Una de las grandes consecuencias de las contundentes movilizaciones estudiantiles fue que el Chile quedara demonizada la palabra “lucro”. Esto es, la obtención de ganancias económicas en la educación, especialmente cuando éstas se derivan del aporte del Estado a este proceso. Quedó sentado en la conciencia nacional que nadie debiera profitar de un derecho humano considerado esencial, cuando en muchos países del mundo la enseñanza es tarea del Estado y los estudiantes no pagan absolutamente nada por formarse. Las masivas protestas pusieron al desnudo cómo se fue deteriorando la educación pública, al tiempo que muchos vieron como una oportunidad de negocio la inversión en establecimientos privados, especialmente si su actividad era subvencionada por el erario público.
En el caso de las universidades, aunque el lucro siempre estuvo prohibido, es evidente que florecieron por doquier centros de enseñanza que, en el afán fundamental de lucrar más allá de recibir justos honorarios, no velaron por su excelencia académica. De otra manera no se explicarían las millonarias transacciones comerciales de universidades y colegios, hasta el grado que también pasó a ser un atractivo negocio para algunos inversionistas extranjeros.
La Dictadura dejó a la instrucción sujeta a las leyes del mercado como cualquier otra actividad económica, objetivo que tuvo pleno asentamiento durante los gobiernos de la Concertación, cuando no pocos personajes que pasaran por el ministerio de Educación se convirtieran luego en inversionistas y dueños de colegios y centros de enseñanza superior. A favor del sostenedor privado, incluso, los distintos gobiernos de la pos dictadura dejaron languidecer la educación pública municipalizada a la vez que restringirle recursos a las universidades del Estado. En la impudicia, además, de transferírselos a los establecimientos privados. Ello también explica la decisión de miles de padres y apoderados de retirar a sus hijos de la escuela y el liceo fiscal cuya infraestructura y financiamiento se deterioraban inexorablemente.
La clase política maniobró por años para dejar que todo continuara igual o se avino a algunas tibias reformas que muy rápidamente fueron desestimadas por las organizaciones estudiantiles y de los maestros, convenciéndose de que el estado chileno debía retomar su papel histórico e impulsar a la brevedad una profunda reforma educacional. Un proceso finalmente impulsado por el segundo gobierno de Michelle Bachelet, pero cuyos resultados se hacen cada día más inciertos en la discusión parlamentaria, los cuestionamientos de la derecha, la falta de experticia de las autoridades gubernamentales y en la enorme presión de las congregaciones religiosas, como de otros intereses corporativos de los propietarios de colegios y universidades.
Por alguna extraña actitud (sospechosa para algunos) los proyectos de ley discutidos en el Parlamento están dejando para más adelante el aumento sustantivo de recursos a los establecimientos públicos, es decir, la primera y más urgente demanda planteada en las calles. Se han propuesto, más bien, atacar los procesos de financiamiento privado de los colegios subvencionados, así como sus prácticas de selección de estudiantes, en vez de partir por el rescate de los establecimientos públicos y proponerse elevar la calidad de su enseñanza. Es claro que la gratuidad universal de la educación y el derecho de todos a una instrucción solvente e igualitaria deberán acabar con la discriminación y la existencia de colegios exclusivos para los hijos de los ricos; sin embargo, lo razonable era partir por mejorar la infraestructura y la calidad docente de los centros educacionales rezagados y evitar la enorme resistencia surgida entre quienes creen, otra vez, que lo que buscan las autoridades es afectar la libertad de enseñanza, y son “defendidos” por los detractores de cualquier avance democrático. En este sentido haber puesto “la carreta por delante de los bueyes”, como se dice, podría poner en riesgo una de las reformas más extensamente demandadas por la sociedad civil.
Sólo algunas voces más retardatarias defienden todavía la legitimidad de lucrar con la educación. Es justo reconocer la existencia de no pocos políticos e intelectuales de derecha que se han rendido a las buenas experiencias mundiales allí donde el Estado asume el papel fundamental de educar y hace innecesaria la participación de agentes privados en los procesos de enseñanza y aprendizaje. La Reforma Tributaria, pese a lo discreta que resultó, testimonia lo fatal que habría resultado para la Oposición sustraerse a colaborar con el financiamiento fiscal a la educación, aunque ciertamente los sectores más ricos no quisieran que sus hijos llegaran a compartir sala de clases con los de clase media y de los pobres.
Al mismo tiempo, las jerarquías eclesiásticas están rindiéndose a la idea de sostener establecimientos de elite y, desde el seno de sus organizaciones, esta reforma educacional ha despertado la dilecta y evangélica opción por los pobres y desvalidos. Mostrándose muchos de sus actores crecientemente dispuestos a abrir sus establecimientos a la gratuidad y al derecho de todos a una educación de calidad.
