Lo primero que inunda la mirada al bajarse del metro San Alberto Hurtado, vereda sur, son cinco bloques gigantes de cemento. No tienen pretensión estética alguna, son todos prácticamente iguales. De tono grisáceo, perfectamente rectangulares y con diminutos balcones cercados por una suerte de mica transparente, las estructuras funcionan como una fábrica de sombra que posterga el amanecer de la calle Toro Mazote. A veces ni siquiera lo posterga, sino que lo hace desaparecer.
Es el cambio violento y rápido de Estación Central, el mismo sitio que se fue fraguando lentamente, como lo hacen los barrios y su tejido social, luego de la inauguración de la estación ferroviaria en 1857. Antes de eso, la zona se llama Chuchunco y esa palabra aún es usada en Chile para referirse a un lugar que queda muy lejos. Alrededor del tren, literalmente, la cada vez más masiva migración del campo a la ciudad fue poblando estos potreros con casas humildes, pero en sitios grandes para evocar, aunque sea un poco, el campo que quedó atrás. Así, al cabo de las décadas, la Estación Central quedó dentro de la ciudad. Joaquín Edwards Bello retrató en El Roto las interacciones humanas de la época.
Hoy esa historia se está destruyendo. Laureano Cabrera vive en una casa del barrio hace más de 30 años. Me lo cruzo tocándole –sin éxito- el timbre a un vecino, uno de los pocos que le van quedando. “Con los edificios está la incomodidad de las casas comunes. En eso se nota la diferencia”, dice. “No hay tanto solcito como en los días naturales, no se puede hacer nada contra eso. Yo no viviría en esos edificios. No, no, no. No me acostumbro. Me gusta más la parte campo. En el campo uno tiene animalitos, crías, una gallina, un conejito, sus cositas. Aquí se nos quitó el sol. A algunas casas se les quitó el sol todo el día. Sombra de acá, sombra de allá, sombra de este lado”, dice señalando a cada uno de los edificios que cercan el barrio.
“Quizás es mejor vivir en un departamento que encuentre sol por algún lado en vez de en una casa”, agrega soltando una carcajada que proyecta más pena que otra cosa. “Y va a seguir aumentando, pero en la tele están diciendo que parece que van a poner cierta medida a los edificios. Pero ya hay varios que están listos”.
Laureano Cabrera se refiere al nuevo plan regulador que entró en vigencia este miércoles en la comuna de Estación Central, que establece un límite de 12 pisos a los edificios que se construyan en el eje de la Alameda en la zona que comprende Las rejas, 5 de abril, Porto Seguro y Ecuador. En el mismo sector, en las calles interiores, las estructuras no podrán superar los cinco pisos.
“Ahora está peor. Yo estoy pensionado, me tengo que ir luego de acá, buscar otra parte”, dice Cabrera antes de emprender el regreso a su hogar.
Según el estudio Acceso Solar: Un derecho urbano para la calidad de vida vulnerado desde la gentrificación contemporánea, elaborado por Cecilia Wolff, Karen Vargas y Jorge Insulza, “las alturas máximas de edificación son sin duda uno de los factores que tiene mayor incidencia sobre el área de sombras arrojadas en el entorno. La altura promedio de 23,3 pisos para la comuna (de Estación Central) puede llegar a provocar sombras de varias cuadras durante la mañana y la tarde, siendo aún más extensas en invierno, cuando la trayectoria solar es más baja y cuando más se necesita de la radiación para calentar las construcciones”.
Chile posee una débil norma respecto de la regulación del acceso a sol y es evidente que las comunas, a través de sus planos reguladores, no se están haciendo cargo de la trascendencia de ese derecho. “Esto puede verse en el caso estudiado en la comuna de Estación Central donde no existe ninguna norma que abogue por respetar el acceso solar como un derecho, tanto para los ciudadanos originales como para los nuevos habitantes que llegan a vivir en las edificaciones de altura”.
