hablan a la Dirección Nacional del Frente.
—El comandante ha cumplido el objetivo. La operación fue un éxito.
La decisión de salir por el aire provino directamente de la Dirección Nacional del Frente, diría años más tarde uno de los que se fugaron. ”Se destinó a los más experimentados cuadros operativos, a los mejores recursos en esta tarea”.
Así, cinematográfica, como sacada de una novela de espías de la Guerra Fría, fue la vida de Raúl Escobar, alias Ramón Alberto Guevara, alias Comandante Emilio. El mismo que más tarde asesinaría a un senador de la República identificado con el más rancio pinochetismo, el mismo que secuestraría por meses al hijo del dueño de uno de los periódicos más importantes del mundo. El mismo que mantendría a dos países en vilo al tener cautivo por varias semanas a un publicista que era referencia mundial.
El mismo que cayó, en México, el pasado 9 de junio.
Un joven llamado Raúl
Había nacido en octubre de 1963 y en el año 87 había decidido ingresar al Frente. Su caso, como tantos otros, partió por una motivación familiar: su tía, Elizabeth Escobar Mondaca, fue una de las muertas de la “Operación Albania”, que llevó a la muerte a doce miembros del Frente, entre ellos el responsable del atentado a Pinochet: Raúl Valenzuela Levy.
Pero Raúl no era un comunista de pura cepa.
A mediados de los ochenta decenas de jóvenes comunistas chilenos se enrolaban para recibir instrucción militar, cumpliendo así el sueño del internacionalismo revolucionario: primero completaban sus estudios y después llegaban a ser oficiales de Estado Mayor, eran destinados por el mítico líder del Departamento América, Manuel Barbarroja Piñeiro, a la lucha armada en América Central; lideraban las células militares que más tarde derrocarían a Somoza en Nicaragua, se integraban con honores al Frente Farabundo Martí en El Salvador, partían a llevar la insurrección a Asia y África, se especializaban en inteligencia y contrainteligencia en Moscú, Budapest o lo que quedaba de la vieja Alemania Oriental, o en tácticas prácticas de insurgencia en Libia, Angola o Mozambique.
Y mientras tanto, Raúl delinquía.
“La vida no siempre es generosa con las vocaciones heroicas” diría, tiempo después, el periodista Ascanio Cavallo. “A Raúl Escobar por ejemplo, le mezquinó durante años las oportunidades gloriosas. En la segunda mitad de los ochenta, en plena dictadura, apenas le reservó un debut como delincuente común con un asalto que fracasó y terminó en la muerte de su hermano mayor”. [1]
Durante su condena, agrega el autor, “leyendo por enésima vez El Príncipe, conoció a Pedro Arancibia, y por él a Mauricio Arenas Bejas, que al menos para los estándares patibularios, era un héroe de verdad: uno de los protagonistas del mitológico atentado contra el general Augusto Pinochet”.
Recién entonces el joven Raúl hallaría eco a su vocación de ir un poco más allá de la miseria que había conocido en la cárcel y en la pobre comuna en que vivía.
También tuvo suerte. Eran los días en que el Frente Patriótico ya no era lo que había sido. Las dudas internas carcomían hasta los cimientos las conciencias de miles de cuadros que, acorde con el espíritu militar, necesitaban certezas y órdenes precisas, y no dudas semánticas o conceptuales. Muchos advertían que el proyecto insurgente había llegado tarde a la historia, porque había nacido para ser uno de los puntos de vanguardia de la Guerra Fría justo cuando la Guerra Fría se extinguía. Y eso generaba dudas.
—A Raúl Escobar el ascenso le resultó rápido en una estructura que en otro momento hubiese requerido años de formación —diría, años más tarde, Cavallo—. Ahora por sobre la formación bastaban la audacia, la rapidez, la decisión.
Esa supuesta decadencia conceptual sería la génesis de lo que con los años se convertiría en diferencias insalvables para las distintas facciones al interior del grupo.
