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Margot Loyola en primera persona: “Mi vocación es un amor casi enfermizo por la tierra”

Un 15 de septiembre de 1918 nació Margot Loyola Palacios, figura fundamental para la cultura popular chilena. Para celebrarlo, en Radio Universidad de Chile escogimos fragmentos de una extensa entrevista que concedió al recibir el Premio Nacional de Artes Musicales. Una conversación que rescatamos para decir: feliz centenario, maestra.

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  Sábado 15 de septiembre 2018 8:20 hrs. 
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Esta entrevista fue realizada por Agustín Ruiz Zamora para el número 183 de la Revista Musical Chilena, publicado en enero de 1995. Además de una larga conversación, el artículo incluía fotografías, una discografía y una bibliografía de Margot Loyola Palacios. El original se puede leer acá. 


¿Cómo surgió en usted el deseo de ser artista?

Desde muy niña fui aficionada a los escenarios y deseé ser artista. Los primeros artistas que vi fueron los del circo. Recuerdo a una mujer vestida de mariposa: “¡Ay! yo quiero ser esa mujer vestida de mariposa que se cuelga de los dientes y vuela”. Después vi a una mujer con un quitasol sobre la cuerda floja, “esa mujer tengo que ser yo”. No conocía otra cosa. Pero un día mi padre me llevó a la ópera, -debo haber tenido unos ocho años-. Recuerdo muy bien que estábamos en la galería del teatro de Linares. Todos roncaban, pero yo tenía los ojos bien abiertos. “¡Esto sí! quiero ser cantante”. De ahí tomé el hilito.

¿Y sus hermanos hacían música?

Mi hermana Estela. Yo canté con ella. Tenía una voz prodigiosa. Ambas estudiamos después con Blanca Hauser, una mujer que ha sido muy importante en mi vida. Formamos un dúo y comenzamos a cantar. Ella hacía la primera voz y yo la segunda; le llevaba las de abajo, como dicen en el campo.

Después de diez años de ir juntas, nos separamos. Ella siguió otro rumbo y yo tuve que empezar a cantar sola. Para mí fue tremendo porque mi hermana me hacía falta al lado. Me hacían falta ella, su guitarra y su primera voz… Me costó muchísimo llegar a cantar sola.

¿Cómo aprendieron el canto y la guitarra?

Como toda la gente en el campo: por tradición. Mi mamá nos enseñó sus canciones. Primero fue El imposible y la postura de Re mayor. Luego, nos enseñó el rasgueo, cantaba la primera voz con mi hermana Estela. Después, cantaba la segunda conmigo y Estela hacía la primera voz sola. Hacer segunda voz fue algo que me costó mucho, porque era mi hermana la de la gran voz. Así se estudiaba, por puro oído.

Pero mi hermana algo aprendió de Violeta Parra. Esto lo supe poco antes que Estela muriera. Nosotros vivíamos en Curacaví y en una oportunidad pasó un circo donde venía la Violeta, que cantaba y tocaba guitarra. Entonces, Estela fue donde Violeta y ella le enseñó algo de guitarra. Pero sólo guitarra, porque todo lo que nosotras cantábamos por esos años, era enseñado por mi mamá.

¿Cómo fue que se dio a conocer el dúo Hermanas Loyola?

Fue en la época que mi madre regentaba la botica de Curacaví. Ahí vivimos tres o cuatro años y fue entonces que empezamos a cantar con Estela, ya como profesionales.

Un día que estábamos cantando en la “trasbotica”, pasó un señor que viajaba en su auto a Viña del Mar. Entró a comprar algo y nos oyó cantar. Le preguntó a mi mamá: “¿Quiénes cantan?” y ella le contestó: “Mis hijas”. “Qué hermosas voces, –comentó el joven-, ¿no han intentado ir a la radio?”… “Ahí está, fIjate que sería bueno que fuéramos a la radio”, dijimos. ¡Y a Santiago los boletos! Nos presentamos en Radio del Pacífico, en un programa en vivo donde el auditorio elegía su preferencia. Toda la gente votó por nosotras. Ganamos el concurso, la radio nos contrató y ahí empezamos nuestra carrera.

Pero antes de llegar a la radio, ¿tenían ya alguna experiencia en los escenarios?

