7 de noviembre: érase una vez en Rusia, hace cien años

El Centenario de uno de los hechos más relevantes del siglo XX ha instado a los revolucionarios del mundo a conmemorar y reflexionar, en tiempos aún de perplejidad y derrota. La pulsión recorre el planeta, pero parece atascarse en la propia Rusia, que antes fue de Lenin y que en estos días es de un incómodo Vladimir Putin.

El Centenario de uno de los hechos más relevantes del siglo XX ha instado a los revolucionarios del mundo a conmemorar y reflexionar, en tiempos aún de perplejidad y derrota. La pulsión recorre el planeta, pero parece atascarse en la propia Rusia, que antes fue de Lenin y que en estos días es de un incómodo Vladimir Putin.

“En estas líneas trato de un hombre que ha tenido la audacia de comenzar el proceso de la revolución mundial en un país en el que gran número de ciudadanos quieren hacerse repugnantes burgueses y nada más. Tal audacia la miran muchos como una locura. Yo he empezado mi trabajo de instigador del espíritu revolucionario por un himno a la locura de los bravos. Hubo un tiempo en que una piedad natural por el pueblo ruso me había hecho considerar esta locura como un crimen; pero ahora, que veo que ese pueblo sabe mejor sufrir con paciencia que trabajar consciente y honradamente, canto de nuevo un himno a la locura sagrada de los bravos. Y entre ellos Vladimir Lenin es el primero y el más loco”.

Máximo Gorki

Aunque poemas, cantos y el imaginario colectivo atesoran la idea de “la Revolución de Octubre”, para nuestros parámetros el Día de la Revolución Rusa es en realidad el 7 de noviembre. Cuestión de calendarios: mientras allá y entonces se usaba el Juliano, aquí se usa el Gregoriano. Aquel día los acontecimientos vertiginosos del año 1917 sufrieron una nueva aceleración, desde que el pueblo ruso aburrido del hambre y las injusticias obligara en febrero a renunciar al zar Nicolás II. Con esto hubo un gobierno provisional de sectores moderados, liderado por Kerenski con el apoyo de los bolcheviques, que se repartió el poder con el Sóviet de Petrogrado.

Por entonces, Rusia como nación y su pueblo como carne de cañón enfrentaban la terrible encrucijada de la Primera Guerra Mundial. Además de los múltiples factores externos, éste era otro elemento de división entre moderados y revolucionarios: mientras los primeros querían seguir en la guerra, los otros querían salirse. No compartían esta vocación imperial propia de muchos líderes de la historia rusa, incluido Vladimir Putin. En ese entonces se acuñaron las frases de “Pan, paz y tierra” y “Todo el poder a los soviets”.

Qué hacer con el Zar y qué hacer con la guerra fueron acentuando las diferencias entre ambos sectores. Los bolcheviques fueron desmarcándose del Gobierno y comenzaron a realizar labores de agitación. En noviembre de 1917, las autoridades mandaron a allanar y reprimir una imprenta disidente. Este hecho agudizó las contradicciones. El Gobierno envió tropas a Petrogrado, luego llamada Leningrado y antes y ahora San Petersburgo, ciudad donde se concentraban los bolcheviques. Pero las milicias se unieron a la insurrección y desde entonces las huestes de Lenin comenzaron a tomar rápidamente el control.

La a estas alturas legendaria toma del Palacio de Invierno, que era residencia de los zares antes de su caída en febrero, fue el hecho simbólico del triunfo de la revolución y el inicio de una nueva era.

Desde entonces, todo el siglo XX quedó marcada por la Revolución en dos sentidos. Primero, en concreto, por la insurrección de la clase obrera en países específicos para tomar el poder y controlar el Gobierno. La segunda, bajo el influjo de Marx y Lenin, era mucho más ambiciosa: realizar una transformación epocal, del curso de la historia de la Humanidad, para concretar una gran transformación política, social, cultural y económica que pusiera fin al orden previo y construyera el socialismo a escala planetaria. El optimismo de los revolucionarios del mundo agitó el siglo XX e incluso dio lugar a la concreción de un bloque de países socialistas. Pero las contradicciones no eran exactamente iguales en todas las regiones del mundo, ni la idea de una sociedad superior terminó concretándose al otro lado de la llamada Cortina de Hierro. Ya se sabe cómo terminó todo: la caída del Muro aplastó la utopía y un mundo capitalista, unipolar y controlado por Estados Unidos se radicalizó durante las últimas décadas.

Hasta que, entre otros factores, Rusia despertó. Pero ¿lo hizo recordando la gesta revolucionaria, o queriendo retomar el camino de la grandeza volviendo más atrás de 1917? Es la pregunta que Vladimir Putin parece no querer responder, aunque el propio silencio dice más que lo que calla.

