Dicen que los árboles no dejan ver el bosque. Los medios dedican paginas y minutos a la “guerra comercial” entre Estados Unidos-China y Europa y nos llenan de detalles sobre las medidas de unos y otros en materias arancelarias, de acusaciones mutuas de acciones anticompetitivas, de amenazas, irrespeto a la propiedad intelectual, y/o subsidios implícitos en sus respectivas exportaciones, que nos terminan por desviar del fondo.
Entonces ¿cuál es la base de este confuso panorama que ha estado remeciendo los mercados, haciendo caer precios de los metales -entre ellos el cobre-, aumentando el valor del petróleo, produciendo taquicardia en el tipo de cambio y afectando la vida diaria y bolsillo de los consumidores en todo el mundo?
La respuesta es simple: la competencia internacional.
Y no cualquiera, sino una por la preeminencia en los mercados más de punta (industriales de última generación y tecnológicos) y la búsqueda y aplicación urgente de “soluciones rápidas y efectivas” de los países más desarrollados para mantener su delantera en la generación de riquezas, que son las que, al final, permiten a sus ciudadanos sostener su modo de vida y, en consecuencia, que ellos den la contraprestación electoral a la estructura de poder político-económico al interior de esas naciones. Nada peor que las crisis económicas para las elites políticas de los países que las sufren.
Desde tal perspectiva, “Make America great again” es, pues, esa respuesta “rápida y efectiva” de Trump -y de quienes votaron por él- a una sostenida pérdida de competitividad de EEUU en áreas que, hasta hace algunas décadas, era líder indiscutido. Por cierto, de su industria automotriz, cuya caída ha quebrado empresas y hasta ciudades (Detroit); la militar, con usinas rusas y chinas emergiendo a gran velocidad; o la tecnológica, en la que, tras ser vanguardia con el mítico Silicon Valley, ha ido siendo reemplazado en precios, creatividad y calidad por múltiples competidores asiáticos y/o europeos.
¿Qué le pasó a Estados Unidos?: un proceso esperable cuando a las naciones les va bien. Después de la II Guerra Mundial, la potencia del norte emergió como las más progresista del orbe y su industria se transformó en faro y guía de la creación, producción y consumo de bienes durables que daban envidiable confort a sus hogares: modernos y cada vez más baratos automóviles, refrigeradores, televisión, microondas, nuevos materiales devenidos de la carrera espacial o vestimentas masivamente consumidas, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Asimismo, una poderosa industria de armamentos que distribuyó sus productos en cada una de las naciones bajo su influencia geopolítica. Su PIB se disparó, pero también sueldos y endeudamiento interno.
Buenos negocios atraen a más competidores y como la competencia tiende a bajar los precios, muy pronto las firmas norteamericanas se percataron que, para seguir rentando a buen ritmo, otras naciones en las que Estados Unidos se había instalado por razones geopolíticas, tenían trabajadores y recursos que permitían una producción más barata, mejorando sus utilidades. Entonces, buena parte de sus grandes compañías comenzó la emigración, transfiriendo no solo capital, sino ciencia y técnicas a sus ex enemigos y/o aliados, aunque, al mismo tiempo, comenzando a crear su propia y más amplia competencia externa. Las producciones extranjeras más eficientes terminaron por liquidar varias líneas de industrias locales en Estados Unidos, los gobiernos de turno dejaron de recibir esos impuestos y se perdieron miles de puestos de trabajo, generando descontento ciudadano interno y posibilitando, a su turno, una “odiosa” mayor prosperidad de otras economías, hasta el punto de amenazar su liderazgo internacional.
Trump solo quiso, pues, “volver a hacer grande América”. Sin embargo, su receta fue volver al pasado: proteger una industria interna en declinación y poco eficiente, amenazar con aumentos de aranceles a firmas de origen norteamericano instaladas en el exterior para obligarlas a retornar al territorio nacional; colocar barreras paraarancelarias a firmas foráneas competitivas de su industria, con acusaciones de robo de propiedad industrial o intelectual; y cerrar las fronteras a inmigraciones que afectarían la oferta de empleo a sus propios connacionales.
Tras esas decisiones, si bien Estados Unidos presenta hoy cierta recuperación, menor desocupación, precios de patrimonios bursátiles e inmobiliarios en alza en su primera fase experimental, lo previsible es que, de aislarse más, la receta no solo no logre estabilizar su economía a ritmos altos de crecimiento permanentes -sus habitantes son solo 330 millones-, sino que, en régimen, sus medidas de protección encarezcan bienes y servicios a los que hoy los norteamericanos de pie tienen acceso a bajos precios. Un IPhone armado completamente en Estados Unidos costaría unos $ 100 dólares más. Ello generará más inflación, obligando a la Fed a subir las tasas de interés, disminuyendo el ritmo de actividad y el empleo y retrotrayendo la economía a su situación original, aunque esta vez, desengañada la ciudadanía del discurso neoproteccionista, terminará por alejar a Trump y/o sus seguidores de la Casa Blanca.
La guerra comercial que se anuncia es, pues, en el fondo, una guerra por la mantención del poder político de las elites en las grandes potencias. Una guerra que, por lo demás, tiene sus raíces en la quiebra financiera de los 2008-2009, cuando los bancos internacionales “too big to fall” hicieron sucumbir los sueños del crecimiento infinito y que aún mantienen al mundo a ritmo cansino hasta que la economía pueda reabsorber la enorme emisión de deuda basura apalancada que “creó” esa gran banca, equivalente a casi 10 veces el PIB mundial.
En una economía globalizada -aunque en retroceso proteccionista-, el crudo dilema, por cierto, no es sólo de Estados Unidos. Lo viven también Europa, China o Japón, cuyos pasivos nacionales -que para el caso de Estados Unidos son equivalente a más de un año de su producción de bienes y servicios- para Alemania y Francia son de 1,5 años y dos años respectivamente; para Japón de poco más de dos años y para China casi dos años y medio, aun cuando algunos de ellos son, a su turno, acreedores de los otros por montos no despreciables.
Es cierto, los ricos y poderosos pueden vivir endeudados toda la vida. La desconfianza del acreedor es siempre frente a los deudores pobres. Pero si en algún momento la “bicicleta” fallara, el desastre previsible no es cualquiera, sino uno realmente grande. Y si esto fuera así, es presumible que las tensiones que hemos visto emerger en los últimos meses, en vez que morigerarse, se agudicen, porque lo que está en juego, como vemos, es, finalmente, la tranquilidad social y estabilidad política de elites de naciones muy poderosas.
Peligrosamente, pareciera que, por desgracia, esta es una convicción que ha ido calando en millones de inversionistas que, en las últimas semanas, han reducido su confianza en la economía internacional y han estado haciendo caer bolsas en todo el orbe, fortalecido dólar, oro y otras inversiones “refugio”, encarecido el petróleo y hecho bailar en la cuerda floja a los metales. Es de esperar que la sensatez política de los principales dirigentes mundiales se imponga por sobre los miedos a la pérdida de poder producto de una competencia sin reglas y que se inicie pronto un período de mayores señales de avance hacia una mayor cooperación internacional.