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Bienes comunes: una categoría con historia

Columna de opinión por Constanza San Juan, Luis Lloredo y Ana Timm
Jueves 24 de marzo 2022 18:25 hrs.


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La identificación de ciertos bienes como esenciales para la sostenibilidad de la vida, que trascienden la distinción entre bienes públicos/estatales y bienes privados, es una de las propuestas más importantes defendidas por algunas/os convencionales de la Comisión sobre Medioambiente de la Convención Constitucional. Sus características esenciales son que no son susceptibles de apropiación y que, en su gobernanza, gestión y cuidado, las comunidades deben desempeñar un rol protagónico. A continuación, nos referimos a algunas notas históricas y teóricas necesarias para su comprensión.

La categoría “bienes comunes” que se presenta en las propuestas normativas a las que nos referiremos no tiene su punto de partida en el código civil de 1855, como algunos autores han planteado. En efecto, desde un punto de vista histórico, se trata de una categoría de muy larga data. Los primeros reconocimientos jurídicos de los bienes comunes los encontramos ya en las res comunis omnium del Derecho romano. Fue Elio Marciano, jurista del siglo III d. C., quien los incluyó en el libro tercero de sus instituciones, categoría que luego fue recogida por Justiniano. Es decir, los bienes comunes existieron en Roma para garantizar a los ciudadanos, en modo directo, el acceso y uso de ciertos recursos básicos, sin que estos pudieran ser sustraídos por el Estado.

Mucho más tarde, una serie de textos de la más alta importancia para la historia del Derecho –particularmente del constitucionalismo– reconocieron los bienes comunes, entre ellos la Carta Magna de 1215 y la Carta del Bosque de 1217. En virtud de estos textos, estos bienes dejaron de ser propiedad de la Corona inglesa y pasaron a ser bienes comunes de los que toda persona se podía beneficiar, con diversas limitaciones tendientes a su cuidado. En cuanto a las Leyes de Indias, vale la pena citar la Real Provisión de 1541, donde se decretó, para la provincia de Perú, que tanto las aguas como los montes y los pastos serían comunes, por lo que cualquier persona podía recurrir a ellos para disfrute de su ganado.

En general, podría decirse que la gestión comunal de las tierras, los bosques y las aguas fue la regla hasta el advenimiento de la Modernidad. A partir de entonces, en un contexto marcado por el fortalecimiento de los nacientes Estados nacionales y por la pujanza de la clase burguesa –que operaba en sinergia con dichos Estados– empezó un proceso de cercamiento de los espacios comunales en favor de manos públicas –el Estado– y privadas –los particulares.

Ese proceso sigue en marcha en la actualidad y cada vez alcanza cotas más desproporcionadas: aunque quedan instituciones comunales clásicas –la minga, la andecha asturiana, el quilombo brasileño– en muchos lugares no son más que un vestigio de tiempos pretéritos. Además, la dinámica predatoria de los cercamientos avanza sobre todos los terrenos: la atmósfera, la radiación solar, el espacio ultraterrestre, la alta mar, el agua, los glaciares, entre otros. Precisamente, ante la crisis ecológica y climática que nos afecta, los bienes comunes proponen rehabilitar parcialmente esos episodios e instituciones del pasado. Se trata de una forma de instaurar un estatuto jurídico de rango constitucional que difiere sustancialmente del actual, caracterizado por darle legitimidad jurídica a la mercantilización y la destrucción de los ecosistemas.

Una manifestación de este reverdecer de los comunes la encontramos en Italia, bajo la consigna “Agua bien común”, que se difundió en respuesta al intento de Silvio Berlusconi por privatizar el agua pública. La tentativa fue rebatida críticamente por intensas movilizaciones sociales, en un proceso que terminó conduciendo al referéndum de 2011 que rechazó la privatización del servicio hídrico. Desde entonces, se ha venido tejiendo un corpus teórico y un acervo de experiencias prácticas cada vez más rico en torno a la noción de bienes comunes.

En particular, las movilizaciones llevaron a la creación de una comisión –conocida como la Comisión Rodotà, por el nombre del jurista que la presidió– que elaboró un borrador de reforma del Código Civil donde se proponía la introducción de los bienes comunes, junto al binomio tradicional de bienes públicos y privados. La definición por la que optó la Comisión fue ciertamente ambiciosa, ya que los bienes comunes quedaron caracterizados como todos aquellos que son funcionales y esenciales para la satisfacción de los derechos fundamentales. Si bien esta definición tenía la virtud de que también permitía concebir como bienes comunes a los servicios públicos –salud, educación, transporte, etcétera– la noción quedaba algo “desmaterializada”.

En cambio, la propuesta de articulado que ahora se discute en Chile ha optado por un criterio menos expansivo que el de la reforma italiana, pero, precisamente por ello, quizá más eficaz. Al mismo tiempo, es un proyecto que se centra preferentemente en los bienes comunes naturales –que no son todos– y que se vincula, por lo tanto, con un planteamiento ecológico particularmente necesario en las décadas venideras.

En este sentido, no es casual que el concepto de bienes comunes se vincule con otra de las propuestas centrales del constitucionalismo ecológico: los derechos de la naturaleza. Esta innovación ha ido ganando cada vez más terreno en el Derecho comparado y, recientemente, logró ingresar al borrador del texto constitucional tras la aprobación en general y en particular del primer informe de la Comisión de Principios Constitucionales. Su desarrollo seguirá sometiéndose a votación, pues también se incluye en el artículo 9 de las propuestas de normas que la Comisión de Medioambiente está pronta a someter al pleno. Se trata de normas que abren un horizonte ecológico prometedor para el constitucionalismo del siglo XXI.

Desde el punto de vista teórico, el debate sobre los bienes comunes se reabrió tras la adjudicación del premio Nobel de Economía a Elinor Ostrom, quien llevaba décadas analizando el problema de las instituciones de acción colectiva y los mecanismos de cooperación social. En su célebre El gobierno de los bienes comunes, Ostrom refutó la denominada “tragedia de los bienes comunes”, popularizada en los años sesenta por el ecólogo Garret Hardin. Según la metáfora de Hardin –una pradera para el pastoreo de ganado– la orientación a maximizar el beneficio de cada uno de los pastores conducirá inexorablemente a la desertización del prado, porque todos emplearían el predio de forma abusiva, agregando más y más cabezas a su rebaño hasta un punto en que el ecosistema no sería capaz de autoregenerarse. La conclusión, pensaba Hardin, es que es imperativo articular sistemas coercitivos para organizar verticalmente los derechos de uso del recurso.

Ostrom, en cambio, demostró empíricamente que existen numerosas experiencias de gestión colectiva de bienes naturales –acequias, campos de cultivo, praderas de alta montaña, pesquerías– que funcionan bien y sin intromisión de autoridades externas. A menudo se le ha reprochado que sus ejemplos no iban más allá de pequeñas empresas de un puñado de personas, pero eso no es del todo cierto. Entre los casos que ella documento, encontramos experiencias funcionales de gestión cooperativa que llegan hasta los 13.000 comuneros. En cualquier caso, más allá de los ejemplos concretos y del problema de la escala –que siempre será un desafío, del mismo modo que construir un Derecho internacional eficaz es un reto para los Estados– lo importante del enfoque de Ostrom fue que sirvió para rectificar la suspicacia frente a las ideas de cooperación, autogestión o participación, y para refutar la idea de que no existen vías alternativas a la privatización o la estatización de determinados bienes.

Además, y esto es especialmente importante, Ostrom demostró que el punto en común de todas las experiencias estudiadas consistía en que se habían articulado mecanismos de organización deliberativos, en los que las normas reguladoras y las sanciones aplicables habían sido definidas democráticamente por las comunidades de referencia. Esto tiene particular relevancia a efectos del debate constitucional, porque toda regulación de bienes comunes –si aspira a tener éxito en el largo plazo– debe apostar firmemente por su institucionalización con amplios márgenes de participación. De ahí deriva la importancia de que la propuesta de articulado atribuya al Estado el deber de “asegurar su gestión participativa, gobernanza democrática y acceso responsable”.

El pleno de la convención está pronto a deliberar en torno a la propuesta sobre bienes comunes. Esperamos que en esta ocasión la norma logre los 2/3 y que, con ello, se de cuenta de un real compromiso con una de las innovaciones más relevantes que se presentan para la protección de bienes tan esenciales para la vida como el agua, los glaciares y la criosfera, entre otros.

Autores:

Constanza San Juan: Constituyente Distrito 4, Asamblea Constituyente Atacama, integrante Comisión 5 “Medio Ambiente, Derechos de la Naturaleza, Bienes Naturales Comunes y Modelo Económico”.  Licenciada en Historia de la Universidad de Chile. Activista socioambiental.

Luis Lloredo: Doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos, Profesor de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

Ana Timm:  Doctora en Derechos Humanos, Magister en Estudios Avanzados en Derechos Humanos y abogada de la Universidad de Valparaíso. Integra el equipo de la convencional Constanza San Juan. Directora de Equidad e Igualdad de Género en la Universidad de Playa Ancha.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.