Rusia dijo basta

  • 27-02-2022

La invasión de Rusia a Ucrania es interpretada en América Latina y en Occidente bajo el influjo de la mirada colonial hegemonizada por Washington. Muy pocos medios y comunicadores ponen en evidencia que la invasión es la última fase de una guerra iniciada en 2014, luego de que los oblast (regiones) de Donetsk y Lugansk decidiesen su independencia mediante la realización de sendos referéndum, rechazados por las autoridades de Kiev. Tampoco se menciona el progresivo asedio a las fronteras rusas decidido por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y la presencia de tropas de Estados Unidos en la frontera oeste de Ucrania.

Las consultas populares promovidas por los sectores rusófilos del Este ucraniano se llevaron a cabo como resultado de un proceso de hostigamiento contra quienes se identifican con las tradiciones rusas. En mayo de 2014, el 89% de los electores de Donetsk votaron a favor de la independencia y el 96% hizo lo propio en Lugansk. A partir de esa decisión mayoritaria, las autoridades de Ucrania iniciaron una guerra de baja intensidad contra la población de Donetsk y Lugansk, que acumula alrededor de 15.000 víctimas entre muertos y heridos.

En el marco de la proliferación independentista, que incluyó a Crimea, los grupos que en febrero de 2014 promovieron la destitución del Presidente electo Víktor Yanukóvich –oriundo justamente del oblast de Donetsk– iniciaron las tratativas para sumarse a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Dicha adhesión fue promovida fundamentalmente por los sectores rusofóbicos, herederos de una tradición fascista que colaboró con los nazis durante la invasión de la Unión Soviética, desde 1941.

Desde 2014 las autoridades rusas advertían que la adscripción solicitada suponía una nueva violación de los acuerdos políticos de mediados de los años ´90, en los que la OTAN aceptaba no trasladar sus fronteras hacia Rusia. La crisis que se inició en 2013 buscó superarse con los acuerdos de Minsk de 2014 y 2015, que fueron violados en forma sistemática por los grupos paramilitares ucranianos, liderados por referentes político-militares que se oponen a aceptar la autonomía de las regiones, el multiculturalismo y el multilingüismo que se garantizaban en dichos pactos.

Ese acoso motivó los referéndum realizados en Donetsk y Lugansk, situación que incrementó la persecución sistemática contra la población rusófona, ligada a las tradiciones lingüísticas, históricas y espirituales rusas. Además, una gran parte de los habitantes de esa región se sienten identificados con la religión ortodoxa rusa, adscripta al Patriarcado de Moscú, percibiéndose como descendientes del Rus de Kiev, originado en el Siglo IX, la primera unidad territorial conocida de lo que hoy es Rusia.

El conflicto entre quienes buscan adherirse a la OTAN y quienes pretenden darle continuidad al lazo eslavo incluyó la escisión de la iglesia mayoritaria de Ucrania, por decisión estatal de los europeístas. En 2014 el entonces Presidente Petró Poroshenko –un enemigo de Rusia– impuso la conformación de una Iglesia Ortodoxa Ucraniana para separar a los feligreses de la Patriarquía de Moscú, presente en la región desde el Siglo XVI. A ese cisma forzado desde el Estado, se le sumó la limitación del empleo del ruso como lengua oficial –lo era desde hace un siglo–, profundizándose el hostigamiento perpetrado conjuntamente por las fuerzas de seguridad ucranianas y los grupos paramilitares del Batallón de Azov, entre otros. Entre 2014 y 2021, dichas operaciones represivas generaron alrededor de 15.000 muertos. Los focos principales de esas operaciones fueron en la Península de Crimea y en los oblast del Donbas, donde se sitúan las regiones de Donetsk y Lugansk.

La invasión iniciada por Moscú el miércoles es la última fase de un conflicto militar que fue promovido por las autoridades ucranianas con el aval explícito de Washington y la OTAN. El reconocimiento por parte del parlamento ruso de las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk permite a los cinco millones de habitantes de esos dos nuevos Estados  poner fin a la guerra civil que Kiev desencadenó desde hace diez años.

El fin de la Guerra Fría supuso el desmantelamiento del Pacto de Varsovia, la contracara militar de la OTAN. Sin embargo, desde el final de la URSS, la Alianza Atlántica no dejó de incorporar a los países limítrofes con Rusia, coligados en provocar a una de las potencias nucleares más relevantes a nivel global. Desde 1997, la OTAN sumó 15 adhesiones, amenazando y asediando de forma sistemática la seguridad nacional rusa, un país que ha recuperado su orgullo nacional luego del suicidio traumático de la URSS.

Un día después de producirse la invasión el primer mandatario ucraniano se preguntó retóricamente: “¿Quién está listo a dar a Ucrania la garantía de adhesión a la OTAN?” Pocos medios internacionales observaron que en esa frase desafiante estaba la razón última de la intervención militar. El almirante Ígor Olégovich Kostiukov, comandante del Servicio de Inteligencia Militar de las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa, referido dentro de Rusia como GRU, señaló de forma reiterativa durante el último lustro los peligros que implicaba el emplazamiento de plataformas misilísticas en el vecino país.

La avanzada atlantista implicaba –según Kostiukov– perder las ventajas obtenidas por Moscú con sus proyectiles hipersónicos. Esa consideración guió las primeras acciones llevadas a cabo por la aviación rusa al desmantelar la Base Naval de Ochakovo, construida con asistencia de Washington, con el objetivo de constituirse en el futuro en el centro de operaciones de la OTAN en Ucrania. Mientras el portavoz del Ministro de Defensa de Rusia aseguraba que las operaciones militares no tendrán como objetivo a la población civil, los hechos dejaban en claro el interés por quebrar la infraestructura militar construida en la última década con los aportes realizados por Estados Unidos. Durante las dos primeras jornadas, la operación rusa destruyó 74 instalaciones de las Fuerzas Armadas ucranianas, 11 aeródromos y 18 estaciones de radar de los complejos de defensa antiaérea S-300 y Buk-M1.

En las dos últimas décadas, Rusia superó al separatismo checheno y al fundamentalismo islámico radicado en Siria, al tiempo que modernizaba sus fuerzas armadas y sus plataformas de comunicación global. Durante ese mismo periodo, se generaron acuerdos estratégicos con la República Popular China, que incluyen la exigencia a la OTAN de no ampliar sus países miembros.

La investigadora Angela Stent, especialista en Rusia de la Universidad de Georgetown y autora de libro El mundo de Putin, señaló el último miércoles –en una conferencia del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales emplazado en Washington– que el primer mandatario ruso no se habría embarcado en esta operación contra Ucrania si no hubiese contado con la aprobación de Xi Jinping, el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China.

Hua Chunying, uno de los voceros del Ministerio de Relaciones Exteriores de Beijing, sindicó el último jueves a Estados Unidos de ser “el culpable de las tensiones actuales que rodean a Ucrania”. “Cuando Estados Unidos impulsó la expansión de la OTAN hasta las puertas de Rusia, y desplegó armas estratégicas ofensivas (…) ¿pensó en las consecuencias de empujar a un gran país contra la pared?»

En diciembre de 2020 se aprobó una resolución de la ONU destinada a combatir las redivivas formas de nazismo. El borrador de la propuesta fue presentado por Rusia, China, Sudáfrica y Bolivia, entre otras delegaciones. Fue avalada por 130 votos a favor, se abstuvieron 51 y solo fue rechazada por dos países, Estados Unidos y Ucrania.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

Presione Escape para Salir o haga clic en la X