“Coco”: desde la raíz al corazón

En un mundo tan cínico e hiper estimulado como el nuestro, en donde emocionarse tiene mala fama y se hace cada vez más difícil, lo que logra “Coco” es excepcional. Y ese efecto se produce sin triquiñuelas, desde el lugar más transparentemente eficiente que tiene el cine: la conexión con el espectador.

En un mundo tan cínico e hiper estimulado como el nuestro, en donde emocionarse tiene mala fama y se hace cada vez más difícil, lo que logra “Coco” es excepcional. Y ese efecto se produce sin triquiñuelas, desde el lugar más transparentemente eficiente que tiene el cine: la conexión con el espectador.

Desde sus inicios con Toy Story (1995) los creativos de los Estudios Pixar nos han acostumbrado a que cada una de sus películas combinará una dinámica historia para niños con emotivas reflexiones para los más adultos. En estas más de dos décadas las películas producidas por Pixar se han transformado en un lugar al que ir a entretenerse con sus siempre atractivos guiones, a sorprenderse con la belleza de su técnica y a conmoverse con personajes que, de una u otra manera, nos reflejan a todos. En esa línea, lo nuevo de Pixar: Coco cumple con la tradición e incluso va un poco más allá.

No deja de ser irónico que justo bajo el gobierno estadounidense abiertamente más hostil para los inmigrantes, especialmente mexicanos, desde el corazón de Hollywood surja una película que celebra la cultura y tradición de ese país, mostrando con delicioso detenimiento el colorido y la belleza de su estética, la alegría de su gente y la riqueza de su música. La propuesta visual y musical de Coco es espectacular en todo sentido, con una banda sonora que mezcla algunos ritmos tradicionales del cancionero mexicano con el talento del ganador del Oscar por Up, Michael Giacchino, no es difícil contagiarse –por partes iguales- de la melancolía y el entusiasmo de sus melodías. Por otro lado, el diseño de la animación, tanto de los personajes como, quizá especialmente, de los entornos es absolutamente fascinante. El mundo de los muertos se presenta alejado de cualquier elemento lúgubre llevando más allá la fiesta que ya habíamos visto en la también animada El Libro de la vida de (2014), que también tomaba esta celebración religiosa como centro de su narración.

En Coco acompañamos a Miguel, un preadolescente que sueña que ser músico pero que es limitado en sus sueños por su familia que tiene prohibida la música desde que su tatarabuelo dejó a su esposa y pequeña hija para proseguir su carrera musical. La lucha del joven y entusiasta Miguel por cumplir sus sueños es lo que lo lleva, accidentalmente, al mundo de los muertos en la misma celebración en que los mexicanos recuerdan y celebran a sus antepasados. Allí vivirá una serie de aventuras junto a sus familiares ya fallecidos y conocerá a excéntricos personajes que le irán dando pistas sobre su destino, y también sobre sus orígenes. Nuevamente Pixar utiliza la clásica estructura del camino del héroe –que debe abrazar su destino, enfrentar sus temores y probar su valía para poder cumplir con sus sueños- para contarnos una historia que, hacia su final, difícilmente deja algún ojo seco en la sala.

En un mundo tan cínico e hiper estimulado como el nuestro, en donde emocionarse tiene mala fama y se hace cada vez más difícil, lo que logra Coco es excepcional. Y ese efecto se produce sin triquiñuelas, desde el lugar más transparentemente eficiente que tiene el cine: la conexión con el espectador. Esa rara experiencia que tenemos cuando en la sala sentimos que nos pasó algo, que la historia que nos cuentan hace eco en nuestros dolores, miedos y esperanzas. “Coco habla de seguir los sueños a pesar de las imposiciones de la tradición, pero también habla de abrazar esa tradición, que somos lo que somos gracias al lugar del que venimos y a la familia a la que pertenecemos. Coco habla de rebeldía y también de reconciliación. De que para alcanzar el cielo necesitamos tener raíces firmes. En tiempos tan globalizados en donde los habitares se mezclan y las tradiciones se pierden, Coco nos invita a detenernos y a mirar atrás, antes de mirar adelante y es quizá porque ese mensaje nos hace tanto sentido es que nos conmovemos con su invitación y nos entregamos a ella.

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