Obesidad es el término de moda, al menos la pandemia que más rápido se ha esparcido por todo el mundo. Los datos entregados por la revista Lancet (la publicación médica más reputada en la actualidad) son decidores, por ejemplo: El número de casos de obesidad infantil a nivel mundial ha pasado de 11 a 124 millones de niños y niñas entre 1975 y 2016, multiplicándose por 10 en los últimos cuarenta años.
Las cifras vienen a complementar lo expresado por la FAO en su “Panorama de la seguridad alimentaria y nutricional en América Latina y el Caribe 2017”, elaborado junto a la Organización Panamericana de la Salud (OPS). El informe revela cómo países como Chile o Argentina han multiplicado velozmente la tasa de obesos entre su población. Hoy, en nuestro país, siete de cada diez adultos tiene sobrepeso. De ellos, las mujeres son las más afectadas.
Pero, ¿qué ha pasado en Chile y en el mundo que nadie se puede librar de este mal?
Cambios culturales, en las normas del trabajo, en el tiempo libre y ausencia de políticas públicas para promover una sana alimentación son parte del problema, pero vamos por parte:
Desde 1990 en adelante nuestro país vivió un acelerado proceso de desarrollo, algunos símbolos de “la vida moderna” comenzaron a emerger en los paisajes de Chile y el continente. Así, cada vez se hacían más comunes los restaurantes de comida rápida, al paso, llenos de hamburguesas, papas fritas, completos y helados, ofrecidos a bajo costo para esas nuevas capas sociales antes privadas de almuerzos pagos fuera del hogar.
La rapidez de movimiento, las largas horas de trayecto entre la casa y el trabajo, como consecuencia del aumento del parque automotriz, las condiciones laborales y la jornada completa en educación vinieron a completar el “caldo de cultivo” para la hoy descontrolada realidad. Las comidas caseras, los encuentros en torno a la mesa, los alimentos de largas horas de preparación han sido reemplazadas por pizzas, sopaipillas, pan y bebidas azucaradas.
Poco a poco los gustos de los chilenos empezaron a cambiar, hasta llegar a lo que somos hoy: los consumidores número 1 de pan en el mundo, encabezando listas de “los que comen más helados” o compran más gaseosas, solo por seguir enumerando el desastre. De la mano de esta verdad, vino la normalización de la gordura, sobre todo en las clases sociales de menos recursos.
¿Es casual que sean los pobres los más obesos? Claro que no. El estudio de la FAO es lapidario en su diagnóstico: al igual que el hambre, el sobrepeso es un problema de desigualdad. Una persona que gana el salario mínimo en Chile gasta aproximadamente el 30 o el 40 por ciento de su sueldo en alimentación, algo que contrasta con el 12 por ciento que gastan quienes más ganan.
En medio de esa realidad, llama la atención que –hasta el momento- de la larga lista de aspirantes a los cargos de representación popular, no se hayan escuchado propuestas o promesas para lograr un cambio de hábito y, así, lograr prevenir el desastre sanitario que se nos avecina.
Tal vez el problema es que la obesidad es, principalmente, un problema de pobres. Por ende, una realidad invisible en los sectores que toman las decisiones. ¿Necesitaremos una marcha de padres exigiendo que sus hijos bajen de peso para que las autoridades tomen consciencia?
Al menos, hasta esperar que esa iluminación alcance a los puños de los redactores de leyes, hay algo que individualmente podemos empezar a cambiar: agua por bebidas o frutas por pan son un punto de partida, puertas adentro, claro.
Alimentarse no solo es un problema de gustos, sino también de salud. Las principales causas de muerte de nuestros compatriotas se asocian a sobrepeso. Por ejemplo, está prácticamente demostrada la incidencia de la gordura en la aparición de cáncer; y es un hecho el cómo comer mal origina enfermedades coronarias.
Así, mientras nuestros políticos se comprometen a seguir construyendo recintos hospitalarios, más barato y más efectivo sería sentarnos a prevenir estos males: mal que mal, si quitáramos a los enfermos respiratorios que mueren producto de la contaminación nacional y a los que pierden la vida por causa de la mala alimentación, tendríamos menos enfermos, menos gastos en licencias médicas, menos colusión farmaceútica y mejores deportistas, algo tan clamado en estos días de luto futbolístico nacional.