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La utopía aquí y ahora

Columna de opinión por Antonia García C.
Lunes 15 de diciembre 2014 15:48 hrs.


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A primera vista hay una contradicción en los términos. Porque si es utopía, no es aquí ni es ahora. Y sin embargo algo de eso hay en algunas experiencias de las que podemos ser testigos. Yo creo que todos, en todas partes. Porque no debe haber un lugar en el mundo que escape así no más a cierta cuota de belleza que algunos se obstinan en regalar.

La Compañía nacional de autómatas La Musaranga se dedica a eso. Regala belleza. Hace veinte años que existe y trabaja en la localidad de San Fernando, provincia de Buenos Aires. Sin exclusividad. Desde que pudieron comprar un micro es más fácil desplazarse. No es un detalle porque son muchos: no menos de veinte, quizás treinta personas, sin contar los títeres y las máquinas (como, por ejemplo, “Ramoncito, el robot chaqueño” que recita una poesía sobre el trabajo y que mide…1,85 metros de altura…). Cada función supone montar y desmontar la carpa, todos los elementos de un circo criollo que llega intacto al siglo XXI.

Con el micro y los esfuerzos que cada uno despliega a diario, ellos van ahí donde hay una necesidad. Y el trabajo al que se dedican nace también de una necesidad porque se inició en barrios donde al parecer no había nada. Había que ser Pedro, quizás, para imaginar que un envase de lavandina podía ser un pingüino y que ese pingüino podía tocar el piano. Lo mismo con las latas de conserva, los corchos, los alambres, las tapitas, piezas rotas o sueltas que se iban uniendo para formar otra cosa. Un guitarrista. Un bandoneonísta. Artistas de circo. Juguetes provistos de pequeños mecanismos que permitían que un niño los pusiera en movimiento: el guitarrista tocaba, el forzudo hacía fuerza, la niña saltaba a la cuerda. Lo mismo con los títeres hechos con materiales recuperados: algunos de ellos encarnan entrañables figuras de la cultura popular argentina. Los hay de distintos tamaños, manejados de diversas maneras. Luego la orquesta, los libros, el grupo de teatro, el taller de encuadernación, la serigrafía y quién sabe cuántas cosas más.

Ninguno de ellos trabaja de artista ni anda por ahí diciéndose artista. Sin embargo lo son. Lo son –me parece– porque yo creo que es de artistas demostrar en actos que de la nada puede nacer algo (sea cual sea el barrio y la naturaleza de su pobreza y su riqueza). Entre los miembros de La Musaranga –en horario diurno– hay fotógrafos, bibliotecarios, un herrero, un maestro mayor de obras, técnicos de distintos rubros, estudiantes (secundarios, universitarios), docentes y muchos músicos. La vida de la compañía se desarrolla en ese otro tiempo que cada cual se da para estar después de la jornada laboral y en los días “libres”.

No trabajan con subvenciones. Si las han tenido (no lo recuerdo) no es un dato significativo. En cambio sí lo es que los espectáculos sean gratuitos y que ellos sean –en algún punto– sus propios mecenas. Se sostienen con las ganas, con su voluntad y es un espectáculo no menos fabuloso que la función asistir a la llegada del micro, la descarga, el armado de la carpa, de las máquinas y artefactos varios (como puede ser una rueda de la fortuna para que cada cual sepa –por fin– su destino).

Hace unas pocas semanas, en la plaza de San Fernando, pude asistir a toda una tarde de funciones con La Musaranga y sus amigos, entre los cuales varios artistas invitados que sin ser parte de la compañía comparten con ellos una historia en común. Y se podría decir “materiales” en común porque no sólo los títeres están hechos con retazos y fragmentos. Ahí fue que volví a ver “El Gran Circo del Arca” (el más chico del mundo) de Roberto Iriarte. Parafraseando a Tuñón: “igualito a un circo grande pero chico”. ¿Qué se podría decir? Cabe en una mesa y el elenco completo en una pequeña maleta. Tiene música en vivo, luces, suspenso, un terrible león y una hermosa equilibrista. Un payaso que llora. Una notable representación de Juan Moreira y, como si esto fuera poco, el espectáculo cuenta con la participación estelar de Leonardo Favio. Todo en chiquito. La mayoría de los personajes hechos con corchos. Una sola persona les da vida y cautiva a los niños. Y si uno deja de mirar lo que hace Roberto para mirar el espectáculo en los ojos de esos niños, queda claro que la magia del circo es siempre la magia del circo: no importa el tamaño, la escala.

Viendo este tipo de cosas, uno se queda más que pensativo y salta de una pista a la otra. ¿Cómo puede ser que haya gente que pueda tanto con tan pocos medios? ¿Cómo puede ser que haya gente con tantos medios que pueda tan poco? ¿Por qué vivimos pendientes de los segundos y no de los primeros? A menudo –con razón o sin razón– pienso en la política no como gestión de cierto estado de cosas sino como herramienta de transformación (de ser posible “para mejor” y ya que estamos a favor de los que tienen menos porque los otros no necesitan ningún tipo de intervención para vivir tranquilos). Pero quizás hemos equivocado la escala, el escenario, los actores. Quizás las transformaciones que más importan suceden en lugares insospechados. Pero no solamente las que empeoran las cosas sino también las otras. Son las transformaciones que suceden en las grietas, en los pequeños espacios donde algo hermoso se vuelve posible y transforma aquí y ahora la vida de un ser humano.

No me refiero, en este caso, sólo a la representación sino a un tiempo mucho más largo en que personas como éstas –y otras, en otros sitios– operan el milagro de no darse por vencidas, de empezar de nuevo todos los días, de trabajar a contra corriente de cierta racionalidad en la que muchos se apoyan como heridos en sus muletas. Sigo pensando que junto con interrogar lo que hacen y lo que no hacen los poderosos, es urgente considerar lo que puede el antiguo artesano que a lo mejor todos llevamos dentro.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.