El primer escenario que recuerdo es el teatro de Curacaví. Éramos muy jóvenes cuando comenzamos a presentarnos ahí. Yo tocaba piano y mi hermana cantaba con su guitarra.

Además, bailábamos. Estudiaba danza con Cristina Ventura así que yo misma creaba las coreografías. Inventé un vals con la música de Nelly, donde hacíamos sonar unos palos. Después se me ocurrió lo de las Mariposas durmientes. Dos mariposas, una flaca y la otra gorda, bailaban con música del Danubio azul. También bailé los Momentos musicales con una corneta y toda vestida de blanco. Pero mi primer estreno en este teatro fue Czardas, de Monti, con un vestuario que diseñé con una cortina de la casa. Hacíamos las leseras más grandes que se han visto sobre la tierra. Yo no sé cómo iba público.

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¿Qué repertorio hacían Las Hermanas Loyola?

Teníamos un repertorio bien estrecho. Algunas tonadas tradicionales que nos había enseñado mi madre. Luego, en Santiago y Valparaíso, nos tomaron personas que nos entregaban composiciones que no se ceñían a los parámetros del estilo tradicional. También cantamos algunas cosas de Donato Román. Nosotras éramos muy jóvenes para discernir qué era lo que estábamos haciendo.

¿Cómo continúa la carrera del dúo?

Más adelante, nos vinimos a Santiago. Mi madre había comprado la farmacia Venus, en la calle Santos Dumont. Un día llegó hasta ahí un señor precioso con un sombrero muy alón; don Carlos Isamitt, acompañado de otro señor, Carlos Lavín ¡a escucharnos, nada menos! No tenía la menor idea de quiénes eran ni lo que iba a pasar. Nos oyeron cantar y dijeron: “sí, estas niñas nos sirven”. Nos llevaron al Instituto de Investigaciones del Folklore Musical de la Universidad de Chile -mire usted la suerte-, y empezaron a orientarnos. Ahí conocí a Pablo Garrido, a Eugenio Pereira Salas y a tanta gente importante.

Tiempo después grabamos Aires tradicionales y folklóricos de Chile junto a Las Hermanas Acuña, Elena Moreno y algunos cultores que don Carlos Isamitt trajo del sur. Fue un álbum con diez discos de 78 rpm. Así, con la guía del Instituto de Investigaciones del Folklore Musical realizamos las primera grabaciones.

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¿Cómo llegó usted a trabajar en las escuelas de temporada de la Universidad de Chile?

Fue por una invitación que don Juvenal Hernández me hizo después que me vio bailar cueca. Me dijo: “Esta cueca tiene que enseñarse en las escuelas de temporada”. Yo le repliqué: “¿Pero cómo, si yo no sé lo que hago?”. “No importa -me dijo- usted tiene algo de los campos, así que va allá, se para, enseña lo que puede y aprende”. Me contrató para la escuela de temporada en Santiago. Me fui donde Oreste Plath, que en esa época también hacía clases en las escuelas de temporada. El sacó de mí lo que yo había aprendido en los campos y rodeos y así me orientó para comenzar esta nueva etapa.

Me inicié como maestra de estos cursos que tuvieron un éxito extraordinario. Cursos que en 1949 empezaron en Santiago y después se hicieron en todo Chile.

Usted ha desarrollado un importante trabajo docente que inició a fines de la década del 40…

Sí, algo más de cuatro décadas de escuela. Primero fueron 14 años en la Universidad de Chile. Luego, el año 1972 comencé a trabajar en la Universidad Católica de Valparaíso. Hace diez años que estoy trabajando en las escuelas de temporada de la Pontificia Universidad Católica, en el Departamento de Estética, además de algunos cursos esporádicos que he realizado en otras universidades.

¿Cuáles han sido los frutos de este trabajo?

Bueno, mis alumnos están en todo Chile, claro que hay alumnos y alumnos. Indudablemente que el alumno más persistente ha sido Osvaldo Cádiz, que llegó a trabajar conmigo el año 1958. Él ha sido absolutamente leal. También Matilde Baeza. Esos han sido los dos ayudantes que he tenido en las escuelas de temporada. Pero hay muchas otras personas. René Carreña, actual rector de un liceo de Rancagua. Él estuvo mucho tiempo trabajando conmigo. Juan Pérez Ortega, que realizó sus primeros trabajos de terreno en la tierra de Osvaldo Cádiz. Con estas dos personas y Osvaldo formamos un equipo de trabajo que fue importante porque todos llegaron a ser destacados maestros y estudiosos.