“Nos habíamos convertido en un sistema que no aceptaba críticas ni cuestionamientos, propio de una mentalidad operativa que buscaba vencer y no convencer. Que subestimaba el análisis e impedía una lectura acertada de la realidad. Las limitaciones e incapacidades pretendían ser compensadas por decisión y voluntad, la ausencia de condiciones se intentaba llenar con un derroche de subjetivismo y, por más que se aceptaran los cambios en el mundo, se imponía una misma manera de hacer política” diría uno de los principales líderes de la época.
Pero ese análisis llegaría solo años más tarde. Mientras tanto, a fines de los ochenta, entre esas desconfianzas, recelos, vacilaciones ontológicas y normativas, Emilio llegó.
Su ascenso fue rápido. Y la estela de sus acciones operativas también.
“El 9 de junio de 1989 acribilló a Roberto Fuentes Morrison, miembro del Comando Conjunto Antisubversivo, una de las policías de Pinochet. El 10 de mayo de 1990 le destrozó, con 18 tiros, la mandíbula y el cráneo al fundador del OS-7 de Carabineros, Luis Fontaine. Y el 26 de octubre de ese mismo año remató en el suelo a Víctor Valenzuela Montecinos, exescolta de avanzada del general Augusto Pinochet. Junto con Ricardo Palma Salamanca, quien se sentía invencible de la mano de su jefe Raúl Escobar Poblete, siete años mayor que él. Ambos se habían hecho fama en el interior del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Les llamaban ‘la dupla letal’”. [2]
Y la letalidad era la norma. La descripción detallada del crimen del exescolta Valenzuela lo confirma.
“En la Villa Santa Elena todos conocían al sargento Valenzuela, quien no ocultaba su orgullo de ser escolta de “mi general”, aunque todos entendían también que tras la contenida jactancia se ocultaba el oficio más bien modesto del adelantado que ordenaba el tránsito para el paso de la caravana (…) Escobar sabía de esas historias, las comentaba con sus amigos de siempre, conocía al sargento y hasta habían jugado juntos algunos partidos de fútbol en las canchas polvorientas de la villa. Al anochecer del 26 de octubre de 1990 lo asesinó por la espalda. El sargento salía de su casa cuando recibió los disparos a quemarropa. ¿Alcanzaría a ver Valenzuela el feroz rostro de su verdugo, el muchacho de unas cuadras más allá?” [3]
Raúl Escobar ya no era más Raúl Escobar. Había nacido el Comandante Emilio.
La bella causa
Aunque la oscura contrapropaganda que sufrieron por décadas decía lo contrario, para un frentista la ética era un factor fundamental a la hora de comprender el universo. Se luchaba por cambiar las injusticias sociales, no para obtener beneficios de cualquier tipo. Se postergaban carreras, familias, vidas enteras con tal de estar disponible para la causa. Se seguía al pie de la letra la sentencia de Fidel Castro, una de sus mayores referencias: “Un revolucionario tiene que darlo todo”.
La insurrección no era cualquier cosa. Se trataba de poner justicia después de haber intentado todas las vías de la negociación política, la razón, el entendimiento. Mientras tanto los muertos, torturados y desaparecidos se multiplicaban en Chile hasta el punto de que ya casi nadie no tenía al menos un amigo del barrio torturado, muerto, desaparecido.
Y ante la imposibilidad de otro camino —preferible, deseable— la única vía eran las armas.
La historia con mayúsculas obligaba a que algunos de sus hijos predilectos lideraran la insurrección que salvaría a Chile, a Latinoamérica y a buena parte del mundo del oprobio. Así pensaban los frentistas de entonces, y así lo entendió gran parte del pueblo chileno que durante la dictadura le abría las puertas, prestaba escondites y hacía llegar víveres, apoyo logístico y hasta dinero en efectivo a los combatientes de la libertad.
