En medio de una de las peores catástrofes de incendios de la historia de Chile, ha quedado en evidencia -por si faltaran más- que la manera ilimitada y acaparadora en que está emplazada la industria forestal en cinco regiones del país es sumamente peligrosa para la población, más aún cuando como consecuencia del cambio climático se augura un incremento en frecuencia y extensión del fenómeno durante este siglo. Adicionalmente, destruye la calidad de vida, las actividades productivas y lleva pobreza donde se emplaza, como lo han testimoniado en sucesivas entrevistas con Radio Universidad de Chile los alcaldes de Ninhue y Santa Juana.
En ese contexto, tanto la SOFOFA como el dirigente empresarial devenido en candidato de Renovación Nacional, Juan Sutil, se han cruzado enérgica y elocuentemente a la idea de regular una actividad evidentemente hipertrofiada. Parecen querer tapar el sol con el dedo para defender, detrás de lo literal, lo siguiente: una característica del modelo chileno es que la acumulación extendida de tierras y agua termina traduciéndose en grandes fortunas y, acto seguido, en un poder que es capaz de incidir en las decisiones políticas. En nuestro país, casi todos los grupos económicos más importantes le deben su posición a la explotación de los ecosistemas, lo que ha sido conocido desde hace años como el extractivismo.
El origen de tal acaparamiento respecto a lo forestal es además espurio, a propósito de los 50 años: después del Golpe Militar de 1973 y para cumplir el objetivo de la dictadura de Pinochet de revertir la reforma agraria, se inició con una participación activa de su yerno Julio Ponce Lerou una serie de transacciones que terminó entregando a dos actores, el Grupo Angelini a través de Forestal Arauco y el Grupo Matte a través de la CMPC, la propiedad o los subsidios para expandirse hasta poseer millones de hectáreas en el centro sur del país.
Aunque es una obviedad, los actores partidarios de cambios han debido explicar, casi con tono de disculpa, que su objetivo no es hacer desaparecer la industria forestal, sino simplemente iniciar una transición para organizar de mejor manera las actividades humanas en el territorio. Pero ya sabemos que en Chile a veces la verdad es escandalosa y negar lo evidente es señal de prudencia.
Entre las medidas que históricamente se han propuesto hay dos prevalentes. La primera es terminar con el Decreto 701 que subsidia a la industria forestal. Se ha planteado tantas veces y sigue ahí, como la expresión del absurdo que supone que una industria llegue a acumular tanto territorio con el apoyo estatal, como si tal situación fuese un objetivo deseable de bien común. La segunda es un royalty, teniendo en consideración que esta industria es extensiva en el uso de suelo y agua. Pero la idea, que ya había sido propuesta por el ministro de Agricultura, Esteban Valenzuela, y por partidos oficialistas como la Federación Regionalista Verde Social, fue desechada por la ministra del Interior, Carolina Tohá. Más allá de que en este tipo de temas se vuelve realmente interesante la pregunta sobre las dos almas del Ejecutivo, sería deseable que el Ejecutivo precise qué modificación institucional se hará al régimen forestal. O si en caso contrario ninguna, teniendo en cuenta que la mención gubernamental de la necesidad de una “regulación distinta” la hizo el propio presidente de la República.