El dilema del Papa

  • 06-05-2018

No es fácil la tarea que debe llevar a cabo el papa Francisco. Hasta antes de su viaje a Chile, le había bastado con manejar las comunicaciones con soltura, mostrarse llano y cercano a la gente.  Pero hoy eso ya no basta.  Y tal realidad comenzó a dibujarse claramente cuando, al visitar Santiago, lo que se pensaba sería una peregrinación masiva, se transformó apenas en una bienvenida numerosa. Nada similar a lo que se vio cuando llegó hasta aquí Juan Pablo II. Se puede argumentar que los tiempos habían cambiado, que la situación política era muy distinta. Cierto. Sin embargo, nada hacía presumir que esta vez la acogida fuera más bien fría. La única explicación posible era que la Iglesia Católica había perdido raigambre. Aunque eso no quisiera decir que la fe en los postulados de la religión no continuaran pesando fuertemente en la sociedad. Pero algo había pasado. La institución religiosa estaba en entredicho. Y nada mejor para demostrarlo que la visita del Papa.

Pese a la ausencia de masividad, Francisco parecía no haberse dado cuenta, en un primer momento, de que las cosas iban mucho más allá de una diferencia política en Osorno, o una trama en contra del cardenal emérito Errázuriz o en contra del cardenal Ezzati. Hasta ese momento, su mirada parecía ser sólo política. Y su historia conservadora en Argentina lo llevaba a mostrarse mucho más cercano a los dos cardenales, y por lo tanto, a la urdiembre tradicionalista que se había enquistado profundamente en la Iglesia chilena. De allí sus respuestas de que lo que ocurría en Osorno con el obispo Juan Barros era obra de los “zurdos”. Y que nada de lo que se decía en su contra estaba basado en pruebas. De regreso en Roma, al parecer, cambió de opinión o asesores cercanos le hicieron ver que algo extraño ocurría en Chile. Que no todo podía explicarse por diferencias de enfoque político.  Francisco se abrió a la posibilidad de que sus informantes lo hubieren engañado y/o que estuvieran coludidos con los verdaderos culpables. Y por ello envió a Charles Jude Scicluna, arzobispo de Malta, a recopilar antecedentes. Scicluna fue el encargado de investigar las denuncias contra Marcial Maciel, el sacerdote mexicano fundador de los Legionarios de Cristo y del movimiento laical Regnum Christi. Las acusaciones, comprobadas, contra Maciel era de pederastia, drogadicción y se calcula que engendró a lo menos seis hijos siendo sacerdote. El Papa Benedicto XVI inició la investigación en 2006. En ella participó Ricardo Ezzati, cuando era obispo de Concepción. La pena contra Maciel fue sólo de retiro y de la imposibilidad de volver a ejercer el sacerdocio.

Evidentemente, ahora eran otros tiempos.  Pero eso no parecieron calibrarlo adecuadamente ni Errázuriz ni Ezzati, y en ese error arrastraron a Francisco. Creyeron que el tema del sacerdote Fernando Karadima era un asunto menor y que bastaba con enviarlo a un retiro cómodo. Finalmente, Karadima contaba con el respaldo de familias poderosas. Pero no fue así. Chile había cambiado. Y tres personajes estaban dispuestos a llevar su batalla, por limpiar la Iglesia de personajes nefastos, hasta las últimas consecuencias. Ellos eran Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y James Hamilton. Luego de la visita de Scicluna, el Papa se convenció de que lo que pasaba en Chile lo obligaba a hacer algo.  Se trataba de un territorio que él conocía. No podía dejar que la imagen eclesiástica de su Iglesia siguiera ensuciándose, no en el sector de dónde provenía. Tal vez en los Estados Unidos, Irlanda, Italia, Austria, España, Australia, podía dejar en manos de otros el trabajo de limpieza, si es que se hacía.  Pero aquí, le correspondía a él. Además, sabía que a Benedicto XVI le había costado el cargo tratar de enfrentar a la mafia interna vaticana.

Estaba en un dilema. Juan Pablo II había optado por hacer vista gorda frente a las denuncias que se amontonaban por centenares en cajones vaticanos. Benedicto XVI no había podido llegar más que a tocar suavemente a Maciel. El silencio, las salidas suaves -y a veces desembolsos millonarios- habían significado descrédito y problemas financieros para algunas diócesis, todo lo cual tenía a la Iglesia en graves dificultades.

Hasta ahora, Francisco ha dado muestras claras de su extraordinaria capacidad de adaptación.  Un político profesional no podría haberlo hecho mejor. En una actitud sorprendente, citó a Roma a todos los obispos chilenos. No sin antes dejar en claro que su equivocación  al evaluar las denuncias contra el obispo Barros, se debía a que había sido mal informado. Y por eso quería conversar con los obispos. Lo que dibujaba de inmediato un escenario en el que se tendrían que tomar decisiones muy importantes para la Iglesia chilena. Pero el tinglado armado por Francisco no quedó allí. Anunció que quería pedir perdón personalmente a Murillo, Hamilton y Cruz. Un gesto que involucraría a todas las víctimas de abusos de los sacerdotes católicos chilenos, que en estos instantes engrosan una larguísima lista.

Aún no se sabe cuáles serán los resultados de la reunión con los obispos.  Pero se especula que no podrán ser solo medidas cosméticas.  El Papa ya habría ido demasiado lejos. Tanto como para demostrar que en “su territorio” se aplica una mano dura que no se ha mostrado para casos ocurridos en otras latitudes. Y, posiblemente, el mensaje sirva para enmendar rumbos de una vez por todas. Eso es, al menos lo que espera el Jefe de la Iglesias Católica y sus cercanos. En todo caso, los verdaderos resultados se sabrán en algún tiempo más. Pero ahora Francisco se prepara.  Sabe que la lucha va a ser larga y difícil. En estos días, las denuncias también involucran nada menos que al cardenal australiano George Pell (76), tercer hombre del Vaticano, encargado de las finanzas. En julio enfrentará a la justicia de su país por abusos contra menores, que habría llevado a cabo en dos ciudades.

Más pronto, en este mes de mayo, Francisco resolverá parte de su dilema. Al entrevistarse con los obispos chilenos mostrará las verdaderas cartas que pretende jugar con la curia nacional.  Y allí se sabrá qué pesó más en el dilema: su estructura ideológico política o su compromiso con los dictados que impone el sacerdocio. Si es lo primero, los hechos lo dirán de inmediato. Si Errázuriz y Ezzati siguen ocupando los puestos relevantes que hoy desempeñan, Hamilton podrá decir, con la razón que dan los hechos, que lo tratado con el Papa en Roma no pasó más allá de una manifestación afectuosa, pero lo dicho se transformó “en letra muerta”. Si, por el contrario, la curia local muestra un remezón de fondo, Francisco habrá hecho algo más que una movida política. Y, posiblemente, su institución comience a enmendar rumbo. Pero, de ser así, los problemas para Francisco recién habrán comenzado.

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