Un complejo entramado simbólico confirmaba esa visión mesiánica de la historia. Un documento anterior al primer quiebre de 1987 definía al rodriguismo como “la aplicación creadora del marxismo-leninismo a la realidad chilena. Se trataba de rescatar las más puras tradiciones de lucha de nuestro pueblo, desde los tiempos del heroico Arauco, el legendario Manuel Rodríguez, las luchas del movimiento obrero con Recabarren y Lafferte, hasta nuestros más recientes años, con los ejemplos heroicos de Allende, Víctor Jara, Miguel Enríquez…
“El Frente se declaraba heredero de todos los luchadores que defendían, según ellos, la libertad y la dignidad popular. Además era internacionalista, al declararse admirador de Martí, Sandino, Farabundo Martí y Vietnam, en cuyos países se formaron o combatieron oficiales rodriguistas. El FPMR creó su propio emblema, basado en su sigla en donde la F se convertía en un fusil. A cargo del cantautor Patricio Manns estuvo su himno, conocido como La marcha del Frente. [4]
También tuvieron su juramento, que sintetizaba con acierto lo que cada uno esperaba de sí mismos.
- PROMETO, ante el pueblo de Chile, el FPMR y el recuerdo de nuestros hermanos caídos, entregarme con todas mis fuerzas en esta lucha a muerte que hemos decidido por recobrar la libertad, no vacilando en dar mi vida, si fuera necesario.
- PROMETO, luchar día a día por superarme, para ser digno hijo de esta tierra y de los principios que dieron origen al FPMR, pues veo en el Rodriguismo los más altos valores patrios y humanos, y en nuestra organización, al guía y conductor de la auténtica liberación nacional.
- CON AUDACIA, DISCIPLINA Y PARIOTISMO, asumo los deberes correspondientes al grado de MILITANTE RODRIGUISTA y me declaro dispuesto, desde este momento a acatar las órdenes y decisiones que emanen de nuestra DIRECCIÓN NACIONAL.
Esa misma lógica intentarían aplicar, incluso, entre el fragor de las balas. Incluso cuando realizaron el mayor operativo en su historia, su acción de guerra por excelencia: el atentado contra el mismísimo Augusto Pinochet. La preocupación por no asesinar a quienes no tenían arte ni parte en las maniobras del régimen era real. Si se luchaba para mejorar la condición del ser humano en el mundo, la muerte innecesaria no cabía ahí.
Fue por eso que para armar ese operativo, bautizado acertadamente como Operación Siglo XX, desecharon una por una las alternativas que implicaban la muerte de cualquier inocente que rodeara al aciago general.
“Nos llegaban recados de señoras que estaban seguras de poder pasar por pinochetistas y lograr acercarse a él durante las giras a provincias, señoras que estaban dispuestas a cargar explosivos entre sus ropas y activarlos en el momento adecuado. Se desechó esa posibilidad porque ensuciaba el objetivo, al matar y herir a personas inocentes que estuvieran cerca”, aseguró un comandante del FPMR a las periodistas Patricia Verdugo y Carmen Hertz cuando más tarde llevaron la historia de ese fallido atentado al papel. [5]
Pero la humanidad de los frentistas también rebosaba en otros aspectos. En plenos preparativos del rescate en helicóptero, en 1996, todo el grupo responsable se congregó el día 14, para el décimo tercer aniversario del movimiento. Solo entonces cada uno se enteró de qué se trataba la aventura. Para ellos fue un momento “maravilloso”.
“Todo el mundo estaba contento y confiado” diría, años más tarde, el propio Comandante Emilio. “A diferencia de otras operaciones, el hecho de ir a juntarnos con nuestros hermanos dejaba todo en familia. Cualquiera que fuera el desenlace de esta operación, íbamos a quedar entre hermanos”.
Y mientras tanto, la vida seguía.
“En ese clima fraterno, que caracterizó siempre la convivencia del grupo, se celebró el cumpleaños de un combatiente y se festejó la Navidad. Incluso, fue en medio de los petardos de Nochebuena que los compañeros aprovecharon para probar sus armas”.
Había que endurecerse sin perder la ternura. Y sin embargo, a pesar de esa ética furiosa, la muerte cabalgaba en el lomo de los frentistas.
