Políticas públicas, opresiones, luchas sociales, corrupción, promesas, gobiernos sucesivos. La torrentosa agua de la política latinoamericana moviliza masas, sueños y voluntades, pero no logra sacar a la región de su signo desigual y pobre. Peor aún: todos los avances, especialmente los de los últimos años, son modestos y extraordinariamente vulnerables a los vaivenes de la economía internacional. Por lo tanto, reversibles.
El reciente Informe de Desarrollo Humano 2014, presentado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) confirma esta situación. Y más que eso: sus conclusiones, ya veremos, son pertinentes para los asuntos más agudos de la coyuntura política chilena. Si bien en lo que va del siglo 56,2 millones de personas salieron de la pobreza, todavía un 25,3% de los latinoamericanos (¡133,7 millones de habitantes!) siguen en tal condición. Pero, tal como pueden corroborarlo miles de compatriotas, la línea de la pobreza no es una zanja profunda, sino una rayita que es cruzada de ida y vuelta por muchos más que los aparecen en la fotografía del momento. Dicho más claramente: a los pobres deben sumarse otros 43,1 millones de personas que viven con un pie en la pobreza y un pie en la clase media. Es decir, parte importante de este último grupo tiene una vida precaria y su condición depende de las incertidumbres del sistema. Pobres y casi pobres son casi el 40 por ciento de los latinoamericanos.
Ellos, la clase media inestable, no están, en estricto rigor, en el informe del PNUD, ni en el mapamundi. Es usted mismo o los puede ver en las calles de Santiago, en Antofagasta, en la Feria de lo Valledor o en las zonas agrícolas: son personas con trabajos informales, migrantes sin los papeles en regla, grupos discriminados y entre ellos, increíblemente, las mujeres. Fácil es concluir que tal condición es consecuencia de políticas de protección laboral febles, cuyo fortalecimiento es bloqueado aun cuando se trata de esfuerzos modestos, como ya se empieza a ver en el presente chileno.
Otra de las conclusiones relevantes del estudio es que los avances logrados en este siglo en la lucha contra la pobreza se han debido en parte mayoritaria al crecimiento económico (en la llamada década dorada de América Latina), pero con un aporte casi equivalente de las políticas redistributivas, de las que son deudores el 38 por ciento de las personas que salieron de la pobreza en este periodo. Es importante recordar que ellas han sido consecuencia de un proceso que comenzó con las luchas sociales en la década de los 90 contra el periodo neoliberal en el continente, y que luego se tradujo en articulaciones políticas que llegaron al gobierno. Si se tiene en cuenta que el periodo posterior no superó del todo al neoliberalismo, y que a veces apenas le alcanza para resistírsele, podríamos decir que para efectos de las políticas redistributivas la calle y la cocina siguen siendo lugares antitéticos.
En otro estudio, el Panorama Social de la Cepal que se publica al final de cada año, se consigna en su última versión que el aumento de la indigencia en el continente se ha debido especialmente a que el aumento en el precio de los alimentos ha sido más alto que el de la inflación. Éste es un elemento relevante, y que desde el punto de vista tributario se expresa especialmente en el IVA, gravamen para los bienes de consumo por definición regresivo y que en nuestra criolla discusión sobre la reforma tributaria se mantiene incólume en un elevado 19 por ciento. Algunos economistas han advertido que muy probablemente, luego de una reforma que fue proclamada redistributiva, el pilar de nuestra recaudación tributaria seguirá un impuesto que afecta principalmente a los más pobres.
En este mismo informe, y tal como insistentemente en Chile nos advierten instituciones como la Fundación para la Superación de la Pobreza, se advierte que los gobiernos, pero también todos nosotros, debemos avanzar hacia una mirada multidimensional del problema, que nos permitirá comprender que los ingresos son apenas la manifestación más cruda de una pobreza mucho más estructural e integral, que se expresa por ejemplo, en la distribución de los males (no hay vertederos en barrios acomodados), en la falta del tiempo libre (Transantiago y distancia de los trabajos) y la inseguridad ciudadana (ya sabemos con quienes se ensaña la violencia). Del mismo modo, nos invita a preguntarnos si es natural o una construcción social que la pobreza golpee con más fuerza a los jóvenes y las mujeres. La respuesta, con un poco más de un dedo de frente, parece obvia.
Para enfrentar la precariedad, propone el PNUD, se deben profundizar las políticas sociales y avanzar hacia lógicas de protección social universal. Políticas públicas de derechos a todo evento y no de bonos, que protejan a los jóvenes, a las mujeres y a los viejos, tan desamparados en Chile. Todo ello supone un contrato social que relegitima la relación entre la sociedad y el Estado y hace posible la gobernabilidad, palabra que tanto gusta a algunos de nuestros dirigentes pero que no se logra por generación espontánea. Cuidado con quedarse en la cocina y no mirar por la ventana.