Cuando el sol quemaba en la elipse del Parque O’Higgins y el público llegaba en gran cantidad, cerca del mediodía, fueron nuevamente las bandas chilenas las encargadas de comenzar a hacer sonar los escenarios principales. Primero fue De Saloon, confirmando su arrastre popular. Luego Perrosky, que pese a actuar frente a un público más reducido se llevaron palmas y un coro que respondía a los juegos vocales del cantante Alejandro Gómez. “Ojalá sigan invitando a más bandas nacionales, hay muchas que lo merecen más que nosotros”, agregó al finalizar una presentación donde su música se escuchó con la misma soltura que en los habituales bares y locales pequeños en los que tocan habitualmente.
De inmediato, en el otro extremo de la elipse, irrumpió Manuel García con “La gran capital” y un show de 45 minutos en que hizo canciones de los discos que lo encasillaron como un músico de guitarra y voz (“Tu ventana”) y otros más sintéticos pertenecientes a Acuario. En un momento de su concierto, cuando el calor arreciaba, Manuel García se calzó un poncho negro (!!), pidió “permiso para el folclor” e interpretó “Los colores” acompañado solo por un bombo tocado a la manera de un kultrún. Fue el momento para las proclamas en favor del pueblo mapuche, que continuaron más tarde para los estudiantes. Pequeñas menciones, pero al menos presentes en un festival falto de discurso más allá de las buenas maneras.
La nostalgia por la revuelta
Cuando Bad Brains comenzó a tocar a fines de los ’70, buena parte de sus compañeros de cartel ni siquiera habían nacido. Con ese cartel de leyendas del hardcore punk llegaron a uno de los escenarios secundarios, donde una pequeña multitud de fanáticos y curiosos escuchó poco menos de 60 minutos de descargas eléctricas veloces y algunas dosis de reggae y dub. Los viejos conocidos armaron de inmediato dos espacios para el mosh, ese baile frenético de giros interminables y golpes del cual los pioneros fueron justamente los músicos que estaban sobre el escenario. Los más curiosos (o temerosos) miraban con asombro y veían sobre sus cabezas una nube de polvo levantada por la furia desatada bajo el escenario. Para todos, algo de revuelta en un evento donde todo parece controlado.
En un festival con buen sonido en casi todos los espacios, lo de Bad Brains desentonó. H.R. (Human Rights), el hombre a cargo de las voces, apenas se escuchó durante las atronadoras canciones que disparó la banda y ni siquiera se hizo oír durante las pausas. No es solo culpa del sonidista: el cantante apenas se mueve y casi susurra, vestido con un buzo deportivo verde cuyos pantalones sube más lo más arriba posible y con una toalla blanca a la cintura que luego colgó sobre el micrófono. Tan peculiar personaje concentró las miradas. Mientras en todo el festival los músicos acostumbran subir al escenario con paso de estrella o al menos directo a tocar, H.R. apareció con un par de bolsos en las manos, como quien viene bajando del Metro, y se mantuvo ahí por largos minutos mientras los técnicos y sus compañeros de banda terminaban de armar el escenario. Así permaneció haciendo muecas y pronunciando frases que apenas se oían. Un capítulo extravagante en medio del torbellino que es Bad Brains en vivo, pero que no alcanza para olvidar la nostalgia por lo que alguna vez fueron.
Nas es el hombre
Uno de los cabezas de cartel y los encargados de cerrar la jornada fueron Black Keys, el dúo de Dan Auerbach y Patrick Carney que en vivo aumenta a cuarteto en algunas canciones y gana en matices y potencia. Estuvieron sobre el escenario durante 90 minutos que por momentos se hicieron demasiado largos, cuando los riffs y solos de guitarra se volvían repetitivos. Tomaron vuelo al final, sobre todo con “Lonely boy”, uno de los hits de su disco más exitoso, El camino. Sonaron ajustados y correctos, pero sin la capacidad de noquear que merece un número de cierre, pese a los fuegos artificiales que explotaron al finalizar su actuación.
Con mucha menor atención y en uno de los escenarios más pequeños, el Movistar Arena, el rapero estadounidense Nas sí brindó una actuación digna de horario y espacio estelar. En un Lollapalooza dado a las bandas de blancos serios y aparentemente rudos, su hip hop fue una ventana refrescante. Acompañado por un DJ y un baterista, lanzó casi sin pausa canciones como “Hate me now”, “One mic”, “Accident murderers” y “Street dreams”, en la que reconvierte el “Sweet dreams” de Eurythmics. Fue una clase de bases de riqueza sonora y poesía callejera lanzada con agresividad desde el micrófono, una isla en el país de los solos de guitarra.