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Las veredas de Toro Mazote han sido testigos de la construcción de inmensos edificios de treinta pisos con, al menos, 16 departamentos por piso, de uno o dos dormitorios. Hay edificios que ni siquiera son separados por un centímetro de aire. Algunos funcionan con un sistema de torniquetes en el cual los habitantes del edificio deben descargar una aplicación para identificarse y luego lograr el acceso. No está permitido no tener la aplicación o un celular inteligente. Se supone que en caso de emergencia los conserjes tienen la posibilidad de apretar un botón que tira al suelo cada uno de los tres torniquetes para facilitar la evacuación de las miles de personas que viven en un solo edificio.
Lorena vive y tiene un pequeño almacén en la calle Coronel Godoy, paralela a Toro Mazote. Convive con un edificio gigante a cada lado del negocio del que es dueña. Al almacén de Lorena lo separa de la calle una reja blanca que en esta mañana está abierta, pero que, según dice, cuando se asoma la tarde cierra definitivamente. “Esto viene de hace unos dos años. Se nota en el ambiente, en la gente. Hay mucha más delincuencia. Nosotros no podemos tener las cosas abiertas. Antes no teníamos rejas. Yo aquí podía dejar la puerta abierta y podía ir a comprar, sin reja”.
El negocio ni siquiera ha mejorado desde que llegaron miles de nuevos habitantes. Hay mucha competencia, llegaron más almacenes. “Los edificios están de más. Se fue mucha gente, se enfermó mucha gente. Se perdió la vida de barrio. Tampoco hay privacidad. Este año ni siquiera pude sacar la piscina, porque están todos los edificios mirando. Hicieron un gran daño, acá ya ni hay niños”.
Todos los 18 y las pascuas Lorena, junto con otros vecinos, cerraban la calle y hacían fiestas. “Era todo para los niños, pero ya no se puede hacer, porque ya no quedan niños”.
Quedan pocos árboles y los pocos que quedan no son precisamente un reflejo de vida.
El papá de Lorena vive en Estación Central hace 83 años. Llegó cuando las calles estaban hechas de piedra. Lorena dice que no puede irse mientras él viva, que no le puede hacer eso. “Si yo saco de acá a mi papá, sé que tengo que comprar el cajón al tiro. Él ha estado enfermo, tiene depresión”.
– ¿Depresión por esto de los edificios?
– Sí.
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Margarita arrienda una pequeña pieza al frente del almacén de Lorena por $107.000. Eligió el barrio porque le queda más cerca del terminal. Viaja todos los fines de semana a Valdivia porque tiene a su familia allá y “para airearme un poco de este smog. El aire y el agua acá es tan diferente. Yo cuando llegué a Santiago me desesperaba en las noches, me ahogaba”.
“En este arriendo no estoy muy cómoda, entonces me puse a ver departamentos, pero los miro para arriba y me da miedo. Y si viene un temblor… Y ni que fueran bonitos. Si yo por trabajo no más que estoy acá, si yo ya me voy. Estoy desesperada por irme, ya no aguanto más. Se puso fome Santiago. Aquí era más tranquilo, ahora tanta gente, uno de repente no conoce a las personas y le da miedo un poco. A veces hay que salir temprano. Yo llego atrasada a mi trabajo de repente”, dice.
La pérdida del sol y del barrio repercute tanto en los chilenos y chilenas que habitan el barrio como en los miles de extranjeros que han encontrado un hábitat en las monumentales moles que rodean la Alameda en Estación Central.
Al otro lado de la arteria, en su vereda norte, se termina de construir otra tremenda estructura. Las que se edificaron a un costado de la avenida San Alberto Hurtado, igual de grandes pero de otro material, lucen como sofisticadas obras arquitectónicas al lado de los bloques de Toro Mazote. El nuevo plano regulador, dicen los vecinos bajo la sombra a las 12 del mediodía, ha llegado demasiado tarde.