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Un 11 de septiembre inolvidable


Martes 10 de septiembre 2013 16:32 hrs.


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Estimado Director:

Enterados del golpe de estado en marcha, lo primero que hicimos con mi compañera fue buscar nuestras armas y reunirnos con los demás miembros de la unidad de nuestra organización en el punto que habíamos acordado para este tipo de eventualidad, luego capturamos un par de vehículos y concurrimos raudos a la zona donde debíamos actuar.

En el camino, Alameda abajo, fuimos sorprendidos por la masiva afluencia de personas que llenaban las calles laterales corriendo hacia la ancha avenida y marchando a la casa de gobierno con gritos alusivos a la contingencia. Nos llamó la atención la participación masiva de sacerdotes y monjas vitoreando consignas libertarias y antigolpistas, liderando grupos de feligreses que también las coreaban, incluso nos pareció divisar a algunos purpurados que trataban de ponerse a la cabeza de la muchedumbre. Pero, sin duda, la participación popular era determinante y hegemónica, especialmente de mujeres y hombres trabajadores.

En pocos minutos, a pesar de no ser más de las 8 de la mañana, las calles estaban atestadas de una multitud vociferante y activa. Todo el mundo caminaba alerta y entusiastamente hacia el centro de la ciudad, en dirección a La Moneda.

A poco andar se nos hizo imposible continuar en el vehículo y decidimos seguir a pie, pero antes escuchamos por radio la declaración del gobierno llamando a defender la república y la legalidad democrática, además de las informaciones que decían que en la mayoría de los cuarteles, comisarías, reparticiones militares y embarcaciones de la escuadra, los suboficiales, tropa y soldados desobedecían las órdenes de sus mandos golpistas, apresándolos, y premunidos de sus armas salían a las calles, confraternizaban con las fuerzas civiles de trabajadores, pobladores, campesinos, estudiantes, mujeres y hombres que concurrían a las plazas públicas y a las gobernaciones provinciales para manifestar su apoyo al gobierno, defender el estado republicano y constituir comités de poder popular con participación de civiles y soldados leales.

Todos los partidos del conglomerado gobernante llamaban al pueblo a defender activa y masivamente las conquistas alcanzadas. También las organizaciones de izquierda no partícipes del gobierno, como la nuestra, convocaban a salir en su defensa de tal manera de derrotar al golpismo pasando a la ofensiva, sobrepasando la legalidad, llamando a una asamblea constituyente y profundizando las medidas favorables a las grandes mayorías del país.

No habíamos avanzado más de un par de cuadras cuando dimos de bruces con camiones militares atestados de soldados que, empuñando sus armas, saltaban a la calle sumándose a la manifestación, y muy pronto también emergieron coches policiales desde los cuales cientos de efectivos se incorporaban a la muchedumbre.

Inmersos en la multitud alcanzamos una zona desde donde lográbamos tener una visión clara de la casa de gobierno y sus alrededores, así como de la inmensa, gigantesca manifestación popular coreando casi al unísono gritos alusivos a la necesidad de impedir el golpe y tomar medidas drásticas contra sus instigadores civiles y militares.

Éramos miles y miles, nunca antes se había asistido a una manifestación tan masiva y definitiva. El presidente Allende salió al balcón que miraba hacia la Alameda, saludó a la multitud levantando la mano y, con el timbre metálico de su voz, dijo:

“Compañeras y compañeros, bajen las banderas para que el pueblo pueda ver a su compañero presidente…”.

El pueblo reunido aplaudió, lo vitoreó y se dispuso a guardar un silencio expectante a la espera de sus palabras, pero en ese preciso instante se escuchó el trueno sordo y rasante de tres aviones caza rasgando el cielo gris y neblinoso.

Una fina llovizna caía sobre todos nosotros, empapándonos.

Todas las miradas se levantaron hacia la amenaza que se aproximaba como un rayo.

Durante un interminable segundo vimos cómo se acercaban las máquinas mortíferas e iniciaban, en picada, el ataque contra el edificio símbolo del poder.

Todo el mundo miraba hacia el cielo y proyectaba su visión sobre los cazas que evolucionaban hacia la casa gubernamental.

De pronto, el primer avión se detuvo en el aire, quedó fijo e inmóvil envuelto en esa llovizna persistente y en el cielo gris; luego, el segundo y el tercero.

La multitud acrecentaba poco a poco la potencia de su mirar.

Las tres naves fijas, estáticas en el cielo, lenta, muy lentamente comenzaron a desarmarse pieza a pieza. Cada lámina de su estructura, cada tuerca y tornillo comenzaron a caer en forma suave y leve sobre un espacio abierto entre la multitud. Por último, los tres pilotos descendieron en sendos paracaídas hasta posarse sobre el pasto de la plazoleta y, no pudiendo resistir la mirada acusadora del pueblo, pusieron pies en polvorosa en dirección a parajes de arrepentimiento y reflexión.

Al cabo de los hechos, en medio de un silencio alucinante, una mujer elevó su voz anunciando el comienzo de una nueva era sobre esa tierra larga y sobre su sufrido pueblo. La multitud hizo coro y se dispuso a hacer realidad sus mejores sueños.

Es cuando siento el golpe y el sueño se derrumba.

El golpe viene desde la culata de un fusil, es mi turno en la parrilla y no terminan de tumbarme sobre el camastro metálico cuando ya me acercan la picana.

Sé que debo resistir.

Todavía hay mucho por hacer.

Renard Betancourt M.

El contenido vertido en esta Carta al director es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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