Los últimos avances en neurociencia parecieran mostrar que, ingratamente, la especie humana no cuenta en su haber biológico con un “gen” o pulso, cuyo propósito sea la “búsqueda del conocimiento” sin otro objetivo que aquel; y todo indicaría hasta ahora que conductas como la curiosidad o la admiración son más bien parte de emociones vinculadas a la supervivencia o la procreación. Quienes, por otra parte, muestran cierta urgencia en conocer parecen impulsados por razones epigenéticas o culturales.
Una reciente columna nos recordaba que cuando se puso en funcionamiento el Colisionador de Hadrones (LHC) en Europa -con un costo total de US$ 6.400 millones- un periodista preguntó al director del proyecto, Dr. David Kaplan, por la utilidad del LHC y cómo podía justificarse ese enorme gasto. Kaplan respondió con sinceridad: “No lo sabemos”.
Polémicas similares ha estado presentes por décadas. La carrera espacial fue objeto de múltiples críticas debido al gasto involucrado, habiendo siempre necesidades más urgentes. Sin embargo, desde esos proyectos emergieron decenas de inventos posteriores que hoy forman parte de nuestra vida diaria. Gracias al LHC, en tanto, la Internet se masificó, Tim Berners-Lee, junto a un grupo de científicos del CERN, creó el lenguaje HTML, permitiendo en 1990 que el mismo equipo construyera el primer cliente Web, llamado WorldWideWeb (WWW) y el primer servidor web.22
Un fenómeno similar puede observarse en áreas como la nanotecnología, biogenética, ciencias de los nuevos materiales, desde dónde está surgiendo un conocimiento diario cuyas aplicaciones potenciales en medicina, la producción y mejoras en el estándar de vida de las personas son de insospechadas perspectivas.
Por eso, las principales potencias industriales del mundo, son, al mismo tiempo, las que realizan la mayor inversión proporcional a su PIB en ciencia y tecnología (2,5%). Es probable que más que por una necesidad de saber, siguiendo la lógica de la mera supervivencia y/o mantención del poder, los líderes políticos de esas naciones comprendan más “corporalmente” la necesidad de invertir en dichos campos. Chile apenas invierte el 0,4% de su PIB en estas áreas.
Para todos es evidente que las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (NTIC) han generado no sólo enormes saltos en la productividad de factores y reducciones sustantivas de los costos de transacción, sino que han mejorado la vida de millones de personas en apenas un par de décadas; y ya hasta se afirma que su presencia es la que hace posible la nueva sociedad de la información y el conocimiento.
Pero el Estado chileno, no obstante haber adoptado masivamente estas tecnologías no parece aún tener mayor conciencia sobre la relevancia de la ciencia en el desarrollo económico. Más bien seguimos atrapados en la “maldición de las materias primas” a buen precio. Pero ya no habrá más cobre a 4 dólares la libra.
Es cierto que naciones de desarrollo medio siempre enfrentan el dilema de la jerarquización de sus inversiones. Los recursos son exiguos y las necesidades infinitas. Baste ver los problemas en la administración pública, el registro civil o los médicos del hospital San Borja.
Pero la historia muestra que la ciencia es de aquellas áreas en las que la decisión política define buena parte de la generación de potenciales mercados y desarrollos. Desde luego, primero hubo carrera espacial entre dos grandes potencias que luchaban por sus respectivas estrategias de dominación y sólo después, productos derivados; primero también, hubo HLC y después WWW; primero TVDT y después creación de mercados a través de los lobbying de los gobiernos de los respectivos estados creadores (EE.UU. Japón, Brasil); es decir, ninguna gran inversión en estas áreas ha sido producto del libre juego de oferta y demanda. El conocimiento es acumulativo, un trabajo paciente de generaciones, y muchas veces, hasta inútil para aplicaciones prácticas. Pero las potencias actuales lo son porque arriesgaron recursos escasos para generar conocimiento. De seguir al simple mercado, dado que no hay demanda por conocimiento, entonces, tampoco habría ciencia.
De allí que, la reciente renuncia del presidente de Conicyt, Francisco Brieva, se constituya en una nueva señal de alerta. Asimismo, el reclamo de 300 académicos de diversas áreas en una inserción en diversos diarios, muestra lo indispensable que es que el país asuma la urgencia de jerarquizar sus esfuerzos hacia la ciencia y el trabajo de investigadores que podrían resolver muchos de los desafíos que Chile enfrentará en el siglo XXI.
“Nuestros gobiernos –dijo la nota de los 300- han elegido la ignorancia. Han elegido ignorar las voces de la comunidad nacional e internacional y con sus decisiones sumirán también al país en la ignorancia y la pobreza en el más amplio sentido de la palabra”, ante un Presupuesto 2016 que no cuenta con mejora alguna para las ciencias.
Desde el desapego, se podrá afirmar que científicos como Einstein revolucionaron al mundo con pizarra y tiza. Sin embargo, luego hubo gobierno y Estados que percibieron la relevancia de sus descubrimientos, disponiendo de fondos para apoyar el desarrollo de las aplicaciones de dichos avances teóricos. Pero Chile ni siquiera cuenta con un órgano coordinador de las investigaciones que permita generar redes de colaboración entre quienes realizan estas tareas. Y Conicyt, no obstante alzas de presupuestos, nunca ha sido significativo en nuestras políticas públicas.
Así y todo, se escuchan críticas vehementes frente a “la fuga de cerebros”, los que habiéndose perfeccionado en el extranjero “con recursos de todos los chilenos”, no tienen alternativas de de desarrollo en el país y terminan en naciones que les abren las puertas. Estamos así subsidiando a las grandes potencias.
Ha sido, pues, la irrelevancia política que se percibe en Chile respecto del conocimiento y las ciencias, lo que motivó la renuncia de Brieva. Como señalara la nota de los 300, “en el camino hacia una sociedad del conocimiento y el desarrollo del país desde las ciencias no hay atajos ni tiene cabida la improvisación”. No sea cosa que, por seguir ciegos ante la urgencia del saber, aquellas palabras sean proféticas.