Neruda y Arrau
Lo vi por primera vez en un recital, leyendo con rítmica parsimonia y voz monofónica sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada y luego escapar del halago con que algunas mujeres palpitantes de emoción lo rodearon.
Alfonso Bulnes lo había presentado como “uno de los más grandes valores de la poesía contemporánea”. Esto me había impresionado tanto como escuchar muchos de estos poemas que ya había leído, posiblemente cuando no tenía más de quince años.
Llegué a conocerle un tiempo después. Sabía que él consideraba que la historia de su poesía era una “de aguas, pájaros, bosques y pueblos”. Yo habría agregado una de rocas, cumbres y distancias para describir al Pablo Neruda total.
En compañía de mis amigos Fernando Sanhueza y Tito Mundt fuimos a visitarlo a su casa en Santiago, anterior a “La Chascona”. Fueron sus cosas –colección de conchas marinas, tarjetas postales-, sus muebles, sus vinos, las que me lo revelaron, más allá de su hablar monótono e indiferente que ya le conocía y no cambiaba, de leer su poesía a charlar con sus amigos.
Al saber que yo era músico me repitió aquello de que se acusaba con frecuencia, de ser incapaz “de distinguir la Sonata para violín y piano de César Franck de la ‘Canción de Yungay’”; lo que nunca creí que fuese así, en un ser que maneja el discurso poético y la alegoría con la soltura y transparencia que lo hace.
De ahí en adelante nuestras vidas transcurrieron en la distancia. Por mi parte en una creciente admiración de su obra. Solo mis encuentros circunstanciales y muchos en la distancia de las rocas en Isla Negra, fueron las excepciones.
Una lamentable circunstancia, que no imaginé me asociara a él, nos apartó por un tiempo. Se había organizado un programa en el Teatro Caupolicán, auspiciado por el llamado “Congreso de la Cultura”, en el cual habían comprometido a mi amigo Claudio Arrau, quien estaba de paso en Santiago, a tocar un par de obras. Días antes de la realización de este evento, apareció en mi casa Paxton Hadow, agregada cultural de la embajada de Estados Unidos, para informarme que este era auspiciado por el Partido Comunista y que la actuación de Arrau lo exponía a que no se le permitiese entrar de regreso a este país, donde él residía. Sin más consideración lo informé de esto y él se excusó de participar dando alguna razón que desconozco.
Unos días después me encontré con Pablo Neruda por la calle, con quien creí que nos íbamos a dar la mano, pero él no se detuvo y al pasar me dijo “eres un corre-ve-y-dile”. Felizmente esta situación no se prolongó.
Transcurridos unos años tuve que pedirle permiso al poeta para emplear algunos fragmentos de “Alturas de Machu Picchu” y de “América, no invoco tu nombre en vano” en una obra que me había comisionado la Universidad de Cornell. A mi carta solicitando su aprobación para combinar versos de uno y otro poema, repetir palabras y cambiar singulares por plurales, respondió lacónica y afectuosamente: “Querido Juan; haz lo que estimes conveniente, te abraza, Pablo”.
Wagner en gramófono
Desde muy temprano en mi adolescencia escuché el tercer acto de Tristán e Isolda de Wagner en unos discos grandes y quebradizos, ordenados en un álbum voluminoso que mi padre había traído a casa. En esos años se hacía necesario revertirlos o cambiarlos cada cuatro minutos, además de tener que activar el gramófono con una manivela especial, para poner en marcha el mecanismo que mantendría escasamente por este tiempo la tonalidad en que la música había sido escrita. Solo así podía escucharse la música grabada y muchas veces lo hicimos antes de conocer los dos primeros actos de una ópera, como fue el caso para nosotros de “Tristán”. Mi hermano menor, Nano, participaba en estas audiciones familiares y siempre se lo observaba absolutamente hechizado por la obra, que más tarde llegó a ser parte de sus más profundas emociones.
Mi madre nos había relatado su argumento –imagino que en una versión para menores- y nos permitía ojear un libro ilustrado que mantenía en el estante de su dormitorio, traducción al francés de la leyenda céltica que inspiró a muchos escritores, incluyendo a Gottfried von Strassburg, quien sirvió de base a Wagner para escribir su libreto. Tanto Nano como yo mirábamos con frecuencia las ilustraciones de este libro, sobre todo la imagen de una hermosa Isolda de larga cabellera rubia, que nos anticipó el erotismo del melos wagneriano.
Recuerdo a Nano en los últimos años que compartimos la casa familiar y –aun después- sumergido en la música y el drama, escuchando en su dormitorio oscuro los discos ya ajados de nuestro “Tristán”.