Pero también hay muchos conjuntos folclóricos que algo han aprendido conmigo. Primero el conjunto Cuncumén, luego el Millaray. De ahí que Gabriela Pizarro también se considere mi alumna. Ella es un caso muy especial; siempre ha estado cerca mío y hemos compartido la misma línea. También los miembros del Ancahual tomaron algunas clases. El conjunto Palomar siempre ha estado en constante relación conmigo y con el conjunto de la Escuela de Música de la Universidad Católica de Valparaíso he desarrollado un trabajo permanente. Este último grupo ha sido importante porque desde 1974 nos ha permitido formar muchísimos maestros que hoy están a través de todo el país. Todos ellos son alumnos de nuestra escuela.

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Muchas veces le he oído decir que no se considera una investigadora porque no trabaja para la elaboración teórica. Sin embargo usted investiga. ¿Para dónde apunta su investigación?

Todo lo que yo investigo está relacionado con el hombre. Por eso, cuando voy al medio me pasan dos cosas: primero vivo, no pienso. Vivo el paisaje, me emociono. Descubro al hombre y aprendo de él todo lo que pueda y quiera enseñarme. Gozo viendo caminar a una mujer. Me gusta oírlas, mirarlas, tocarlas, me gusta descubrir la dimensión humana. Así aprendo cosas que ni he pensado preguntar. La observación directa y el acercamiento personal son lo primero que experimento. Luego grabo y posteriormente estudio. Indago, veo parámetros musicales, rasgos estilísticos, etc. Después, pienso.

Sin embargo, últimamente he descubierto que estoy sintiendo y estudiando simultáneamente. Eso fue lo que me ocurrió en México estudiando la chilena. Después aplico lo aprendido en la interpretación. Ahora… ¿Cómo sale la interpretación? Eso en mí es un problema muy largo. Ya sea que se trate de una danza o una canción, tiene que haber en mí previamente una compenetración, sólo entonces puedo proyectarla. Pero ese es un proceso demoroso. Llegar a bailar el cachimbo me tomó cinco años. Para interpretar una machi fueron siete años.

Y no crea que puedo internalizar todo lo que encuentro: de las cosas que yo veo y oigo y de los personajes que conozco, sólo entre un 10% y 20% quedan dentro de mí.

Usted centra su investigación en el hombre…

Sí, pero se debe tener muy presente que hay una gran diversidad de identidades. Por eso en cada parte uno debe adaptarse a la gente y a las condiciones. Es necesario ser empático con quién se está tratando.

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¿Y cuándo surge en usted esta necesidad de rescatar lo nuestro?

Yo no creo que mi trabajo sea tan necesario para el estudio. Más bien pienso que soy yo la que necesito del pueblo y de las cosas maravillosas que tiene. No creo que para mí sea tan imprescindible rescatar. Tal vez sea bueno para escribir la historia musical. Pero para mí lo más importante es vivir. De todo lo que yo hago, lo que más me gusta es vivir en el contexto que estudio.

¿Con qué materiales trabaja usted?

Siempre trabajo con lo que veo. A veces dicen que Margot Loyola estudia cosas de museo, cosas antiguas. No, yo bebo de lo presente. Lo que pasa es que aún queda mucha gente que recuerda la música que se cantó y bailó en otras épocas. Son repertorios que de una u otra manera están siempre presentes.

¿Dónde radica la belleza de las cosas que usted estudia?

Antes hablaba de estética. Ahora no, porque he descubierto que todo lo que es auténtico y representativo del hombre de mi país es bello e interesante, por todos los símbolos y los signos que van detrás de eso. Por tanta vida, por tanto dolor y alegría que hay bajo eso.

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Han pasado casi 50 años desde que usted grabó el primer disco y la tecnología ha cambiado. ¿Cómo afecta esto a la calidad musical de la grabación?

