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El linchamiento: guardando la sagrada propiedad privada


Sábado 29 de noviembre 2014 20:11 hrs.


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El violento linchamiento en la vía pública que experimentó un menor de edad el miércoles 26 de noviembre, luego de haber sido descubierto asaltando a un anciano en el centro de Santiago, ha sido criticado en los medios por distintos sectores. Tanto el gobierno como el Instituto Nacional de Derechos Humanos han repudiado el hecho por lo que aparece como el argumento más obvio: a la ciudadanía no le corresponde impartir justicia, sino que al Estado. Más allá de esta repartición de funciones, lo que choca realmente del suceso es su brutalidad y el apoyo que, aparentemente, tuvo entre los espectadores de la humillación pública sufrida por el joven, presunto criminal.

Siempre es difícil interpretar este tipo de vejaciones, especialmente si ocurren en mitad de la calle y con un menor de edad como protagonista, pero para dar un paso en su comprensión podemos entenderlo en primer lugar como un “fenómeno de masas”: al suceder en un marco de baja restricción por parte de la autoridad, en medio de una efervescencia que exalta la animosidad del grupo y en condiciones de anonimato para sus miembros, se dan las condiciones para que las barreras morales de los individuos dejen de ser efectivas en la consecución de sus fines. En estas situaciones los parámetros valóricos que contienen el destino de los sucesos se trastocan, dando paso a lo que externamente se podría ver como una conducta irracional.

¿Debemos interpretar el linchamiento en cuestión como un fenómeno de masas? Sólo en parte: efectivamente se dio en condiciones que la moral grupal y su apoyo a la violencia legitimó una forma de ajusticiamiento que, a nivel social, no es posible defender por ser contraria al Estado de derecho. Las agresiones perpetuadas al joven pueden parecer irracionales por su desproporción y su explícito afán de humillar; lo mismo puede decirse de los saqueos que el país ha visto en situaciones de emergencia. Son actos que parecieran no medir sus consecuencias, lo que posibilita un juicio moral sobre ellos que es legítimo a nivel público.

Más interesante que la “irracionalidad” de este tipo de sucesos son los fines que persiguen explícitamente, y que a veces pasan desapercibidos entre las condenas morales que reciben. En este caso el propósito más evidente de la golpiza es expresar una defensa acérrima y fanática al derecho de propiedad privada, vulnerado por el supuesto criminal. Lo más llamativo, en ese sentido, es que tal defensa tenga tan poca cautela con la integridad física y el derecho que el joven violentado tiene sobre la propiedad de su cuerpo. La indignación que despierta el robo no aparece cuando se trasgrede la integridad física y psíquica de las personas; es lo que las campañas contra el acoso callejero han intentado visibilizar, indicando ciertamente esa ambivalencia.

Si los saqueos tras el terremoto de 2010 mostraron que la obtención de bienes –hacerse propietario- podía constituir un fin perseguido a cualquier precio, el linchamiento a que aludimos es el reverso de lo anterior: es la defensa de un propietario vulnerado, ante lo que el grupo se alza exigiendo justicia. La desproporción del castigo indica cuan sagrado es tal derecho en ciertos sectores de nuestra sociedad, llevando a desmerecer la dignidad misma de algunos de sus miembros. Esto no debe leerse desde el “malestar” que existe respecto al accionar del sistema judicial y su “puerta giratoria”; todo lo contrario, muestra que existen individuos que están fascinados por el ejercicio de la justicia punitiva, hasta el punto de querer protagonizarla ellos mismos. Especialmente si se les da la ocasión cuando se viola, aunque lo haga un mísero lanza, el principio sagrado sobre el que parecieran descansar –subordinados- los demás.

Volviendo a la comparación, en los saqueos los principales medios del país y sus periodistas no dudaron en condenar la conducta de los implicados. Ciertamente, lo que estaba en juego era la propiedad privada. Cuando se lincha a un joven en la vía pública, nuevamente se refieren a él como “el ladrón” –siendo que es un menor de edad-, y se dan el lujo de llamar a este tipo de hechos “detención ciudadana”. La violación de derechos fundamentales es todo lo contrario, un ataque al concepto mismo de ciudadanía; sin embargo, la “detención ciudadana” entrega la falsa imagen de un pueblo que se organiza por la defensa de sus derechos. Si en su organización espontánea esos mismos derechos son dejados de lado, el “ajusticiamiento” no puede sino desvirtuarse y caer en lo que él mismo condena.

Vicente Silva Palacios
Licenciado en Sociología

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