“El universo es verdadero para todos nosotros y diferente para cada uno. Si no tuviéramos que limitarnos, para el orden del relato, a razones frívolas, ¡cuántas más serias nos permitirían demostrar la mentirosa fragilidad del principio de este libro, donde, desde mi cama, oía yo despertarse el mundo, ora con un tiempo, ora con otro! Sí, he tenido que aminorar la cosa y mentir, pero no es un universo el que se despierta cada mañana, son millones de universos, casi tantos como pupilas e inteligencias humanas”.
Marcel Proust, en La prisionera.
Una voz en off, la del protagonista, un escritor brasileño, cuya edad ronda los 30 años, en plan de viaje aventurero, y que ingresa a Chile, a través de un paso fronterizo con Bolivia, nos imaginamos, por las referencias geográficas que se nos entregan durante la trama, ubicado en la zona del Norte Grande, colindante con la Región de Antofagasta, provincia de El Loa. El destino del narrador carioca (porque es de Río de Janeiro, este relator), es la pequeña ciudad turística de San Pedro de Atacama.
El género del cine negro o de temática policial, salvo excepciones en la regularidad del tiempo, no ha tenido tantos adláteres y seguidores en las huestes de la filmografía rodada por los realizadores locales. Los nombres y las creaciones pertinentes de Cristián Sánchez Garfias, Gustavo Graef Marino, Ricardo Larraín, Cristóbal Valderrama, y de Ernesto Díaz Espinoza, ahora último, son llamativos, precisamente, debido a la escasez con que los directores nacionales han abordado las señaléticas estéticas de un formato, sin embargo mayor entre las producciones de las primeras ligas audiovisuales a nivel intercontinental.
La obra de Jorge Durán (Santiago, 1942), afincado hace décadas en la industria brasileña, viene a cumplir con las normas artísticas de una reconfortante pieza anexada al canon ya referido, y con ingredientes fílmicos, que la transforman en una producción simbólica valiosa más allá de apellidarse noir: las actuaciones principales, por ejemplo, del trío de actores que componen Daniela Ramírez (Florencia), Álvaro Rudolphy (Martínez, un oficial de la policía de investigaciones), y Daniel de Oliveira (el viajero Antonio).
El Desierto de Atacama, sin ir más lejos, su entrada oriental, por la denominada Puna, a través de San Pedro, se convierte en el escenario, en el ambiente de una trama coherente, sorpresiva, atractiva, y que brinda sorpresas y hallazgos dramáticos seductores, mientras avanzan las secuencias que conforman la totalidad de la cinta. No en vano, Durán ha ejercido la labor de guionista en numerosas y destacadas películas del Brasil. Y su cámara es madura, experta, hecha de planos medios y contrapicados, que demuestran y reafirman su condición de cineasta veterano, al desplegar una estrategia y un estilo por momentos de corte documentalista, que lo unen, en esa solicitud desmedida, a las grandes admiraciones de su generación: nos referimos, anótese, a la pléyade de artistas “integrantes”, que definen al Neorrealismo Italiano.
De hecho, otro autor chileno, Fernando Lavanderos Montero, acaba de estrenar su película “Sin norte” (2015), en una fallida construcción sociológica de la aridez atacameña, bajo la pretensión confesa y no disimulada, de rendir una reflexión audiovisual y de apelar, afanosamente, a la obra de Michelangelo Antonioni, en reiterados encuadres durante su título. Jorge Durán efectúa idéntico procedimiento, empero, los resultados distan tanto en la composición fotográfica de las escenas, como en los demás elementos que nos sirven para catalogar la calidad de una secuencia: las actuaciones de los intérpretes, el manejo de la cámara, por parte del director a cargo, y la idea dramática y argumental que aspira a recrear la “toma” circunscrita.
Un escritor brasileño, un viajero que se desplaza en busca de experiencias y tal vez de sí mismo, relata sus movimientos con una voz en off, que revela, ya lo dijimos, el oficio literario y narrativo del mismo Durán, realizador y libretista en su propia obra. Provisto de un cuaderno donde copia sus pensamientos, sin proponérselo, y embriagado por la noción del azar, del destino, de los encuentros henchidos de significación como diría Nietzsche, ese Antonio (De Oliveira), aquél contador de relatos e historias de raigambre metafísica, ingresa por voluntad y un poco empujado por la fuerza mística del universo y de los acontecimientos, en el centro de un nudo dramático alimentado en base a engaños, de reconocimientos, de olvidos, de lazos sexuales de aroma incestuoso.
La banda sonora es el silencio del desierto, del Valle de la Luna. Un policía embaucado, una mujer hermosa, sola y atormentada, torturada por su pasado y por su identidad. Un turista y escribiente, sospechoso de haber cometido un cruel y extraño asesinato. La memoria, el paso inescrutable del tiempo, los parentescos turbados, enrarecidos, difusos a causa de la muerte. La soledad, y el rencor de Florencia (Daniela Ramírez), sus gritos, sus odios, sus mentiras. El refugio y el poder sobrenatural de la literatura, los sueños, la pulsión onírica que estimula a Antonio involucrarse cada días que se apaga, con los problemas y los traumas de ese amor femenino suyo, ocurrido accidental y trascendentalmente, en esta parada, la de Atacama, la de su paso por el norte obscuro e invisible de Chile.
“Romance policial” (2014), entonces, exhibe fotogramas de enorme sentido dramático, que expresan una emocionalidad pura, e imposible de sustraerse para el espectador que observa inquieto, nervioso, expectante, ansioso, cautivo. Las introspecciones de Antonio y de Florencia, que les impide comunicarse realmente, más allá de un careo impetuoso, los pasajes de entrega y de pasión pasajera, en un encontrarse y separarse sin meditar en las ataduras profundas que les unen, la excavación de una verdad que parece apenas un simulacro, en un desentierro pomposo y espiritual, en pos de un discurso que sitúe a ese peligroso affaire en el desierto, dentro de la línea mayor de un imaginario histórico global, inherente y demostrable, en este país llamado Chile.
El tributo a Antonioni, a ese final anti romántico, pero crédulo en el amor, de “La noche” (1961), pero aquí las declaraciones no sirven, y los propósitos de perpetuar un instante se desvanecen en polvo y arena. El sol seco y tibio, ilumina la impostura, alumbra el egoísmo de renunciar a la codificación audiovisual de un pasado enorme, que pesa toneladas, y la imposibilidad de pisar a la pena inmensa, que les carcome, y les prohíbe maniatarse, el uno al otro, disuadir, a la postre, el salvavidas de una mentira.
Jorge Durán regresa a nuestras salas con un thriller policial elaborado, asentado en una propuesta audiovisual que se lee, se respira, y se observa, tal como si fuese un cuento noir, de Rubem Fonseca, o que se internaliza como una trepidante novela de Clarice Lispector. “Romance policial”, en efecto, puede representar, quizás, al mayor estreno “chileno” de la temporada, junto a “Una mujer fantástica”, de Sebastián Lelio.
Literatura, erotismo, balas, hallazgos y despedidas, se dan cita en un filme atípico y difícil de olvidar.