Resulta asombroso que en esta época globalizada nos hayamos, en general, acostumbrado a la libre circulación del capital, cuya única patria es aquella donde más se puede lucrar en el día a día, pero que, sin embargo, nos tensione la libre circulación de seres humanos.
Las razones por las cuales hoy las personas buscan otro lugar en el mundo son múltiples, pero todas están vinculadas con la legítima aspiración de tratar de estar mejor. Entre ellos, el caso más dramático es el de los desplazados y refugiados. Hace pocos días, ACNUR, el organismo para el tema de Naciones Unidas, advirtió que por primera vez durante 2013 se alcanzó una cifra superior a las de la Segunda Guerra Mundial, con la friolera de 51 millones de seres humanos desplazados.
Paradójicamente, las regiones del Mundo que muestran más dificultades políticas e institucionales para acoger la inmigración – Europa y Estados Unidos- son los responsables de las catástrofes que han agudizado los desplazamientos. En Medio Oriente, la intensificación de la guerra en Siria, cuyas consecuencias ahora son dramáticas también en Irak, ha llevado a la huida de seres humanos por cifras de seis dígitos, mientras en África, las desastrosas acciones y omisiones post-coloniales han ayudado a agravar los conflictos en Sudán del Sur y República Centroafricana.
Frente a esta tragedia, y lúcidamente, el responsable de ACNUR en Jordania, Amán Andrew Harper, afirmó que el problema no es humanitario, sino político, puesto que las incapacidades en este plano han llevado a lo otro. Se entiende que en un sentido más amplio, lo político implica también el liderazgo para enfrentar el cambio de sentido común, puesto que la vinculación del concepto de patria con imaginarios culturales o raciales rígidos ya es completamente anacrónica. Baste ver en el Mundial a las selecciones de Francia, Holanda, Bélgica y otras, para darse cuenta de que hoy nación es diversidad.
Esta pregunta es especialmente válida para un país como éste, que ha destacado en estos días por la entonación patriótica de su himno en el Mundial donde dice, entre otras cosas, “el asilo contra la opresión”. ¿A qué le estamos cantando? ¿A una noción monolítica de estado nación, como lo dice la Constitución y, en general, la mirada de la clase política? Porque, para estos efectos, es tan absurdo subsumir a pascuenses y ayseninos, por decir algo, en una concepción homogénea, como no aceptar con naturalidad y plenitud de derechos a los miles de peruanos, colombianos, haitianos y de otras nacionalidades que llegan a nuestro país.
En la práctica, el hecho de que algunos tipos de trabajo sean crecientemente asumidos por inmigrantes de un país específico ha llevado a que, para ciertas miradas obtusas, esos imaginarios estén en una jerarquía inferior en relación al que ellos consideran “chileno”. De ahí a las políticas públicas discriminatorias hay solo un paso.
Una conquista de la especie que nos ha situado en un nivel común es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (y la mujer). Pero, en Chile, los inmigrantes, y algunos más que otros, han encontrado severas dificultades para acceder a la vivienda digna, para tener salud y educación, y para que se respeten sus derechos como trabajadores. Peor aún, cuando han alzado la voz, la respuesta de la opinión pública (actores con capacidad de incidencia más medios de comunicación) ha tendido a ser paternalista, como si ellos estuvieran pidiendo que Chile, de bondadoso, les hiciera un favor.
Hoy la globalización humana, no la de las multinacionales y especuladores, exige en nosotros un cambio radical, si es que, claro, creemos entender bien algunas partes de la letra de nuestro himno y no solo cantarlo para darnos ánimo en un partido de fútbol.