Cuando se vive en un país tan marcado por las desigualdades, naturalmente sorprende escuchar del Presidente de la República un discurso en que reconoce esta realidad y promete acciones en pro de los chilenos que viven en la indigencia y pobreza, situación que ya no se pudo soslayar más después del terremoto del 27 de febrero. Llama la atención que un gobernante de centro derecha manifieste tanta coincidencia con quienes gobernaron antes, sin lograr avances sustantivos en materia de equidad y justa distribución del ingreso. Al escucharlo frente al Congreso Pleno hubo quienes hasta lamentaron que las palabras de Piñera no las hubiese pronunciado su propia antecesora, con lo cual, calculan, la Concertación no habría resultado derrotada en los últimos comicios presidenciales.
En estas últimas semanas nadie ha manifestado nostalgia del último ministro de Hacienda, muy celebrado en su momento por negarse a gastar parte de esas voluptuosas reservas para atender tantas demandas sociales sofocadas por el modelo económico que sacrosantamente nos rige desde la Dictadura. En la expresión, por cierto, más salvaje del capitalismo y la explotación inicua de los trabajadores que deben resignarse a salarios miserables para darle competitividad a nuestras exportaciones, y lograr un crecimiento que se mide en el altísimo y agraviante estándar de vida de un porcentaje ínfimo de la población.
Sería ingenuo suponer que ideas tan vociferadas como postergadas sean cumplidas por quienes durante tantos años desde el Parlamento, los partidos y sus entidades patronales le pusieron camisa de fuerza a los cambios e intentos de justicia social, optando siempre por la represión policial para apagar el descontento. Lo que ocurre, simplemente, es que quienes nos gobernaron por dos décadas terminaron más papistas que los pontífices de este modelo desigual y acabaron por brindarle a los poderosos toda suerte de privatizaciones, privilegios tributarios y prebendas que ni los militares se atrevieron a otorgar cuando tuvieron el poder total. Dispensándole, al mismo tiempo, a las Fuerzas Armadas los más millonarios e inútiles recursos de nuestra historia, que ni siquiera fueron retribuidos en lealtad hacia las autoridades, como se comprobó en la criminal indolencia de algunos oficiales ante la inminencia del maremoto que cobró decenas de muertos y desaparecidos.
Se trata, simplemente, de eufemismos y argucia retórica. Lo que tendremos, definitivamente, son miles de mediaguas que muy difícilmente darán paso a una solución habitacional segura y permanente con auxilio del Estado. Con suerte, un “ingreso ético familiar” que le sacará el bulto a un sueldo digno y dividirá por cinco integrantes lo que debiera ser el mínimo sueldo de cualquier trabajador. Propuestas que buscarán seguir enajenando las propiedades del fisco, como renunciar a nuestra soberanía en otros yacimientos y nuevas concesiones pesqueras. Indignidades políticas que bien se descubren, por ejemplo, en la vergonzosa rogativa oficial a las empresas mineras para que voluntaria y temporalmente eleven el minúsculo royalty que pagan a cambio de extenderles por ley la invariabilidad de dicho tributo mientras agotan nuestras últimas reservas de cobre.
200 mil nuevos empleos por año de gobierno y elevar a 22 mil dólares en ingreso per cápita al 2018, es decir bastante más allá de los 4 años que debiera cumplir la actual administración, lo que por sí mismo habla de lo aventurada que puede ser la promesa, sobre todo cuando se la condiciona a un crecimiento mínimo del 6 por ciento anual. Guarismos que aparecen maravillosos, pero que no se pronuncian en nada por el fortalecimiento sindical, la posibilidad de negociar colectivamente los salarios y frenar, entre otros despropósitos, la usura de los bancos, las farmacias e isapres. Proponiéndose, por el contrario, aumentar los contingentes represivos y endurecer las sanciones para quienes atenten contra el orden público y agredan de palabra u obra a los policías. Quienes, por supuesto, todavía mantienen la facultad de juzgar a los civiles en sus propios tribunales.
Una reforma electoral negociada con sus antecesores que se propone el voto voluntario, con lo cual se corre el riesgo de que la abstención se haga cada vez más manifiesta, cuanto más cupulares, todavía, las decisiones políticas. Nada, por supuesto, sobre la demanda de una asamblea constituyente, el fin del sistema binominal o para favorecer la diversidad comunicacional. Con lo que se prevé que la democracia continuará siendo sólo una majadera pretensión. Tan lejana como ese bono destinado a perpetuar el matrimonio civil prometido para las parejas que cumplan 50 años de casados. Propuesta que ganó el beneplácito de un cardenal, pero la hilaridad de los propios legisladores.
Ya sabemos que los caramelos se disuelven en la propia boca.