Antes, grabar era muy fácil. Todo se hacía directamente y las cosas salían muy rápido. Hace mucho tiempo grabamos para RCA un long play con 16 temas de música pascuense. Empezarnos a las dos de la tarde y terminarnos a las siete. Participó un conjunto de isleños que en el estudio no hizo nada de lo ensayado, pero salió tan bien, que en el sello quedaron fascinados. Uno escucha la grabación y se siente algo vivo, muy testimonial.

Ahora la cosa es muy complicada. Se trabaja para obtener un sonido perfecto, pero se sacrifica la interpretación. Es horrendo. Hay que repetir tantas veces, no están los músicos presente, ellos graban aparte y todo separado; no me puede gustar corno se está grabando ahora. Yo siento que es un sonido sin alma.

En su largo trabajo usted ha reunido diversos materiales, todos de relevancia para la comprensión de nuestra cultura. ¿Qué pasa con todo ese material?

Yo creo que el mayor material está dentro de mí, porque es parte de mis vivencias y mi historia personal. Sin embargo, se ha juntado material -que no es mucho- y pienso que debería quedar en una fundación. No quiero que quede tirado a los cuatro vientos como pasó con María Luisa Sepúlveda o con otras personas que, una vez muertos, el valioso material que habían reunido se aventó.

Tengo entre mis cosas un libro del gran investigador Jorge Urrutia Blondel. Un obrero lo encontró en el patio de una casa, ¡botado! Sería tremendo que mis cosas -que he recogido con tanto amor y sacrificio- quedaran dispersas. Bueno, y creo que es usted, Agustín, el que tiene que poner orden en esto. Eso quiero que se diga.

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Pasando a otro tema. Usted siempre ha centrado su interés en el hombre, el sujeto. ¿Quiénes han sido los latinoamericanos que más la han impresionado?

Uno en particular: José María Arguedas, ¡qué tremendo! A ese hombre lo mató el dolor del indio, la angustia de toda su vida. Fue muy generoso conmigo. Recuerdo que íbamos a los famosos coliseos populares donde llegaban indios de diferentes localidades del Perú a bailar sus danzas, lugares donde generalmente había muy poca gente mestiza. Yo no podía resistir el ímpetu y subía a los escenarios. Eso llamaba la atención porque se notaba que no era peruana y que tampoco era india. Estábamos tardes enteras. ¡Ay! Esos rostros de los indios que no podían entrar al coliseo por falta de dinero, quedaron en mí como la angustia misma de José María Arguedas.

Íbamos todos los domingos y él me orientaba. Ahí vi la propuesta del hombre que lo hace por vida y la del que lo hace sin alma, donde sólo hay canto y movimiento repetitivo. Así aprendí a distinguir lo auténtico de lo falso que puede haber en esto. José María Arguedas me enseñó eso. Fue una persona muy leal. Cuando vio cómo trabajaba yo en la marinera y resbalosa peruana, escribió un artículo muy lindo sobre mí que causó molestias en Perú, porque se lamentaba que Ima Sumac no hubiese seguido un camino similar al mío.

Sin embargo, este artículo me valió una invitación al Cuzco por parte del gobierno. Estuve un mes viviendo con los lugareños y no hice más que eso. ¡Qué iba a tomar de sus bailes, si un huayno tenía como 80 variantes! Me impactó el hombre de la sierra y su capacidad para expresar su dolor en la danza y la música. Un dolor salvaje que llega a ser como un opio. El indio canta y baila echando fuera todas sus antiguas penas. Eso es de una fuerza impresionante. Parece alegre, pero detrás de esa apariencia está el dolor. El mismo dolor y angustia que por siempre acompañó a José María Arguedas.

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Margot, quiero preguntarle por Violeta Parra. ¿Cómo fue su relación con ella?

Violeta empezó antes que nosotras, pero nos conocimos mucho después. Yo ya estaba vinculada a la Universidad de Chile y la llevé a las escuelas de temporada, pero no le fue muy bien. El público no sabía apreciar su enorme talento.

