Cada vez resulta más difícil trazar una línea divisoria entre derechistas e izquierdistas. Es cosa de observar la conducta de unos y otros en nuestro parlamento para comprobar que las diferencias son apenas sutiles. No es tan raro que desde la derecha nos sorprendan con actitudes en pro de ciertos cambios, así como que desde la izquierda nos escandalicen con posturas e iniciativas que en nada se condicen con el discurso socializante antes vociferado. En definitiva, lo que hoy se comprueba en Chile (también en otros países) es una suerte de cogobierno entre conservadores y liberales que explica, entre otras cosas, que a 20 años de la Dictadura unos y otros hayan sacralizado la Constitución pinochetista y el sistema de inequidad económica y social que nos rige. Al mismo tiempo que quienes fueron cómplices del terrorismo de Estado hoy acepten que estos delitos sean investigados y sancionados por los Tribunales.
De este sincretismo ideológico es absurdo esperar que el país impulse grandes transformaciones como sean las de tomar medidas para que la riqueza se reparta más equitativamente entre todos los chilenos. Quienes hoy co gobiernan se demuestran completamente incapaces de impulsar la renacionalización de nuestros recursos básicos, cedidos a dominio extranjero, en la más bochornosa renuncia histórica a nuestra soberanía y dignidad. Unos y otros es difícil que retrocedan en la privatización de la educación y la salud, gracias a lo cual muchos miembros de su clientela electoral hacen pingues negocios. Tampoco unos y otros serán capaces de recuperar para Chile alguna prestancia internacional, felices como están de ser hijos dilectos y obedientes de los Estados Unidos. Una sumisión patética que ha conducido a los izquierdistas a asumir la crónica doble moral de los derechistas. Lo cuales, como sabemos, son demócratas y republicanos cuando les conviene, así como golpistas y terroristas en la adversidad electoral.
Con algunas tensiones (más religiosas que políticas) Izquierdistas y derechistas podrán converger en acuerdos relativos al matrimonio civil, un estatus legal para los homosexuales o en ciertas medidas de protección del medio ambiente. Bajo la condición, claro, de que los moradores del poder político no cambien y a lo más roten de un cogobierno a otro entre los distintos poderes del Estado y las empresas públicas y privadas. Es decir, mientras unos y otros formen parte de la cúpula dirigente que sólo se jubila con embajadas o cuando ya se consolida un buen botín para decirle adiós al “servicio” público.
De esta forma, creo que las denominaciones verdaderas debieran ser las de reaccionarios o revolucionarios. Sí, aunque estos términos produzcan escozor en un país de eufemismos y oportunismos, en el que hasta la palabra “pueblo” ha quedado excluida del lenguaje político postmodernista. Porque no hay más que ser revolucionario para desalojar (el término no es mío) a los grandes intereses enquistados en el gobierno, los parlamentos, los tribunales y los medios de comunicación dirigidos desde los poderes fácticos. Como lo ha hecho Evo Morales, en Bolivia y, con terribles tropiezos, el presidente Correa en Ecuador. Actitud que, `por desgracia no ha querido o podido tener Chavez, en Venezuela, cada vez más horquillado (como Allende en su momento) por los grupos poderosos que siguen enseñoreados en la economía y los medios de comunicación que defienden su monopólica libertad de informar.
Por reaccionarios deberemos entender a los que se solazan con el desorden actual, otorgan un salario mínimo de 172 mil pesos y encuentran una maravillosa oportunidad de negocios con un royalty minero que no supere en 4 por ciento de las utilidades y sin que los trabajadores superen los ínfimos niveles actuales de sindicalización. Los que creen que la seguridad se puede garantizar con más y más policías en las calles y una Ley Antiterrorista todavía más terrorífica que la que tenemos. Los que todavía se complacen con un “modelo” que guarda más de 20 mil millones de dólares en el exterior y todos los días cierran sus ojos, oídos y corazones a las demandas angustiantes de los pobres, los damnificados por el terremoto, los cesantes y el clamor pisoteado a diario por los mapuches cercados por el Estado en nuestra Araucanía.
Este es el verdadero dilema. Las contradicciones que observamos hoy en nuestra política no son más que pura farándula y nunca tan entretenida como la de la televisión.