Francia: los límites de la empatía

El problema que veo no es tanto en qué lugar ponemos nuestra empatía y qué tan amplia es o qué tan mezquina, sino lo que hacemos con ella cuando todas esas personas que nos importan están vivas. Porque hay un tiempo para hacer las cosas y también una manera. ¿Qué tipo de unidad puede llegar a nacer de esta empatía que hoy, lamentablemente, suele expresarse demasiado tarde? Y quizás también, ¿demasiado a solas?

El problema que veo no es tanto en qué lugar ponemos nuestra empatía y qué tan amplia es o qué tan mezquina, sino lo que hacemos con ella cuando todas esas personas que nos importan están vivas. Porque hay un tiempo para hacer las cosas y también una manera. ¿Qué tipo de unidad puede llegar a nacer de esta empatía que hoy, lamentablemente, suele expresarse demasiado tarde? