Atravesamos por una época en que nada parece sorprender. Entre la violencia, el derrumbe de las instituciones, la corrosión de los valores y el descrédito de las ideologías políticas, los ciudadanos se mueven entre la decepción, la rabia y una timorata conformidad. De pronto, aparecen notas discordantes. Personajes que lanzan sus dardos ponzoñosos que provocan mayor daño por quien manejó la cerbatana que por el veneno que inoculan.
Cada día se hace más evidente que los antiguos parámetros entre los que se movía el mundo han desaparecido. Las tensiones que provoca la lucha por el poder siguen siendo similares. Sus protagonistas tampoco han cambiado, pero si el contenido profundo de las estructuras ideológicas que parecían sostener esa disputa.
Hoy es evidente que la izquierda ha dejado de tener sentido. Como dice el grupo español Podemos: “el sistema ya no le teme a la izquierda, pero si le tiene miedo al pueblo”. Y no se trata de un lema baladí. No es sólo una consigna de campaña. La frase encierra una realidad que se vive en todo el mundo. A nivel global, los partidos que antes se definían como de izquierda, buscan el acomodo dentro del sistema neoliberal. Ya han olvidado su planteo básico de reemplazar al capitalismo, aunque este ahora resulta más brutal al ahondar las diferencias entre ricos y pobres.
En Europa, aparecen movimientos que rescatan viejos planteos que avizoraban un mundo mejor, más justo. Lo hacen alejándose de las ideologías tradicionales para tratar de representar el sentir de una ciudadanía que se siente excluida. Por eso el Podemos, que surge de los Indignados en España, o el Parti de Gauche, en Francia, denuncian que los partidos socialistas se han puesto del lado del capital. Su postura es buscar la convergencia con los movimientos sociales. Poder representar el sentir ciudadano y entregar respuestas acordes con tales posturas y exigencias. Hasta ahora tales movimientos están dando sus primeros pasos. Aún no logran articular adecuadamente una relación entre los movimientos sociales y una estructura política que permita avanzar de manera coordinada para alcanzar el poder y desde allí iniciar las transformaciones. Les queda, sin duda, un largo camino por recorrer. Pero demuestran, a la vez, que la nueva visión de la política no se queda sólo en la condena a la traición ideológica, sino que trata de interpretar los atisbos de nuevos paradigmas y condena el misoneismo de la derecha y la antigua izquierda.
En Chile, el debate aún no llega a producir nuevas propuestas de estructuras políticas. Pero la realidad que golpea a Europa, también hace estragos aquí, aunque con las particularidades propias de tradiciones diferentes e historias disímiles en muchos aspectos. En todo caso, el sistema es el mismo y los perjuicios que provoca generan desastres similares. Sin embargo, aquí ocurren hechos que no dejan de sorprender. Y que, de alguna manera, nos ubican de manera precisa en el desarrollo que hemos alcanzado. En otras palabras, nos sientan olímpicamente en una realidad que a menudo se quiere desconocer.
Ramiro Mendoza es hasta seis meses más -y lo ha sido desde 2007 a propuesta de la presidenta Bachelet en su primer mandato- contralor general de la República. Una de las más altas autoridades de país. Hace algunos días, causaron revuelos las palabras que profirió en una instancia académica. Sus críticas al sistema imperante en Chile, a las reformas que impulsa el Gobierno y hasta a las prácticas político electorales de países vecinos darán que hablar por algún tiempo.
Mendoza sorprendió a todos. Hasta ahora se le veía como un personaje mesurado, pese a una postura conservadora que lo acercaba a su mentor, Hugo Rosende, ex ministro de Justicia en la dictadura de general Pinochet. Sin embargo, lo más llamativo es la denuncia que hace acerca de cómo funciona el aparato estatal y no asume la responsabilidad que en ello le cabe. Finalmente, se trata de una autoridad máxima y en cuyas manos ha estado todo el poder de control estatal que existe en el país. Sus palabras habrían sido mejor recogidas si también hubieran estado matizadas con un porcentaje de autocrítica. Pero no fue así. Y quedó la sensación que él critica a los “evangelizadores” que hasta podían llegar a proponer control de precios y reformas varias. Pero no tuvo una sola palabra de condena para los abusos de quien manejan el poder económico en el país. Tampoco dijo nada acerca de la necesidad de establecer mayores controles para evitar que el ciudadano común se vea atrapado por los manejos dolosos de los grandes conglomerados económicos. Dando por sentado que el sector privado actúa de manera adecuada y que los males sólo anidan en el aparato estatal
En resumen, Chile aún tiene que avanzar por caminos plagados de peligros. Y quienes debían ser sus guías parecen emborrachados por el poder. Cierto es que nada sorprende.