La visión del drama que estos primeros discos me dejaron –y así me lo confesó Nano también-, nunca fue igualada por las presentaciones en vivo que nos cupiera escuchar en los teatros de ópera. Yo lo vi por primera vez en el Metropolitan Opera House. Me atrajo profundamente escucharlo en continuidad absoluta, sin las interrupciones mecánicas del gramófono, con las voces sorprendentes de Lauritz Melchior y Helen Traubel en los papeles protagónicos y una orquesta luminosa, aunque la escena me pareció en todo momento insuficiente para las perspectivas, sombras, luces y talante de los personajes que la música y el libro de mi madre habían establecido en mi imaginación.
Enseñar es aprender
Los años dedicados a la enseñanza de la composición –veinte en Chile y veintiocho en Estados Unidos- han constituido una lección permanente que me abrió un camino de experiencias valiosas a mi propia creación.
En ambas aulas –la del Conservatorio Nacional de Música, en Santiago y la Escuela de Música de la Universidad de Indiana, en Bloomington-, el testimonio de los que escucharon mis consejos o defendieron sus ideas frente al manuscrito de su obra extendida en el atril del piano, hasta hoy día me enseña que no hay método ni técnica mejor para darle continuidad e interés a lo que se quiere expresar que el reconocer su motivación, e identificar el gesto expresivo más adecuado para extenderlo. Esto es básico desarrollarlo en la enseñanza de la composición, procurando situarse en el discurso que el alumno propone, para abrirle acceso a la solución más adecuada.
Muchos son entre los que recuerdo de mis discípulos, de quienes aprendí lo más esencial en esta tarea.
Quilapayún, juglares
El conversar sobre estos juglares de la “Nueva Canción Chilena” (Quilapayún) me revive el año 1980, cuando les escribí Un canto a Bolívar, sobre el poema de Neruda, para voces e instrumentos populares, mucho de los cuales solo conocía por su presencia en las páginas de la etnomusicología indoamericana y alguna grabación. Desde París, donde residían en el exilio de la dictadura en Chile, uno de ellos, Eduardo Carrasco, en amables y muy precisos mensajes postales, me abrió el camino en el pentagrama y la ilustración en “cassettes” hacia las quenas, antaras, cuatros, tiples, charangos que ellos tocaban y me proveyó una información detallada de las técnicas en la guitarra que dominaban y el timbre de sus voces.
Por esta nueva senda de la música popular en que se apoyaba el Quilapayún, ya había sido atraída por Violeta Parra y sus hijos, por Rolando Alarcón y Víctor Jara, y después por la extensión de esta hacia otros conjuntos como el Inti-Illimani y también por las obras que habían motivado a mis colegas Luis Advis, Sergio Ortega y más tarde, Gustavo Becerra, a escribir las propias en el espacio de la música culta derivada de la “Nueva Canción”.
(…) En todo esto encontraron los del Quilapayún el cauce de sus canciones expandidas a un conjunto de siete cantantes y al “sonido profundo y nostálgico de los instrumentos nortinos”, como lo describe Eduardo Carrasco.
Yo encontré en el Bolívar de la “Gran América” mi lugar en la “Nueva Canción” de estos juglares, mi motivación para escribirles esta obra que luego grabaron en Francia y que el vocero del conjunto, Eduardo Carrasco, en su libro La revolución y las estrellas premió expresando que era “una de las más hermosas que hemos grabado”.
“Todos me dicen Lenny”
Le conocí en Tanglewood cuando era un joven de 27 años y los grandes de allí le reconocían su talento como excepcional. Mi maestro, entonces Aaron Copland, era uno de ellos, quien manejaba su admiración con cautela, temeroso de estropearlo. Sergei Koussevitzky era otro, aunque menos cauteloso en este sentido. Yo lo observaba desde lejos lucir su chispa y su imagen ante sus compañeros, en el hermoso parque donde se realizaba esta Escuela y Festival de Verano. Un día, rumbo a un ensayo de la Sinfónica de Boston, se me acercó y me dijo: “I am sure you know I am Leonard Bernstein, but everybody calls me Lenny” y luego me habló de sus éxitos en la música, especialmente como director. Nada me preguntó sobre mí, ni por qué estaba allí, qué estudiaba, de dónde venía.
Semanas después supe de su romance con Felicia Cohn Montealegre, nuestra amiga chilena de juventud, que entonces vivía en Nueva York. Al cabo de un embrollado noviazgo que duró cuatro o cinco años, contrajeron matrimonio. A esas alturas Leonard Bernstein ya era un director reconocido en el mundo y cada vez parecía más seguro de su genio y figura (…).
