Cambios a la Ley de Migraciones: ¿qué se entiende como atentado contra la convivencia?

  • 29-11-2024

Hace unos días, la Cámara de Diputados/as aprobó por unanimidad el proyecto que modifica la Ley de Migraciones, con acápites que endurecen y modifican la actual normativa, lo que ha sido criticado por más de un centenar de organizaciones sociales y académicas. Algunas de las modificaciones, como han señalado algunas voces críticas, atenta contra derechos básicos ya adquiridos como también contra la protección adecuada a la niñez. Pero también dentro de la iniciativa se plantea la revocación de permisos de residencias a quienes cometan “faltas” reiteradas que atenten contra “la convivencia”, tales como riñas, ruidos molestos o venta ambulante. Esta visión sólo abre el camino para la justificación de prácticas discriminatorias y criminalizadoras de distintos colectivos migrantes y atenta contra una efectiva cohesión social a futuro. ¿Cómo se determinará qué constituye un ruido molesto y bajo qué mediciones estandarizadas se realizaría? ¿se sancionaría a la comunidad nacional también asidua al desarrollo de actividades sociales? ¿Qué se considerará como riña callejera y bajo que estándares? ¿Y acaso la venta ambulante no es una estrategia histórica, incluso muy común en la comunidad nacional, de los grupos subalternizados para sortear los problemas de inserción sociolaboral?

Resulta compleja la determinación exacta de lo que es un atentado “a la convivencia”, más cuando en Chile estamos asistiendo a una simple coexistencia de grupos sociales, sin efectivos procesos de inclusión social, y más cuando estas medidas de control ciudadano, terminan dificultando una efectiva relación social vecinal.

Lo que se puede constatar es que, a la base de las modificaciones de esta ley, se encuentra el principio de “prioridad nacional”: es decir, la vieja idea de que primero están quienes nacen en el territorio, y luego, quienes vienen de otras latitudes. En este proceso de diferenciación grupal, constituido en el clásico “Ellos/as-Nosotros/as”, se observa una tendencia a simplificar y generalizar las características culturales de las personas extranjeras (como si las prácticas sociales de los/las nacionales fueran homogéneas). Así, entre chilenos/as, la defensa de los derechos ciudadanos a menudo adopta un enfoque excluyente hacia quienes no forman parte de la comunidad nacional.

El concepto de nacional es representado en directa oposición al concepto de inmigrante con todas las consideraciones sociales que ello significa, como, por ejemplo, la misma calidad de “ciudadanía” que se iguala sólo a la nacionalidad por vínculo directo. No obstante, se aprecia en este proceso una invisibilidad de lo que significaría ser culturalmente nacional, dejando esta caracterización de diferenciación cultural y étnica exclusivamente a las personas extranjeras.

Esto, lamentablemente, también contribuye a que la “integración” sólo sea vista desde un cariz asimilacionalista, y como exclusiva responsabilidad de la población inmigrada. Siendo así en los procesos de integración o inclusión, pareciera que el Estado receptor no tuviera nada que ver. Todo ello redunda no sólo en una falta de motivación para el encuentro, el diálogo y la influencia mutua; sino también en una diferenciación jerarquizada de las personas que residen en un mismo territorio, donde unos emergen como vecinos/as con más derecho que otros, considerados bajo un proceso de subordinación y, por tanto, de subalternización social.

En otras palabras, se asignan exclusivamente rasgos culturales negativos a los grupos extranjeros, o bien se aluden a características psicológicas de las personas inmigradas para sustentar estos procesos de subordinación, dejando la responsabilidad de integración en el lado de las personas inmigradas porque son éstos quienes supuestamente “no se integran” a la “normalidad” vigente.

Esta diferencia radical y jerarquizada se sustenta en un imaginario simbólico que se basa en la generalización de prejuicios, estereotipos y estigmatizaciones. Esto plantea serias dificultades para una mejor comprensión entre los colectivos residentes ya que a la extranjería administrativa se suma una extranjería social respecto de lo permitido por la comunidad mayoritaria.

Estas nominaciones negativas llegan a su punto máximo -en el caso de la comunidad de recepción- cuando caracterizan a los sujetos inmigrados como “extraños”, “ruidosos”, “molestos” o “atrasados” justificando los dispositivos de control de la inmigración a nivel local y las diferentes políticas asimilatorias (como la que se está discutiendo actualmente).

El sociólogo Zygmunt Baumman en su momento, señaló que todos estos procesos formalizados en normas ciudadanas inciden en un proceso de segregación que se da con residentes “que no alcanzan los patrones de normalidad (todos los que merezcan estar aislados temporalmente del resto) quedarán confinados a zonas por fuerza de los círculos, a cierta distancia”. Según este autor, se reedita una cierta “agarofobia” que se demuestra en los intentos de homogenizar el espacio urbano, desintegrando las redes de protección de las personas residentes.

Y es lo que formalmente estos cambios normativos pueden generar: es decir que el imaginario social negativo deje de ser solo simbólico para tener carne en la constitución normativa que formaliza una distinción insalvable entre nacionales y extranjeros/as, afectando la cohesión social en los territorios a futuro. Las consecuencias negativas para la cohesión social a largo plazo que ha tenido este tipo de prácticas en otros países con mayor tradición de arribo migrante, han sido catastróficas (basta ver las movilizaciones en Francia de las mal llamadas terceras generaciones, descendientes de familias migrantes).

Por ello, es importante mantener estrategias y alianzas que sostengan una comunidad local que logre establecer vinculaciones cotidianas, más allá de la procedencia nacional, como puede ser el simple hecho de ser vecinos/as, o trabajadores/as, o por cercanía de edad, por ser padres y madres de niños/as.

Para fomentar una efectiva convivencia -y no una simple coexistencia- tampoco se pueden obviar las dificultades estructurales que las diversas personas inmigradas enfrentan para poder tener una mejor inserción social: barreras jurídicas y sobreexigencias legales, falta de regularización, procesos obstructivos para su efectiva inserción laboral, problemas a la hora de encontrar vivienda, desvalorización de su mano de obra, dificultades para el reconocimiento de sus estudios, escollos para el aprendizaje de las lenguas vehiculares aparte de los diferentes procesos de xenofobia y racismo existentes. Para que puedan concretarse actitudes de acercamiento y de “convivencia” se requiere de una interacción donde los sujetos puedan concebirse en cierto grado de igualdad como vecinos/as de un mismo territorio.

Pero lamentablemente estructuralmente existe una diferenciación en derechos entre nacionales y extranjeros/as, y este tipo de acciones legislativas vienen sólo a solidificar esta distancia.

Por Caterine Galaz, académica de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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