Para ellos la Guerra Fría seguía viva. Y su negocio era la insurrección armada, que en términos reales es sinónimo de la guerra total. Y la guerra total acarrea la muerte total. Los mismos frentistas que desechaban la muerte de civiles inocentes no retrocedían cuando se trataba de secuestrar y matar a sus enemigos políticos como Cristián Edwards, hijo del dueño del diario El Mercurio, o Jaime Guzmán, el ultracatólico, ultrabrillante y ultrafascista abogado que fundó el partido de la derecha más recalcitrante en Chile y cuya muerte fue una genuina demostración de que el negocio de esa guerra estaba en manos de profesionales.
—Su victimario se acercó a Jaime caminando, con el arma en la mano frente a sus ojos, apuntándolo directamente, sin detenerse. Como un profesional —diría más tarde uno de los testigos de la escena.
Un acertado reconocimiento, cargado de odio, al ejecutor. Ese profesional era el Comandante Emilio.
El negocio de la muerte
Era, para muchos, un personaje nefasto. Partidario de la Ley y el Orden, y del crimen, cuando convenía a sus intereses, fue el arquitecto del sistema binominal que durante décadas impidió que Chile tuviese un sistema electoral que respetara las preferencias de la gente.
Jaime Guzmán también era, tras Manuel Contreras, el segundo objetivo del Frente.
“Jaime Guzmán y el gremialismo tuvieron influencia decisiva en el temprano ‘hilo conductor’ de largo aliento atrapado por la dictadura. Guzmán fue el principal asesor político de Pinochet, y su Movimiento Gremial, el más influyente grupo de poder civil al interior del régimen militar. También fue un influyente personaje en la organización y preparación del clima de ingobernabilidad previo al golpe militar, uniendo voluntades de gremios de transportistas y comerciantes con las sociedades de industriales y terratenientes”.
“En tanto artífice del golpe militar, fue uno de los primeros civiles incorporados al régimen; aunque nunca ocupó cargo administrativo ni político alguno, entregó centenares de nombres de potenciales colaboradores para la dictadura”, diría años más tarde un documento interno del grupo.
Al interior del Frente se vivía, además, un caos. Venía de antes, desde 1987, cuando la fractura se hizo oficial. Fue inevitable. Se trataba de seguir en la vía armada aun ante la posibilidad real de que Pinochet dejara el poder. ¿Para qué, en democracia? Muchas voces, lideradas por el Partido Comunista, ya no justificaban una escalada de violencia. Pero los más duros, los que veían la Historia como un cúmulo de etapas que finalmente conducirían a la emancipación del Hombre Nuevo, percibían a Pinochet como una circunstancia más.
“Los cuadros del Frente venían con una gran actitud de militantes” diría la líder comunista Gladys Marín. “Se manifestó como una concepción por la experiencia que ellos habían vivido. Muchos de esos cuadros habían estado en Nicaragua, donde el elemento militar era lo decisivo. Esa diferencia nos marcó. Ellos venían con esa concepción y subestimaban al partido”.
Guillermo Teillier, hoy líder del Partido Comunista chileno y en su momento jefe militar de los propios frentistas, asegura a la distancia que ese fue un momento de dolor.
“Cuando se produjo el rompimiento estábamos los comunistas Luis Corvalán, Gladys Marín y yo, y por ellos estaba Pellegrin (Raúl Pellegrin, máximo líder del FPMR). Él leyó un documento en que planteaba que no era enemigo del partido, que ellos seguían sintiéndose comunistas, pero consideraban que el partido estaba equivocado y habían decidido armar un Frente autónomo”.
Eran tiempos confusos. Galvarino Apablaza era el jefe, pero también estaban el “Comandante Ramiro” (Mauricio Hernández Norambuena) y “el Chele” (Juan Gutiérrez Fischmann). El Frente se debatía entre continuar con la estrategia insurgente o abrirse a los nuevos tiempos. Apablaza estaba a favor de la estrategia del repliegue. Los otros, por reasumir la “Guerra Patriótica Nacional”.
Así lo hicieron.
Fue el quiebre definitivo al interior del FPMR. Los que quedaron decidieron llevar su ideología hasta las últimas consecuencias. Y Jaime Guzmán era uno de sus blancos.
