Hollywood después de 2017: Nada será igual

Las relaciones entre sexo y poder han existido en Hollywood, desde que se creó la industria a inicios del siglo XX, recién hoy se comienzan a desnormalizar las prácticas que han sostenido un negocio que –como tantos otros- instaló el sexo como moneda de cambio para avanzar o detener carreras profesionales. Lo que pasó este año fue importantísimo en el sentido de disparar contra el propio corazón de este sistema a través de uno de sus mayores clichés: la figura del productor que desde su lugar de poder impone su deseo a actrices ávidas de conseguir un trabajo.

Las relaciones entre sexo y poder han existido en Hollywood, desde que se creó la industria a inicios del siglo XX, recién hoy se comienzan a desnormalizar las prácticas que han sostenido un negocio que –como tantos otros- instaló el sexo como moneda de cambio para avanzar o detener carreras profesionales. Lo que pasó este año fue importantísimo en el sentido de disparar contra el propio corazón de este sistema a través de uno de sus mayores clichés: la figura del productor que desde su lugar de poder impone su deseo a actrices ávidas de conseguir un trabajo.

2017 será recordado por ser el año en que el sentido común de las practicas hollywoodenses dio un giro fundamental. La explosión del caso Weinstein obligó a toda una industria a repensar sus hábitos y a tomar medidas. Harvey Weinstein era uno de los hombres más poderosos de Hollywood, desde sus inicios en Miramax – donde desarrolló películas independientes que luego fueron éxitos como “Sexo, Mentiras y video” (1989), “Pulp Fiction” (1994) y la ganadora del Oscar “El paciente inglés” (1996)- Weinstein se destacó por su capacidad de escoger proyectos de calidad, en su momento no suficientemente conocidos, para luego hacerlos circular por la industria. En esa misma línea supo tempranamente añadir a su catálogo cintas internacionales como “Átame” (1990) de Pedro Almodovar y la inglesa “The Crying Game” (1992) para presentarlas en el mercado estadounidense. Más adelante y con su propia empresa, The Weinstein Company, trabajó con directores como Quentin Tarantino y Michael Moore y consiguió instalar en el corazón de los Premios Oscars películas extranjeras como “The Artist” (2011) o pequeñas como “Transamerica” (2005). Así durante casi tres décadas, Weinstein logró situarse desde un lugar de notable poder en la industria y bendecir o vetar carreras de directores, directoras, actores y actrices.

El poder de Weinstein sucumbió en octubre del 2017 cuando sendos reportajes del The New York Times y del New Yorker publicaron docenas de denuncias de acoso en su contra, denuncias que van desde intimidación y abusos sexuales hasta violaciones. La lista de actrices que reconocieron haber sido acosadas por Weinstein siguió sumando nombres en las siguientes semanas hasta llegar a más de ochenta denuncias incluyendo algunos nombres como Ashley Judd, Angelina Jolie y Salma Hayek. Inmediatamente un grupo de ejecutivos de Weinstein Company renuncian en protesta por estos abusos, Harvey Weinstein es desligado de su propia empresa y expulsado de la misma institución que definió su poder, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood.

Las relaciones entre sexo y poder han existido en Hollywood, desde que se creó la industria a inicios del siglo XX, recién hoy se comienzan a desnormalizar las prácticas que han sostenido un negocio que –como tantos otros- instaló el sexo como moneda de cambio para avanzar o detener carreras profesionales. Lo que pasó este año fue importantísimo en el sentido de disparar contra el propio corazón de este sistema a través de uno de sus mayores clichés: la figura del productor que desde su lugar de poder impone su deseo a actrices ávidas de conseguir un trabajo. Y aunque habrá quienes sigan sosteniendo que “bueno, ellas estaban ahí, cedieron y consiguieron algo a cambio”, lo potente es que lo que se visibilizó fue la práctica del poder, de un poder que se basa en la desigualdad y de un poder que no debería ejercerse en este contexto.

El caso Weinstein inmediatamente disparó la campaña #MeToo (#YoTambién) inspirada en un movimiento de mediados de los noventa impulsado por Tarana Burke, directora de la organización Girls for Gender Equity. Ahora fue la actriz Alyssa Milano quien retomó la campaña en redes sociales y en pocos días fueron cientos de miles las mujeres que, en todo el mundo, se animaron a compartir sus historias de abuso. El efecto de esto es de una importancia fundamental en varios sentidos, lo primero es que visibiliza las dimensiones de las prácticas de abuso en nuestra cultura, y permite que como sociedad seamos instados a reflexionar sobre esto y tomar medidas. Luego, genera una potente solidaridad entre las víctimas. No es de extrañar que las denuncias del caso Weinstein, y de otros casos que se conocieron en 2017, hayan aparecido relativamente juntas. Luego del primer paso de las valientes que rompieron el silencio, otras –y también otros- comenzaron a darse cuenta que aquel dolor que les acompañó desde hace años no era su culpa y que eso que les sucedió, también les sucedió a otros, desde el mismo lugar, lo que les permitió empoderarse para contar su testimonio y librarse del dolor que el silencio suma al trauma.

Lo que nos deja el 2017 son tiempos desafiantes en que necesitamos dialogar y mirarnos a los ojos. Reflexionar como nos relacionamos y como hemos permitido que practicas tan nefastas como el acoso y el abuso se instalen como cotidianas. Nos ayuda a pensar también de donde viene aquello que celebramos en el cine, ya que, si tantas películas exitosas fueron financiadas por un hombre que consideraba a toda mujer como presa y que era sostenido por un sistema que lo respaldaba, es difícil que el mensaje de esas películas se aleje mucho de esos antivalores. El desafío ahora será desaprender, desnormalizar y comenzar a hacernos cargos –hombres y mujeres- de la manera en que nos relacionamos y también a ser conscientes que aquello que nos trae esa “fábrica de sueños” llamada Hollywood, son los sueños de alguien que no siempre cree en que todas las personas somos personas.





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