La violencia religiosa: miles de muertos en el nombre de Dios

La fe fanática no solo mueve montañas: arma ejércitos, promueve el odio y encuentra en otro mundo las razones para desdeñar la vida humana en éste. El resultado es escalofriante: el supuesto mandato divino es una de las principales causas de muerte en el planeta.

La fe fanática no solo mueve montañas: arma ejércitos, promueve el odio y encuentra en otro mundo las razones para desdeñar la vida humana en éste. El resultado es escalofriante: el supuesto mandato divino es una de las principales causas de muerte en el planeta.

En un continente como éste, el que menos guerras entre naciones ha tenido en los últimos cien años y en donde las expresiones religiosas son, por lo general, homogéneas y no confrontacionales entre sí, habitualmente se tiene poca claridad sobre dos situaciones habituales en el mundo: primero, que hay cientos o miles de personas que mueren al día como consecuencia de la violencia del prójimo; y, segundo, que buena parte de esas muertes se debe a motivos de fe.

El último capítulo es el avance del Estado Islámico en Irak y su persecución contra todos los credos calificados de “infieles”. Pero, también, los demás conflictos en la región, incluidos la guerra civil siria y la masacre del Ejército de Israel en Gaza, tienen componentes religiosos. Un fenómeno equivalente es pan de cada día en el norte de África, donde la idea violenta de Dios ha matado a mucha más gente que el terrorífico virus del ébola.

La evidencia, cada día entonces, nos demuestra que la religión no solamente es una fuerza opuesta a la violencia y vehículo de paz y amor, como por lo general se cree, sino que en muchas concepciones puede ser la principal justificación, la única posible, para el despliegue sin límites de la guerra, la violencia y el terrorismo.

No es, por cierto, exclusividad de alguna de las religiones troncales. Baste, en el caso del cristianismo, recordar la inquisición, las cruzadas, la evangelización en América y el modo en que se desarrolló el laicismo, durante los siglos XVI y XVII, como una reacción a la violencia producida por las religiones de mayor difusión en occidente. En las religiones cristianas, como en las otras, se producen enfrentamientos entre las interpretaciones pacifistas o bélicas de las escrituras y mensajes religiosos, como en el caso de la afirmación de Jesús “no vengo a traer la paz, sino la espada”, cuya acepción literal o simbólica ha sido discutida a lo largo de la historia.

En los dos últimos años, la persecución religiosa se ha agravado hasta el punto de alcanzar la mayor cantidad de desplazamientos de refugiados por este motivo que se recuerden en el orbe, según el informe “International Religious Freedom” presentado por Estados Unidos. El texto afirma que “en cualquier parte del mundo, millones de cristianos, musulmanes, hindúes y fieles de otras religiones y sectas han sido forzados al abandono de sus hogares por motivos de creencias religiosas. Hay comunidades enteras que han desaparecido de sus tradicionales lugares de residencia y se han dispersado a otros países. En las zonas en conflicto (Sudán, República Centroafricana, Siria e Irak, entre otros) la huida es la norma”.

Si hay algo que demuestra este estudio y otros es que no hay religiones libres de practicar o padecer la violencia y que, si bien los credos cristianos parecen ser los más perseguidos a nivel mundial, también pueden ser implacables en la opresión y el asesinato, como ocurre en la República Centroafricana.

Esta situación, en el tiempo que vivimos, parece estar agudizada porque una de las consecuencias de la globalización es el aumento en los desplazamientos humanos y la reivindicación de las identidades locales, lo que produce tensiones y desafíos a la tolerancia en todas partes. Los líderes religiosos que han comprendido este fenómeno lúcidamente han llegado a la conclusión de que hoy la prédica de la propia fe es tan importante como la promoción del ecumenismo y del diálogo entre los credos. El Papa Francisco ha dado varios pasos en esa dirección: recientemente, pidió perdón a los pentecontistas por los agravios sufridos en la época de Mussolini, donde afirmó que los católicos habían actuado tentados por el diablo. Y recientemente, recibió en el Vaticano a los líderes de Palestina e Israel, en una cita que si bien es formalmente política y diplomática, tiene evidentes connotaciones religiosas.

Lo supo también Chile en su hora más oscura: la primera respuesta humanitaria contra el horror de la dictadura provino de la unidad y del compromiso por la vida de las iglesias. Por ese gesto, nombres como Raúl Silva Henríquez y Helmuth Frenz reciben la gratitud del pueblo, por encima de las religiones que representaban.

Al contrario, en la actualidad la exacerbación del odio religioso tiene entre sus motivos la desestabilización soberbia que el imperialismo –de Estados Unidos, Europa y otros- provoca en distintas regiones del mundo, haciendo vista gorda frente a genocidios cuando les convienen e interviniendo en otros, con la ridícula idea de que la superioridad bélica es sinónimo de la superioridad de una cultura o de un pueblo sobre los demás. Es elocuente comprobar, para estos efectos, que los lugares en donde las potencias han intervenido en los últimos quince años ha quedado una secuela de más violencia religiosa que la que existía antes.

En resumen, este artículo no promueve ninguna animadversión religiosa. Al revés, las denuncia. Por otra parte, la realidad demuestra que en la defensa de la paz se inscriben creyentes y ateos, tal como en el bando contrario. Ya lo decía el reconocido teólogo español Juan José Tamayo, quien salió a defender vehemente el legado de José Saramago, luego de que la Iglesia Católica lo deplorara en una editorial del Observatore Romano, luego de su muerte. Decía Tamayo que Saramago, ateo, hizo “la más bella definición de Dios que he oído o leído nunca”. Dice así: “Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio.” En esa línea, vale reivindicar la lucha contra los fundamentalismos, citando al propio Tamayo, “como el mejor antídoto contra el Dios violento y contra la violencia en el nombre de Dios”.





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