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El Deshuesadero de la Noticia

Las guerras de Piñera

En año y medio de gestión, el actual gobierno intensificó aplicación de Ley Antiterrorista, potenció el “caso bombas”, siguió con el “caso correos”, lanzó el proyecto anti-tomas y ahora sacó el plan Denuncia Seguro. Una serie de episodios que priorizan políticas de seguridad pública, orden y autoridad como sello de esta administración.

Hugo Guzmán

  Martes 11 de octubre 2011 17:12 hrs. 
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El ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, dio a conocer el número telefónico 600-400-01-01 para que cualquier ciudadano llame, anónimamente, para denunciar un delito. El funcionario precisó que “el Gobierno no puede tener un carabinero en cada esquina, pero sí existe un ciudadano honesto en cada esquina que está dispuesto a entregar la información para combatir el delito”.

Se trata del plan Denuncia Seguro, otro de los instrumentos creados durante el Gobierno de Sebastián Piñera para encarar la delincuencia. Esta vez, recurriendo a que los civiles “honestos” realicen actividades de información para apoyar directamente a las policías.

Doctrinariamente va en la línea de lo aprendido por personeros de la derecha en sus contactos con el gobierno de Colombia, básicamente a través de la Política de Seguridad Democrática (PSD), que establece el uso de “redes de cooperantes”, delación compensada y “soldados campesinos” (civiles rurales que ayudan a uniformados), todo destinado a vincular a la población en tareas de “combate a la delincuencia y el terrorismo”. En ese esquema se instala Denuncia Seguro.

Un plan que llegó una semana después de que Piñera y Hinzpeter presentaran el proyecto de ley antidisturbios que tipifica como delitos las tomas de recintos públicos y privados, el corte de calles, la interrupción de servicios públicos, saqueos, aumentando las penas a quienes los cometan. Medida anunciada por el Gobierno en respuesta a exigencias provenientes de su sector político en cuanto a dar señales de autoridad y orden. Salir al paso de los “encapuchados” y los desmanes se convirtió en una batalla para la autoridad, sin dejar de ligar los hechos violentos a las marchas estudiantiles.

En esos días, un Juzgado de Garantía dictó el sobreseimiento de un grupo de jóvenes acusados por el Ministerio del Interior y un ex fiscal que ahora labora en esa dependencia, de actividades terroristas y violentas, en lo que se conoció como el “caso bombas”. Episodio instalado con mucha vehemencia a través de medios de comunicación, llamativos operativos policiales, allanamientos y detenciones masivas, encarcelamientos en la Cárcel de Alta Seguridad y con la convicción de que en Chile se estaba desarrollando una guerra contra terroristas, que el Gobierno y cierta prensa asoció a anarquistas y okupas.

Eran tiempos en que desde Interior, con Hinzpeter a la cabeza, se promovía la idea de un “incipiente terrorismo interno” y se desarrollaban episodios como el del paquistaní Saif Ur Rheman Khan que habría penetrado la embajada estadounidense con rastros de explosivos y que podría ser parte de esas redes terroristas mundiales que se estarían, ahora, instalando en territorio chileno. El Gobierno ponía así al país en la lista de países en guerra directa contra el terrorismo internacional. A parte de compartir la tesis de George W. Bush sobre la amenaza mundial de la subversión.

En tanto, la administración se Piñera no bajaba la guardia en el combate a “violentistas” y “terroristas” en la zona sur del país, aplicando la Ley Antiterrorista en contra de comuneros mapuches y reforzando los contingentes policiales en comunidades de pueblos originarios. Se difundía la idea de que “extremistas” y “terroristas” se infiltraban en organizaciones mapuches y se declaraba la guerra a quienes atacaban fundos, casonas, tierras y propiedad privada de empresarios forestales y agrícolas. Los indígenas quedaban en el centro de políticas de seguridad pública, orden policial y batalla contra el terrorismo.