Llegaron al pie de la escalera y subieron al segundo piso. Sala N, color naranja. Emilio se adelantó. Quería confirmar que el senador Guzmán, también profesor de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, continuara frente a sus alumnos. Así sucedió. Emilio regresó y junto a su compañero de ruta fue al baño. Su fiel revólver Taurus seguía a la mano, a buen resguardo bajo su ropa.
El odio era vital. Durante años Jaime Guzmán había negado la existencia de los detenidos desaparecidos. Pero durante la última década numerosos testimonios de detenidos y torturados aseguraban que salvaron la vida gracias a las intervenciones de Guzmán. Lo decían con reconocimiento, agradecidos, sin rencor. Para sus seguidores eso demostraba que se trataba de un hombre íntegro, fiel a sus principios católicos, solidario hasta con el enemigo político.
Pero para el Frente era un argumento fundamental: Jaime Guzmán había mentido al negar a los desaparecidos. Y eso lo hacía un cómplice.
Emilio y el Negro bajaron y levantaron la vista: Guzmán caminaba. Lo alcanzarían. De pronto, algo pasó: el líder de la derecha dejó de caminar. ¿Habría regresado? Emilio avanzó un poco más. De pronto lo vio de frente: las miradas se cruzaron.
“Esta Constitución” había dicho Guzmán en 1980, cuando mediante artimañas se aprobó la nueva carta magna impulsada por el régimen de Pinochet, “está hecha para que, no importa quién gobierne, se vea constreñido a tomar una acción no tan distinta de lo que nosotros haríamos”. Las famosas leyes de amarre, las mismas que impedían tener en el Congreso la representación expresada por voluntad popular y que impedía, por ejemplo, avanzar en una Ley de Amnistía para exterroristas.
Intuyendo algo, Jaime Guzmán regresó. De pronto no tuvo dudas. Ya sabía lo que buscaban esos dos extraños que vio en los pasillos. Los hombres dudaron. Habría que eliminarlo afuera, en la calle. Decidieron hacerlo a la salida del Campus, cuando estuviera en su auto. Era arriesgado pero necesario: si escapaba podría alertar a todo el mundo acerca de los empistolados que habían intentado matarlo.
Los testimonios de la época completan la historia.
“El Subaru Legacy 1.8 color gris acero salió lentamente de la universidad y se encaminó hacia el poniente por Battle y Ordóñez. Jaime Guzmán viajaba, como siempre desde que ocupaba el cargo de senador y tenía chofer, sentado al lado del piloto, Luis Fuentes. Cuando el auto llegó frente al paradero de micros, entre el grupo de estudiantes se adelantaron los dos hombres con guantes quirúrgicos sosteniendo sus armas. El Negro enfrentó en diagonal al auto. Emilio quedó frente a la ventana de Jaime Guzmán”.
Los testigos dicen que fueron trece disparos. Seis atravesaron el carro. Dos penetraron los órganos vitales del senador.
Así moría el líder de la derecha, el ideólogo de la dictadura, para muchos la mente más brillante al servicio de las causas más oscuras. A vista y paciencia de decenas de chilenos que a esa hora hacían su vida normal en uno de los rincones urbanos más concurridos de la capital chilena, y que con la ayuda de las cámaras de televisión pronto fueron miles.
“Matar a Jaime Guzmán fue una aberración, porque Guzmán fue elegido por el pueblo, fue elegido en democracia”, diría, años más tarde, Enrique Villanueva Molina, el “comandante Eduardo”, el único frentista detenido por el crimen y quien hasta hoy, con resentimiento, se refiere a la acción y el carácter de sus viejos compañeros de ruta.
Pero eso sería años más tarde, porque el primer gobierno de la recién estrenada democracia, con Patricio Aylwin a la cabeza, debía intentar apagar el incendio que le caía encima.
—Que nadie se llame a engaño, estamos en presencia de un acto terrorista —decía, casi con lágrimas, el ministro del Interior Enrique Krauss—. Es un atentado también en contra del esfuerzo pacificador en que está empeñado el país entero. Chile ha demostrado reiteradamente que no desea más violencia…
Las casi lágrimas no eran exageradas. Pinochet seguía a la cabeza del Ejército, frente a miles de cuadros afiebrados buscando cualquier excusa para desmoronar de nuevo ese poder civil que los desafiaba tras diecisiete años de dominio absoluto. De un plumazo, o de un balazo, quedaban atrás miles de horas de búsqueda de acuerdos, consensos, llamados a la mesura y al diálogo. En adelante la historia sería otra.