También tenía un tremendo temperamento. En una oportunidad fui invitada a unas jornadas latinoamericanas de estudiosos del folclor y Violeta no fue convidada. Me pareció muy injusto y le ofrecí parte del tiempo que me correspondía. La anuncié: “Aquí en Chile, tenemos un gran valor que deseo que conozcan, así que voya pedir que suba mi comadre Violeta Parra”. La Violeta subió con su guitarra y dijo: “A mí me gusta entrar por la puerta y no por la ventana, por lo tanto, comadre, yo no le voy a cantar a ninguno de esos ( … ) que están allá; le voy a cantar a usted”. Se dio la media vuelta y, dando la espalda al auditorio, me cantó.

Nos aveníamos mucho en lo humano, porque al igual que yo, era una mujer llena de dudas y angustias. ¡Nos unieron cosas tan dolorosas! Yo fui madrina de su última hijita, que muere cuando ella tiene que viajar a Europa. Yo no pude quedarme con la guagua porque no tenía casa y eso lo sentí mucho. En lo artístico también compartimos mucho y no existía esa rivalidad que tendenciosamente se ha querido presentar. Ella tenía su camino y yo el mío.

Cuando comenzó la Peña de los Parra en la calle Carmen, ella me invitó unas cuantas veces. Pero después mi comadre se fue a La Carpa de La Reina. Eso era muy desolador, la carpa siempre estaba casi vacía porque quedaba muy lejos. Ahí canté muchas veces, entonces ella bailaba con Osvaldo, a quien quiso mucho; el Negro le decía. También iba su hermano Roberto y salían cosas bien bonitas: se bailaba cueca de tres. Ya en ese tiempo estaba muy sola. Era una mujer muy vehemente e intransigente, por eso muchos la abandonaron y éramos muy pocos los que llegábamos a la carpa.

Yo conocí el lado que muchos no vieron, porque ella no confiaba en cualquier persona. Recuerdo que después de la presentación del año 1960 en el Teatro Municipal, ella fue a saludarme al camarín y me dijo: “Margot, eres la gran intérprete de Chile”. Fue una mujer genial y a pesar que llevó una existencia muy dolorosa, era capaz de imaginar y crear cosas bellas.

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Margot, ¿por qué ha dedicado su vida a hacer todo esto?

Por vocación. Y creo que con eso se nace. Mi vocación es un amor casi enfermizo, neurótico tal vez, por la tierra. Yo no lo puedo explicar, pero es un amor que me hace llegar a las lágrimas, porque siento todo el país dentro de mí, todos los caminos, todas las desesperanzas y esperanzas, los sufrimientos.

Yo tuve otras oportunidades. Me inicié tocando piano. En la Unión Soviética querían que hiciera Carmen y en Chile algunos músicos me sugirieron lo mismo. Pero nunca pude cambiar la tonada o la cueca por la Carmen, porque la habría cantado unas cuantas veces y habría perdido todo lo que me identifica. Nunca he pensado cambiar lo que tengo, porque lo amo intensamente y porque es mío.

Margot, atendiendo a los aspectos personales de su trayectoria, ¿a qué le atribuye el éxito que ha tenido: a la suerte, a la perseverancia o al talento?

Si las Loyola hubieran nacido en esta época no habrían llegado ni a la esquina. Nosotras pudimos comenzar, sobrevivir y avanzar, gracias a la época. Y tal vez a la Violeta le habría pasado igual.

Yo tengo muchas limitaciones, pero soy modesta, no tengo apuros ni ambiciones. Las cosas que he realizado creo haberlas hecho bien. Por eso me siento una mujer realizada, que ha tenido mucha suerte a pesar que mucho me ha costado. Me siento muy agradecida de Dios y pese a que nunca quedo totalmente conforme con lo que hago, no me siento frustrada.

¿Cómo vive el presente, Margot?

He tenido que esperar una vida entera para esto (refiriéndose a su vida familiar). Se puede decir que tan sólo hace cuatro años he recuperado mi hogar, cuando nos casamos con Osvaldo. Para tener esto que usted ve, tuve que esperar toda una vida. Antes, tenía el hogar de Cristina Miranda, que era su hogar pero no el mío. Seguramente, por eso siempre soñé con casas vacías. Esos fueron mis sueños de siempre, casa vacías, vacías. Y del momento en que nos casamos se terminan las casas vacías… y usted ve que esta casa está llena… y soy muy feliz.

Fotos: Academia Nacional de Cultura Tradicional Margot Loyola Palacios. 
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