Lenin incomoda

Hace cien años cambió la historia del mundo. Sin embargo hoy, los herederos sanguíneos de esa Revolución Rusa de noviembre de 1917 prefieren el silencio a la celebración.

La razón del olvido parece ser la misma que la de los socialistas locales con la figura de Allende. Putin se siente incómodo con este legado histórico desde que en 1996 ganó las elecciones con dinero de las oligarquías. En ese momento, a diferencia de lo que pasaba sagradamente cada diez años, se dejó de festejar la toma del poder socialista y el fin del zarismo. En ese momento, se pasó de  conmemorar el 7 de noviembre al festejo del 4 del mismo mes, día de “la unidad popular” en vez de la olvidada revolución bolchevique del temprano despertar del siglo XX.

¿Cuál es la idea social de la Rusia de hoy? Es una de las preguntas que cobra relevancia en un contexto tan importante como el centenario de una revolución que, a juicio de historiadores y académicos, se empata en importancia con otras grandes fechas de la historia, como la revolución francesa. Importancia que se exacerba a meses de la elección presidencial de marzo de 2018.

La esquizofrenia gobernante

El modo en que Rusia recuerda a Rusia, a esa de Lenin, Trotsky y Stalin, es un capítulo abierto de la historia contemporánea. A dos kilómetros de distancia, un barrio separa el cara y sello de una historia. Una que, por un lado, recuerda los hitos de una hazaña con muchos capítulos y, por otro, condena los muertos que pesan sobre la historia de la revolución.

Recordar al casi millón y medio de hombres y mujeres que perdieron la vida durante el gobierno de Stalin es parte del acorde del actual presidente del país. Lo dejó claro cuando en persona inauguró el monumento a los fusilados políticos este 30 de octubre.  Por el contrario, su ausencia a la inauguración de los bustos que homenajean a los líderes de la URSS también fue noticia, aunque cuando se trató de las conmemoraciones de la Segunda Guerra Mundial reivindicó a Stalin.

Los gestos con los que Putin ha demostrado su lejanía con el legado de la revolución no acaban ahí.

El hombre, ex espía de la KGB, había llegado al poder en la época de Boris Yeltsin. A su lado vivió la decadencia de una nación que de la mano de la revolución se había convertido en potencia mundial. Atrás quedaban los días de gloria, los tiempos en los que se les agradeció internacionalmente por haber derrotado al nazismo de Hitler en la Segunda Guerra Mundial (una hazaña hoy transversalmente agradecida), también los avances en otros múltiples campos como el artístico o el espacial. Eran tiempos de pobreza, de humillación, en los que el ultra-liberalismo yeltsiano tenía en su cabeza un único objetivo: dejar entre paréntesis la historia de la revolución. Para ello, primero se expulsó al Estado de las relaciones de propiedad, luego el objetivo era claro. Había que volver a hacer brillar al país como en la época dorada.

En ese contexto asume Putin su primera magistratura. El nacido en Leningrado y criado en las décadas de esplendor de la Revolución había visto el auge y apogeo de su país. Muchos han sostenido que la única intención detrás del hoy presidente es volver a posicionarse en el primer mapa mundial. Para ello no ha escatimado en recursos, incluso poniendo bajo la alfombra todas las discusiones que se dan en torno a los legados de una revolución que, puertas afuera, es vista como uno de los grandes hitos del siglo XX.

Así, por ejemplo, se plasmó los manuales escolares con una historia carente del costado utópico y sangriento de la revolución. Su incomodidad también es demostrada en los símbolos nacionales, por ejemplo, el del feriado del 7 de noviembre que hasta 2004 recordaba la toma de poder de los bolcheviques. Hoy, en cambio, Rusia festeja el Día de la Unidad Nacional, vaciando por completo de contenido la Gran Revolución Socialista de ese año, recordando ahora la expulsión de las fuerzas polacas de Moscú en 1612.

A cien años de la Revolución Rusa, el relato de un conservador Putin está más atento en reponer a Rusia como una gran potencia. Las desigualdades sociales, esas que vienen de la mano con el neoliberalismo, no están entre sus prioridades.

El nuevo nacionalismo del Kremlin, el nuevo relato histórico nacional, ese que hace convivir a Pedro el Grande con Stalin, pone de manera ambigua a la revolución de 1917. Para el proyecto conservador vigente, la hazaña de hace cien años es una piedra incómoda que obstaculiza la intención suprema de volver a construir una Rusia grande, más cercana con la idea ostentada por la pre revolución ¿Es Putin un zar? Él lo niega, aunque su incomodidad con Lenin parece delatarlo.





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