La muerte de Guzmán era una derrota para la derecha pinochetista. Y también para los propios frentistas.
Noticia de un secuestro
Era el 9 de septiembre de 1991. El país todavía no se resarcía de la muerte del hijo pródigo de la derecha. El crimen, que fue condenado por todos los sectores, había vuelto a cero el avance en los delicados equilibrios políticos construidos con sudor y sangre durante años. La maquinaria militar liderada aún por Pinochet, voraz, tomaba cuenta de cualquier error.
Era de noche cuando los vio. Su padre, el todopoderoso Agustín Edwards –dueño de El Mercurio y La Segunda, los dos periódicos que más se cuadraron con el régimen militar, los de las portadas que hoy son ejemplos de cómo no hacer periodismo, el mismo Edwards que se autoexilió en Estados Unidos apenas triunfó la Unidad Popular para no tener que compartir el mismo país con Salvador Allende, el mismo que desde el país del norte sostenía reuniones periódicas con el mismísimo Henry Kissinger para analizar cómo tumbar el proceso chileno– les había rogado varias veces que no anduvieran solos en la calle, que aceptaran la guardia privada, que se cuidaran.
Pero su juventud –33 años–, y especialmente porque él no había sido, como su padre, uno de los personajes que aportó su grano de arena para hacer caer definitivamente el socialismo de la historia del mundo, Cristián Edwards del Río, el tercero de los hijos, no tenía las mismas aprensiones que Agustín.
“Creí que me robarían la cartera” diría, meses después, ya en libertad, el propio afectado. “Me pusieron una capucha plástica, me amarraron con cables y me metieron al auto estacionado”.
Se dirigía a su auto cuando sucedió. Tres jóvenes en un coche blanco. Un revólver directamente a la sien.
“Jamás, en los cinco meses siguientes, salí de ahí. Jamás le vi la cara a otra persona. Si tenía algo que decir, debía escribirlo. Si daba un paso, topaba con una pared. Si mostraba signos de orientación, volvían a doparme con medicamentos que consumía junto a las comidas y me alteraban las rutinas. La idea era volverme loco”, resumiría después en su declaración policial. Desde entonces, en esa ratonera, viviría casi cinco meses, solo, custodiado de cerca por sus verdugos.
Entre ellos, el Comandante Emilio.
“Me tironeaba los pelos de la barba para arrancármelos”, diría el secuestrado, más tarde, ante el juez. “Pasaba por periodos de colitis o diarrea y por otros de estreñimiento. Tuve dolor de garganta, los oídos me retumbaban, veía doble muchas veces. Jamás, no obstante, ensucié la caja”.
También mostró signos de agonía. Sus captores pensaron que moriría. Le llevaron un médico y lo salvaron. Mucho más tarde todavía resentía su falta de salud mental. “Durante mi prisión imaginé y soñé tantas cosas, que aún hoy hago esfuerzos por discernir entre el mundo de la realidad y el de la fantasía. Varias veces me escapé en sueños. Otras fui liberado con intervención de sirenas y helicópteros; tenía a veces totalmente claras las circunstancias de mi secuestro y liberación y me resultaba lógica la participación de numerosos protagonistas. Es por ello que advierto a ustedes que todo lo que aquí consigno obedece a un esfuerzo personal por dejar de lado cuánto responde a la fantasía o cuánto no se concilie con la lógica”.
El 30 de septiembre los secuestradores hicieron llegar a la familia una carta manuscrita de Cristián Edwards. Iniciaría la negociación. Por esas mismas fechas el Gobierno obtuvo el informe definitivo: “Fue el Frente. No hay duda. Están escasos de recursos. En esto terminaron los nobles combatientes de la libertad”.
