Luis Torrejón (Valparaíso, 1936) toma una edición uruguaya de Las últimas composiciones de Violeta Parra y la observa cuidadosamente. Saca el disco del sobre, quita el plástico que lo protege y escudriña entre los surcos. “Yo no lo tengo”, murmura mientras afina la mirada. “Aquí hay unas marcas. Yo colocaba unas marcas que indican quién grabó y quién cortó el disco”, dice señalando unos caracteres apenas visibles.
Luego observa los nombres de las canciones y recuerda que él las ordenó, de acuerdo al listado que le entregó el sello. “Porque ‘Gracias a la vida’, por ejemplo, acá está primero, pero se grabó en la cuarta sesión, yo creo. Hicimos cinco sesiones de tres horas cada una, más o menos”.
Torrejón, ingeniero electrónico de la Universidad Federico Santa María, estuvo a cargo de la grabación de Las últimas composiciones (1966), el más importante disco de la compositora nacida hace exactamente cien años. Entonces tenía 30 años, casi dos décadas menos que Violeta Parra, y tuvo que registrar composiciones que el tiempo volvió inmortales: “Gracias a la vida”, “Volver a los 17”, “Run Run se fue pa’l norte” y el “Rin del angelito”, por ejemplo.
Más de medio siglo más tarde, mira el LP en un pequeño estudio que hoy ocupa en el centro de Santiago, a menos de una cuadra de Vicuña Mackenna. Hay una consola, una sala de grabación y una multitud de equipos desparramados por la habitación, pero nada advierte su currículum histórico. “Los de la RCA me dijeron que grabé once mil discos”, dice divertido.
Entre todos esos, varios imperecederos. Es el hombre que grabó “El rock del Mundial” y Al Séptimo de Línea, que grabó discos de Víctor Jara y Pablo Neruda, que fijó registros de la Nueva Ola, el Neofolclor, la Nueva Canción Chilena y la música tropical chilena, además de varios álbumes de música clásica.
A pesar de todo, Luis Torrejón cultiva un perfil bajo. Ni siquiera está convencido de posar con el disco de Violeta Parra para esta nota, aludiendo a quienes se aprovechan de su imagen. Y a diario sigue trabajando. Sobre la consola de su estudio, por ejemplo, tiene un CD con el himno de Santiago Wanderers, en una versión que Pedro Messone hizo para el reciente aniversario del club. No fue un simple encargo: además de hincha, Torrejón fue interior en las series juveniles, allá por los años cuarenta. Otra época, otras historias.
Ahora, intenta recordar cómo se hicieron Las últimas composiciones de Violeta Parra y dice que es difícil, porque entonces la música se imprimía como en una verdadera factoría, con grupos y cantantes desfilando por el estudio, hora tras hora. Terminaba uno y comenzaba otro. Las canciones se registraban en pocas tomas y en cintas, que luego se cortaban y empalmaban con scotch. Las jornadas eran de nueve a cinco… de la madrugada. “Mis amigos eran el café cortado y el sanguchito, nunca almorzaba”, se acuerda.
Las últimas composiciones, sin embargo, se grabaron en sesiones que “generalmente eran de día, tipo tres o cuatro de la tarde”, en los amplios estudios que RCA Víctor tenía en el sexto piso de un edificio ubicado en Matías Cousiño 150, en pleno centro de Santiago. Fue en los últimos meses de 1966, cuando Violeta Parra ya había vuelto de Europa y había instalado su carpa en La Reina.
Ella, que siempre había grabado para Odeon, entonces se cambió de sello: “Lo que yo sé es que dijo: ‘Quiero grabar contigo acá’ – recuerda Torrejón. Fue a conversar con el director artístico, que era Hernán Serrano, y después pasó a la parte donde yo estaba grabando y me dijo: ‘Luchito, llegué a un acuerdo para grabar acá en la RCA’. ‘Qué bueno, Violetita’, le respondí yo. ‘Sí, quiero grabar contigo’. Eso, pero nada más. Después ya nos vimos en las mismas sesiones”.
A la compositora la recuerda como “una mujer que no tenía grandes condiciones líricas, no era una gran cantante. Es una voz que podemos decirle popular, de un promedio de pueblo, de gente, pero tenía un talento: era una gran intérprete, que es lo que yo busco siempre. Una canción tiene que hacer lo mismo que hace un actor, que tiene la imagen y todo su cuerpo para mostrar un concepto: la tristeza, la amargura, la alegría. En la canción, solo con su voz, el tipo tiene que hacer llorar, reír, sentir algo a la gente”.
En Las últimas composiciones, Violeta Parra es acompañada en varias canciones por sus hijos, Ángel e Isabel, y por el uruguayo Alberto Zapicán. En la edición original, éstos aparecen a cargo del acompañamiento en “guitarra, guitarrilla, charango y bombo”. El segundo instrumento, en realidad, es un cuatro.
El ingeniero, sin embargo, dice que hubo más músicos involucrados que no figuran en los créditos, algo que no era extraño en la época. “Los que encauzaron la cosa inicialmente, claro, son los dos hijos, la Violeta y Alberto Zapicán, pero había unos tres o cuatro”, asegura.