En medio de esas situaciones, parecía apagado –aparentemente- el “caso correos”, ampliamente promovido por Piñera, Hinzpeter y otros personeros del Gobierno y de Renovación Nacional (RN), construido a partir de supuestos mensajes electrónicos que ligaban a chilenos con la guerrilla colombiana y, en esa línea, demostraban, en teoría, que había una penetración violentista en Chile. Las supuestas ligas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Ejército del Pueblo (FARC-EP) con organizaciones y personas en Chile, se convirtió en bandera mediática, jurídica, diplomática y política de Piñera y de sus aliados colombianos Álvaro Uribe y José Manuel Santos. Era la guerra supranacional contra los terroristas y los subversivos.

Cuando llevaban poco en el Gobierno, Sebastián Piñera y Rodrigo Hinzpeter, en un hecho inédito, visitaron el cuartel de Fuerzas Especiales de Carabineros para alentar a ese grupo antimotines precisamente cuando preparaban pertrechos y condiciones para salir a la calle a encarar el Día del Joven Combatiente.

Respaldo que se comprobó cuando el Ejecutivo avaló el que un avión de la Fuerza Aérea de Chile (FACH) transportara vehículos policiales y carabineros para reprimir la huelga de trabajadores subcontratados en la mina Collahuasi.

Ya en la cuenta del 21 de mayo el Mandatario habló de “los violentistas” y selló en su vocabulario mediático la palabra “encapuchados” como símbolo de lo que se busca combatir, como lo fueron los “extremistas” en tiempos dictatoriales. Hinzpeter habló del impacto “en la mayoría de los chilenos” por los desordenes y extremó las cosas enrostrando que quienes se oponen a las medidas de La Moneda, lo que quieren es que en Chile “gobiernen los saqueadores”. El vocero de Gobierno, Andrés Chadwick, estableció que la organización de los estudiantes universitarios chilenos fue copada por “ultras, intransigentes e ideologizados” y que ello traerá “la agitación”, en la connotación violenta de la palabra.

Todos sucesos ocurridos en año y medio de la administración de Piñera. Todos hechos configurados en el esquema de privilegiar la seguridad y el orden público y potenciar las acciones policiales y judiciales represivas y criminalizadoras de sectores sociales.

Comentando las medidas y posturas de la administración piñerista, el teólogo Álvaro Ramis indicó que “lo que el Gobierno buscaría es visibilizar a un nuevo enemigo interno, de carácter terrorista”.

Los “enemigos” serían mapuches, anarquistas, comunistas, periodistas, estudiantes, pobladores, okupas, jóvenes, todos metidos en el catálogo de “terroristas”, “subversivos”, “violentistas”, “encapuchados”, “ultras”, etc.

El diputado Hugo Gutiérrez señaló que las medidas y acciones del Gobierno “evidencia que se quiere atemorizar a quienes participen en manifestaciones sociales y se quiere criminalizar la protesta y el reclamo de derechos”, como ocurre con los estudiantes, trabajadores e indígenas.

Lorena Fríes, directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos, escribió que “este proceso de criminalización ha instaurado un marco político que se ha traducido en la política de securitización de los problemas de naturaleza económica, social y política, los que a partir de estas nuevas tendencias son tratados por los Estados como cuestiones de seguridad que se ha traducido en la aplicación de leyes de excepción, tales como la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley Antiterrorista”.

A todo aquello se agregan análisis públicos que señalan que en el Ejecutivo existe la convicción de que las políticas de fuerza, represivas y de orden y seguridad le reditúan electoralmente y puede tener un efecto positivo en los sondeos. De partida, el “voto duro” de la derecha se cuida y se potencia con estas medidas de autoridad.

No habría duda entonces que para el Gobierno de Piñera es central reforzar una línea de seguridad pública y medidas represivas que, de paso, podría convertirse en uno de sus sellos e impronta, en una administración que por momentos parece sin agenda.

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