En la oportunidad de su visita como director de la Filarmónica de Nueva York a Chile en 1958, caminé con él y Felicia por la rambla a orillas del Pacífico en Viña del Mar. Era el día de un mar especialmente encrespado, de olas que azotaban con furor las rocas y espumas fecundas que se extendían en el espacio total de una costa generosa. Él habló de sus experiencias en otras costas, se contempló a sí mismo al filo de los muchos océanos a que su brillante carrera lo había llevado y nada dijo del abrazo con que la costa chilena lo recibía, a pesar de las entusiastas expresiones de su mujer y mías.
Diez años después lo invité a dictar una clase maestra a mis alumnos de composición en “Indiana University”, donde expuso con brillo sus ideas y rememoró sus primeros años y éxitos como director y compositor. Luego respondió con generosidad las preguntas que se le hicieron. Fue la última vez que compartimos un espacio en este mundo, del que siempre se apropió con espontánea naturalidad y la convicción de ser el único y más atrayente en su suelo.
Stravinsky: corbatas y calcetines
En los primeros días de la visita a Chile de Igor Stravinsky tuve la desventura de estar guardando cama con una bronquitis.
Felizmente, al final de su estadía, me recuperé y pude asistir al concierto de obras suyas y a una cena íntima pactada desde Estados Unidos, por mi colega y amigo Claudio Spies y su madre, para que yo pudiese conocer al maestro (…).
Cuando apareció con Vera, su mujer y el compositor Robert Craft, su biógrafo y asistente, las fotografías del maestro y dibujos de Picasso se me hicieron reales y el corazón me latió más acelerado. Poco a poco se me hizo más real y humano. Lo observé, durante la cena, indiferente hacia los comensales, fuera de expresar su aprobación a la comida y vinos.
Con el propósito de iniciar una conversación, pensé preguntarle si estaba contento viviendo en Los Ángeles y me acordé entonces haber leído sobre su respuesta cuando se le había preguntado que cómo podía explicar que viviendo cerca de Hollywood nunca había escrito música para el cine. “No hay mejor forma de evitar el pecado que vivir cerca de este”, respondió.
La señora Spies le preguntó cuáles eran –a su modo de ver- los mejores directores del presente y le contestó que “los directores que pueden dirigir son, en general, mejores que los otros”. Lo que hizo reír a todos.
Al terminar la cena se sirvió el café en una sala-escritorio contigua, de la cual –casi por compromiso- fueron todos retirándose; las damas portando algún diálogo frívolo y los demás observando los cuadros en las paredes, hasta dejarme solo con el maestro; yo confundido y Stravinsky de pie revisando la biblioteca. Sorpresivamente se me acercó pidiéndome permiso para palpar mi calcetín en la pierna que tenía cruzada sobre la otra. Lo hizo prudentemente, incluso antes de ser autorizado y me preguntó si eran chilenos y dónde podría encontrar esta clase. Le indiqué algunos establecimientos cerca del hotel donde se hospedaba. Luego me pidió que le recomendase un buen boliche donde adquirir corbatas finas y de ahí en adelante nuestra conversación versó sobre calcetines y corbatas. Me informó sobre sus preferencias en estos rubros y contó algunas anécdotas relacionadas, hasta el momento en que Craft entró para anunciarle que era hora prudente para retirarse.
Este fue el tópico de nuestro intercambio; sin duda humano, único, inesperado y más que nada, extravagante para los demás huéspedes, quienes seguramente imaginaban que habíamos sostenido una conversación, aunque breve, sobre un tópico de la música.
Al despedirse de Carmen con un beso de mano, el maestro le expresó que ella tenía un esposo muy inteligente.
Cómo y cuándo
El “cómo” llegaremos al fin del camino en esta vida y “cuándo” sucederá no hay forma fácil para establecerlos, pero la verdad es que desde hace tiempo el pensar en ello me retorna y sin señales que me provoquen preocupación. Pienso a veces que mis antepasados y contemporáneos, o los amigos que ya cruzaron el umbral hacia el más allá, penetran en mi mente para inducirme a que esté preparado, aunque para “cuándo” y “cómo” no se me haya sido revelado.
Vivir bien en este mundo es tener conciencia de la muerte. A medida que la vida se extienda y la muerte se nos acerque, la urgencia de reconocerle su singularidad se nos hará cada vez más necesaria para recibirla con elegancia e ilusión. Deseo que fuese así, sin dolor físico, seguro que cuanto dejo es bueno para los que se quedan. A los más próximos, los deseo a mi lado ofreciéndome una que otra lágrima que rocíe el pasado que se me aparta.
Es nuestro “Apocalipsis” personal, dotado de la fantasía y el enigma que inspiró a Juan Apóstol en el último libro de la Biblia, pletórico de admoniciones y promesas, figuras y símbolos, que procuran explicar el fin ineludible, que no permiten anticipar el “cómo” y “cuándo” de su advenimiento.