Pero lo más interesante de todo es que con la estigmatización del lucro en el cumplimiento de un derecho humano fundamental, la sociedad chilena empieza a asumir que en el acceso general a otros derechos, como el de la salud, tampoco el Estado debiera permitir la existencia de las administradoras y centros de atención privados destinados a atender a los que más tienen. Empresas que también persiguen enormes u abusivas utilidades en el descuido (cómplice, tal vez) de un Estado que ha permitido el deterioro de los hospitales públicos que en el pasado prestaban un servicio de excelencia y hasta ejemplar para toda nuestra Región. Muchos se preguntan por qué no debiera prohibirse también el lucro y hasta con más razón, todavía, en este ámbito, cuando la imposibilidad de pagar por los tratamientos de salud ocasiona a diario miles de muertes, como rezagos e impedimentos en la población. Crece la convicción de los abusos que cometen los establecimientos privados que profitan de las cotizaciones de salud de los trabajadores, como también de los recursos y licencias fiscales en beneficio del “emprendimiento privado” en este cometido. Valoramos, por ello, las recomendaciones que surgieron de una comisión asesora presidencial que llama al Estado a intervenir en el sistema de salud, en un diagnóstico que ha prendido las alarmas de las isapres y de sus agentes en la política. Cuando ya se sabe que con las donaciones de estas administradoras privadas se financian las candidaturas de tantos “servidores públicos”.
Al igual que lo anterior, parece inexplicable y bochornoso que la misma locomoción colectiva, que en muchos países es estatal, en nuestro país sirva para que diversos empresarios privados lucren y se beneficien de los millonarios subsidios que les otorga el Estado para un servicio, por lo demás, altamente ineficiente y repudiado por la población.
Las mismas razones que se invocan para eliminar el lucro en la educación y la salud podrían patrocinarse en esta inevitable necesidad de trasladarse para acudir al trabajo, a los estudios y volver a una hora conveniente a los hogares. Un gasto que casi agota más del 50 por ciento del salario mínimo mensual que reciben millones de trabajadores. Realidad que tiene como resultado la justa resistencia popular a cancelar los pasajes a los buses y el propio Metro.
Peor aún es lo que sucede con los fondos de las pensiones privatizadas y con la inescrupulosa entrega del Estado de los descuentos previsionales de todos los trabajadores de Chile a las Afps, una vez de la certeza que existe en que las jubilaciones ofrecidas por el sistema privado no le garantizan a nadie un ingreso digno al dejar de trabajar. Mientras que los dueños de estas administradoras privadas se jactan de las enormes utilidades que perciben del ahorro de quienes deben cotizar sí o sí en ellas. Por supuesto que también en este caso, los chilenos quisieran que se prohíba el lucro y el Estado recaude y garantice una pensión digna.
Asimismo, es del todo correcto pensar que tampoco en servicios tan indispensables como el agua potable, el gas y la electricidad estemos a merced de las distribuidoras privadas y extranjeras que, con los bancos, se reparten las mayores ganancias del país. Recaudando en tiempos de bonanza, de crisis o desaceleración. Ello explica, por lo demás, que el valor de estos productos sean de los más exorbitantes de América Latina y del mundo entero. Situación agravada por la voracidad que también el Estado demuestra con los impuestos específicos a los combustibles. Gravamen del que escapan las Fuerzas Armadas y las grandes mineras. Algo de suyo inaudito, pero muy corriente en el país de las inequidades.
No se trata de nada más que restituirle al Estado derechos y obligaciones reconocidas hasta por los regímenes más capitalistas de la Tierra, y de los cuales no hay sospecha que quieran o busquen el socialismo, salvo el bien común y la justicia distributiva. No hay duda, entonces, que las movilizaciones estudiantiles no solo demandaron cambios en la educación, sino que abrieron la conciencia ciudadana a la posibilidad de emprender transformaciones verdaderamente ahogadas por la Constitución de Pinochet, como por la acción de los poderes fácticos que siguen enseñoreados en nuestra política e instituciones públicas. En las calles de la Capital y de las principales ciudades del país quedó sembrada la voluntad transformadora, a pesar del acomodo personal y el oportunismo de algunos jóvenes dirigentes que, después de desahuciar la institucionalidad vigente, terminaron cediendo a los “cantos de sirena” del poder y los partidos políticos cómplices de la desigualdad social que nos rige. Cuando se esmeran en garantizar la riqueza extrema de una ínfima minoría, así como vender a diario nuestra geografía y soberanía al capital foráneo.