Quisiera partir señalando que lo que hemos experimentado a nivel nacional y global en los últimos días constituye un fenómeno sin precedentes, una situación cuya excepcionalidad requiere, creo, primero un llamado a la sensatez, un mínimo criterio para comprender que la prioridad hoy es la vida, así como la salud física y mental de las personas. Sin embargo, lo que estamos viendo como respuesta en el ámbito de la educación en nuestro país dista mucho de la flexibilidad, la empatía y el sentido de justicia que circunstancias como las actuales requerirían.
Lo que vivimos estos días no ha hecho sino subrayar lo inadecuado de la aplicación de una perspectiva gerencial y de productividad en el ámbito de la educación, mirada que ha predominado por décadas en la política educacional chilena, desde la instalación de un modelo de mercado cuyas bases son la competencia, el individualismo, la segregación y la producción constante de resultados (y no necesariamente de aprendizajes). “Aprender sin parar” se denominan los materiales dispuestos en la plataforma del MINEDUC, lo que sintetiza el énfasis en la idea de seguir produciendo, como si la experiencia pedagógica y el aprendizaje profundo pudieran equipararse a la lógica de una cadena de producción industrial sin interrupciones.
Y así tenemos a muchos profesores y profesoras enfocados en asumir en carne propia la necesidad de ‘salir del paso’ y siendo los receptores de los descargos de diversos actores del sistema, en una lógica que sigue reproduciendo (y en muchos casos acentuando) el agobio, el agotamiento, la desmotivación profesional y la visión del docente como un mero técnico o ejecutor. Hay en este momento una gran cantidad de docentes que, por su compromiso profesional, están buscando responder de la mejor forma posible a los requerimientos que se les realizan para poder dar continuidad a la experiencia de aprendizaje de sus estudiantes. Ello ha implicado, en muchos casos, enfrentar problemas de conectividad y de actualización en el uso de diversas plataformas digitales, lo que los hace permanecer hasta altas horas de la noche creando guías, buscando materiales, respondiendo correos y mensajes de Whatsapp, sosteniendo reuniones virtuales, retroalimentando, e incluso teniendo que asignar calificaciones a trabajos en cuyo proceso de enseñanza y aprendizaje no han podido tener una acción profesional directa, que garantice la objetividad y pertinencia del juicio evaluativo. Agreguemos a eso que muchos profesores y profesoras son también padres, lo que implica asumir la doble tarea de hacerse cargo de sus hijos e hijas mientras trabajan para educar a los de otros padres y madres, y que a muchos de ellos se les han exigido ‘turnos éticos’ en los establecimientos, poniendo así en riesgo su salud y la de sus familias.
Esta falta de empatía y conciencia de justicia social se expande a los padres y apoderados, a quienes también se los recarga con la obsesión por la productividad permanente, pidiéndoles que asuman la tarea de asegurar que los niños, niñas y jóvenes sigan avanzando en la cobertura de un currículum que ya sabemos sobrecargado. En ello se ignora que muchos de estos adultos se encuentran realizando teletrabajo, y que varios de ellos deben seguir asistiendo a sus empleos, sin dejar de mencionar también las situaciones de precarización laboral y de atención de salud que muchas familias deben estar actualmente enfrentando. Todo esto redunda, a su vez, en una falta de sensibilidad profunda hacia quienes son los principales sujetos de la educación: los y las estudiantes. En una situación como la actual, hay prioridades asociadas a bienestar psicológico y emocional que están siendo desatendidas, además de desconocerse las formas en que niños, niñas y adolescentes aprenden mejor y de manera más significativa. A ello se agrega que la ya ampliamente conocida brecha socioeconómica que caracteriza por décadas a nuestro sistema educacional no podrá sino acentuarse desde los supuestos que parecen estar a la base de las medidas de las autoridades del área, ya que los padres y madres no están en igualdad de condiciones materiales ni formativas para hacerse cargo del aprendizaje de sus hijos e hijas. No será posible garantizar que el desarrollo de aprendizajes durante este período haya sido equivalente, dada la brecha digital presente entre diversos contextos, así como la diferencias en las capacidades de los apoderados para poder hacerse cargo de la educación de sus hijos… eso en los casos en que hay una familia de por medio.