Según su relato, además, la intención inicial era que el grupo estuviera en todo el LP: “Pero después pasaba que se peleaban, discutían entre ellos. Parece que los hijos trataban de colocarle muchos moldes, no sé. Pasaron dos o tres semanas en que no nos vimos, yo seguí grabando otras cosas y después ella apareció sola. Al final, grabó varios temas con su charango, su cuatro, los instrumentos que llevaba. Y esos son los temas más emblemáticos”.
¿Cómo fueron esas sesiones?
Ella llegaba al estudio, me decía que íbamos a grabar tal y tal tema y yo la escuchaba cantar. Primero, ahí en el estudio, sin micrófono ni nada. A veces uno decía “oye, cántalo tal como lo sientes, eso me interesa”. Después lo cantaba con micrófono, acércate acá, ten cuidado con esto… en fin. Me iba para adentro y así íbamos practicando. Con ella se grababa dos o tres veces el tema y quedaba listo. Traía las canciones hechas, no había que ensayar. Sin querer, era una gran profesional, muy impecable en ese sentido.
Conmigo nunca, nunca, nunca hubo problemas. Por ejemplo, que estuviera inquieta o con problemas de temperamento, no. Nos llevábamos muy bien. Dicen que era muy difícil, pero para mí era un encanto la chica, era muy agradable. Yo la quería bastante a la Violetita. Era calladita, tranquila, diferente a la Margot Loyola, que era todo grande, llegaba haciendo bromas. No, ella era tranquila, muy pasiva.
¿Qué es lo que más recuerda de esa grabación?
Hay cosas muy simples. Violeta no era una mujer que tuviera muchos problemas de afinación para cantar, era muy afinadita. Me recuerdo de Pablo Neruda también, al que le grabé los tres longplays y siempre le decía lo mismo: “Mira, compusiste unos poemas tremendos, viejo, ¿cómo puedes hablar así?” “Si yo soy para escribir no más”, me respondía. “¡No poh, tenís que sentir algo!”, le decía yo. Al final terminó aburriéndome: “Ya, mira, hagámoslo como quieras”.
Con Violeta, a lo más, yo le hacía observaciones. Ella siempre cantaba con un tono medio lastimero y, por decirte, en “Volver a los 17”, le decía que lo aplicara un poco al principio, que lo marcara más, que exagerara ese sentimiento, pero eran cosas como esa.
Ella se suicidó poco después de grabar este disco y ya lo había intentado antes. ¿Sabía usted?
No, no me lo imaginaba. Había una relación de afecto con ella, que era una tremenda mujer, gran compositora, pero no… lo que sí, siempre tenía como muchos problemas, problemas afectivos.
¿Ella tenía conciencia de que era su último disco?
Yo pienso que Violeta a veces compone las canciones en forma espontánea, nacen solas, no hace algo a propósito.
En Las últimas composiciones, a diferencia de los discos anteriores, la voz de Violeta Parra suena diferente y reverbera, no suena seca. ¿Eso lo hizo usted?
Sí poh. Me da risa, porque yo no tenía una cámara de reverberación. ¿Sabes cuál era la cámara que usaba en la RCA en esa época? Una bodega donde se guardaban discos. Arriba donde estábamos había como un altillo, con baldosas, y ahí puse un parlante, puse un micrófono y se daba la reverberación.
Desde que empecé grabando, yo experimentaba con dónde poner a la gente, cómo utilizar los micrófonos… era muy fregado, me la pasaba todo el día en esa cuestión. Usaba esa reverberación y tenía una máquina de cinta, una Ampex 300. Ella grabó con unos micrófonos M49, unos guatones, muy buenos, que Antonio Zabaleta todavía los tiene guardados. Yo tomaba la cinta, grababa esa reverberación y con un desfase de tiempo producía el famoso delay. En esa época, lo inventé de esa manera (risas).
Ese tratamiento de la voz fue intencional entonces. ¿Por qué?
Sí, claro, porque generalmente a la voz quería colocarle un poco más de profundidad, de intención. La reverberación no ayuda mucho cuando se trata de interpretación neta, pero sí cuando se sabe dónde colocarla.
Canciones como “Gracias a la vida” o “Volver a los 17” ahora son clásicos. ¿Usted tenía conciencia de eso al grabarlas?
Mira, yo caí parado en esas cosas. No porque tenga manos especiales, mentalidad, ninguna cosa. Yo siempre digo que se dieron las circunstancias no más y tuve suerte de grabar temas o canciones que fueron muy importantes. La satisfacción personal de uno es que participa en la creación de algo que después es conocido. En la década del ‘60 grabé con el “Pollo” Fuentes, la Cecilia, Gloria Benavides, el “Rock del Mundial”, todo lo más conocido lo hice yo. Tuve suerte. Uno graba, termina, luego viene otro tema y otra gente, pero después te das cuenta. Es como decir “bueno, participé en algo que la gente está escuchando”. Eso es un pequeño alegrón, un pequeño triunfo. Algo hemos hecho en la música chilena. Algo hicimos.