Enrique Peña Nieto, marcado por el pecado original

La frivolidad con el que presidente de México ha conducido el hecho que más ha conmovido a México desde la matanza de Tlatelolco -a fines de la década del 60 del siglo pasado- cierra el círculo de una presidencia que se manchó desde el principio con acusaciones de fraude electoral.

La frivolidad con el que presidente de México ha conducido el hecho que más ha conmovido a México desde la matanza de Tlatelolco -a fines de la década del 60 del siglo pasado- cierra el círculo de una presidencia que se manchó desde el principio con acusaciones de fraude electoral.

Había curiosidad respecto a cómo iba a ser el retorno del PRI al gobierno en México, luego de que un paréntesis de doce años del PAN interrumpiera décadas de la llamada “dictadura perfecta” por Mario Vargas Llosa. Su principal promesa era devolverle la paz a México, aunque no estuviera claro cómo iba a conseguirlo. Quizás era mejor no explicitar: si Felipe Calderón le había declarado la guerra frontal al narcotráfico, a costa de por lo menos 70 mil víctimas, la apuesta no declarada por Peña Nieto era aflojar un poco las cosas. Al estilo de los anteriores gobiernos del PRI, donde el Narco se insertaba con su corrupción en las instituciones y en la vida social mexicana, pero sin que se derramara tanta sangre.

Sin embargo, el tiempo había pasado y no era posible volver atrás. Durante los seis años anteriores a su llegada al Gobierno, el Estado quiso aplicar el monopolio de la fuerza y el Narco lo derrotó en variados territorios y circunstancias. La correlación de fuerzas había cambiado y Peña Nieto se quedó entonces sin nada que prometer. Como el mandatario es hábilmente adicto a la jugada corta –a costa de la mirada de largo plazo- giró bruscamente su agenda hacia algunas reformas políticas, de modo de que el partido no se jugara en la cancha de la promesa incumplida.

Pero ésa no era la única violencia de México. Había otra: la del Estado, acostumbrada desde los tiempos del PRI a las matanzas contra civiles disidentes. La historia reciente registra decenas de episodios similares y muy especialmente en Guerrero, donde los maestros y su afán alfabetizador han sido un sujeto social en resistencia contra los abusos de la autoridad.

En un principio, Peña Nieto sostuvo la hipótesis de que los autores de la desaparición de los estudiantes normalistas habían sido narcotraficantes. Pero en Guerrero la violencia del Narco y la de las instituciones es imposible de distinguir. Por eso han proliferado los grupos de autodefensa: porque no creen en nadie que no sean ellos mismos para protegerse, tengan o no uniforme.

Las cosas, probablemente, se hubieran quedado en ese atroz limbo del acostumbramiento a la violencia cotidiana, si no fuera por el modo en que la desaparición de los 43 estudiantes normalistas golpeó la conciencia nacional. Ahí Peña Nieto dio una nueva prueba de falta de estatura: primero, no se hizo cargo de su deber, habida cuenta que desde el primer minuto hubo indicios claros que se trataba de un crimen de Estado; y segundo, cuando el país esperaba que su presidente encabezara con grandeza y empatía el sentimiento de desazón nacional, él se esmeró por deslindar responsabilidades, más pendiente de salvar su propia situación que de atender a la urgente demanda de verdad y justicia.

Más aún, el padre Alejandro Solalinde, sacerdote católico y respetado activista de derechos humanos, acusó hace más de un mes al Gobierno de manejar la información y de decirle a los desesperados familiares menos de lo que realmente sabía. Apostó para tal argumento a doble contra sencillo: dijo que los jóvenes habían sido secuestrados y quemados por sicarios y que el Ejecutivo estaba perfectamente enterado. Algunas semanas después, el Gobierno informó a los familiares exactamente la misma versión que adelantó Solalinde.

Por si eso no bastara, y cuando la indignación había movilizado miles de personas a las calles y los atentados contra sedes partidarias o del Estado eran pan de cada día, Peña Nieto se fue a la cumbre de la APEC en China y luego a la del G20, más preocupado de los acuerdos comerciales que de liderar para hacerse cargo de la conmoción nacional. El cruce oceánico, del que el mandatario regresó recién al final de este sábado, fue recibido como una verdadera afrenta por buena parte de los mexicanos.

Cabe agregar, a este cuadro ya sobrecargado, la polémica por la lujosa mansión que su esposa y ex estrella de telenovelas, Angélica Rivera, recibió en 2012 de un consorcio chino nominado para construir el primer tren de alta velocidad de México y que el propio presidente revocó, en medio de denuncias de la oposición por falta de transparencia.

Hoy, el presidente no tiene margen para la finta, puesto que el país exige paz, pero las instituciones para encarnar esa demanda han sido derrotadas o corrompidas por el narcotráfico. Y ahí es donde cae encima del presidente su pecado original: ganó con apenas el 38 por ciento de los votos, con acusaciones de fraude electoral de los estudiantes que dieron origen al entusiasta movimiento “Yo soy 132”; con una minoría en el Parlamento que le llevó a negociar, en el caso del PAN, impunidad por los 70 mil asesinados y 25 mil desparecidos del gobierno de Felipe Calderón, muchos de ellos atribuibles, tal como los normalistas de Guerrero, a la acción de agentes del Estado, lo cual configuró, en resumen, a un presidente que primero se lavó las manos y que ahora las tiene atadas.

De paso, dejo instalada la pregunta sobre cuánto, más allá del despiste discursivo y comunicacional, cambió México con Peña Nieto.

El hecho de encontrarse con la cruda realidad ha provocado la reacción indignada de miles de mexicanos.

Hoy, más allá de las decenas de marchas que se apoderaron de las calles del país este domingo, México deambula sin referencias morales, puesto que hasta la Iglesia Católica está desacreditada por su colusión con el Gobierno; sin alternativas políticas, porque en la Guerra contra el Narcotráfico el PAN, el PRI y el PRD tienen las manos y la conciencia manchadas. Y, para peor, liderado por un presidente frívolo, que trata de ganar en la jugada política pequeña mientras su país se hunde.





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