Todo este escenario simplemente compulsivo por el rendimiento sin contemplaciones vuelve a dejar en evidencia aquello que ya se encontraba a la base del estallido social de octubre de 2019: la gran distancia y falta de sensibilidad que las autoridades demuestran frente a las condiciones de la vida cotidiana de los sujetos, en un contexto que requiere especialmente de apertura y capacidad de escucha. Es, en todo caso, una versión extrema de aquello que las comunidades escolares, especialmente aquellas que se sitúan en contextos de mayor desventaja socioeconómica, llevan viviendo en las últimas décadas. Vemos hoy, más que nunca, que esta lógica tiene que terminar, para llevar a cabo una transformación hacia nuevos sentidos, más coherentes con el proyecto de sociedad que la ciudadanía demanda. Así también, las medidas tomadas reflejan un profundo desconocimiento de naturaleza de pedagogía, algo comprensible cuando la educación se mira principalmente desde criterios economicistas. La labor pedagógica es, primeramente, una actividad entre seres humanos y, por ello, compleja, contextualizada, emergente. Así, la lógica de creación forzosa y apremiante de guías y calificaciones, y la generación de materiales descontextualizados, no hace sino atentar contra la naturaleza de la profesión y el saber docente, promoviendo una pedagogía mecanicista, automatizante, enajenante, muy lejana a lo que significa el logro de aprendizajes significativos para la vida de los y las estudiantes.
¿Qué medidas, entonces, serían razonables en un contexto como el que vivimos? Valoro la intención de resguardar el derecho a la educación de niños, niñas y jóvenes en circunstancias de crisis, pero hay que pensar en formas de trabajo factibles y sensibles con los diferentes actores de las comunidades escolares. Por una parte, creo que es primordial descomprimir a las escuelas de presiones que las agobian año a año, como es el caso de las pruebas SIMCE, cuya realización en un año tan excepcional sería simplemente brutal e injusta, tal como lo fue en octubre de 2019, cuando niños y niñas de 9 años se vieron sometidos a su rendición en circunstancias sociales, políticas y emocionales inadecuadas, poniendo en cuestión además la validez de los resultados que pudieran surgir en estas condiciones. Junto con ello, más que estar pensando en múltiples guías y calificaciones que sometan a esta productividad permanente, sin fin ni sentido, sería más pertinente estar trabajando desde ya en ejercicios de apropiación y priorización curricular, donde el centro estuviera no en la cobertura de contenidos, sino en aprendizajes centrales asociados a habilidades y actitudes que pudieran trabajarse en casa, de forma más significativa. Así, los docentes podrían estar trabajando más bien en orientaciones para actividades posibles de realizar en el hogar: incentivar lecturas y/o películas comentadas; actividades artísticas como dibujar o cantar, que a su vez redunden en el bienestar emocional de niños, niñas y jóvenes; hablar sobre las noticias, buscando favorecer un análisis crítico; aprender biología a través de informarse sobre cómo actuar ante la pandemia y por qué; plantar o reciclar en casa; clasificar o contar objetos dentro del hogar; contarse historias, escribir qué sienten, narrar lo que les pasa; entre otras muchas posibilidades. Estas orientaciones podrían tener series de actividades en el tiempo, e implicar solamente algunos productos puntuales que los profesores y profesoras pudieran retroalimentar, en la medida de lo posible y en momentos particulares, pero en ningún caso calificar, especialmente si se contempla que desde el Decreto 67 la prioridad en evaluación no es la asignación de notas, sino favorecer aprendizajes significativos para todos y todas.
El llamado a corto plazo es, entonces, a la empatía, la sensatez, la flexibilidad, y en ese marco poder evaluar qué es humanamente factible y pedagógicamente pertinente realizar. En el largo plazo, el actual contexto no hace sino confirmar que, una vez superada esta pandemia, debemos iniciar un replanteamiento profundo de las bases y sentidos de la educación del país, donde la justicia y la pedagogía primen sobre el prisma economicista de la productividad.