Las paredes del cubículo de madera ubicado en calle Poeta Vicente Huidobro 3718-1, en una modesta casa en un modesto barrio del Gran Santiago, había bandejas de huevos para aislar el ruido. En el piso, una alfombra verde. En una de las paredes colgaba la hoja con instrucciones:
“No hacer ruido”; “Pararse de frente contra el muro cuando la luz se encienda y apague”; “Al terminar de comer dejar la bandeja en el suelo”; “Comunicarse a través de papeles”…
“La música se mantuvo casi siempre a un volumen de locos, y la luz me cegaba por completo” recordaría Edwards, meses más tarde. “Me cubría los ojos y me tapaba los oídos. No respetaban mis dormidas”.
La respuesta era brutal:
—Estás secuestrado y no de vacaciones. No lo olvides.
Siguiendo la lógica clásica de los manuales de la guerrilla, había dos celadores. Uno malo, uno bueno. El bueno era “el Negro”, el viejo compañero de correrías del Comandante Emilio. Se mostraba comprensivo y permitía al secuestrado salir por unos pocos minutos. Entonces “Rodolfo”, el malo, se indignaba. No hagan eso por ningún motivo. Cómo se les puede ocurrir.
Durante el encierro los problemas abundaban. Un día “el Negro” se disparó accidentalmente en la pierna. Hubo que darle asistencia médica y buscar un reemplazo. En su lugar llegó el Comandante Emilio.
El secuestrado era obediente y las negociaciones avanzaban. Pero quería salir. Al ver que el pago del rescate no llegaba, el propio Cristián Edwards ofrecía pagarlo con tal de quedar libre. ¿El precio? Un millón de dólares. Pero no, no se trataba de eso.
“Daremos publicidad a toda la negociación, dejando al descubierto la actitud insensible de ustedes. Será un gran escándalo. Luego de eso aparecerá el cadáver de Cristián” decían los secuestradores, intentando con esos resquicios dejar mal parada a la derecha que no respetaba el bienestar del ser humano. Ni siquiera el de sus hijos.
Dos semanas después fue publicado un nuevo aviso económico de El Mercurio donde la familia ofrecía un millón de dólares. El trato quedó cerrado. El 31 de enero de 1992 Agustín Edwards pagó. El Gobierno ya estaba enterado. Los asesores, entre ellos el padre jesuita Renato Poblete, le habían recomendado: hágale caso al Gobierno. Siga rigurosamente las instrucciones de los secuestradores”. Esa noche Cristián fue liberado.
Pero tras cinco meses la policía rondaba cerca. El día en que los frentistas recibían el pago del rescate hicieron una fiesta. A esa misma hora, en otro punto de la ciudad, los detectives interceptaban una conversación de Marcela Mardones, “Ximena”, la misma que meses antes había vigilado el auto en donde arrancaron los victimarios de Jaime Guzmán, y que en esta operación era una de las encargadas de la parte logística, entre ellas algo no menor: el cobro. Ximena y su pareja partirían a la playa el día siguiente. Rápidos, discretos, los detectives los siguieron. Cuando pasaran por la caseta de peaje camino a Valparaíso les caerían encima. Sería un golpe al combate a la delincuencia y la subversión.
Las cosas no sucedieron así. El día del viaje a la costa, a Ximena y su marido les falló el carro. Bajaron a repararlo, y ya no subieron más. Nunca más. Nunca llegaron a la caseta de peaje, nunca los detectives los pudieron agarrar. Así se esfumaron Ximena y su esposo: el Comandante Emilio.
Raúl Escobar se escapaba de nuevo.
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[1] Ascanio Cavallo, La historia oculta de la transición, 1998.
[2] Lilian Olivares, Asesinato en el Campus Oriente, 2012.
[3] Ascanio Cavallo, obra citada.
[4] Rolando Álvarez, Los “hermanos Rodriguistas”. La división del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y el nacimiento de una nueva cultura política en la izquierda chilena. 1975-1987, 2009.
[5] Patricia Verdugo, Carmen Hertz, Operación Siglo XX, 1990.
*Foto principal: Crédito de mural – Museo a Cielo Abierto La Pincoya.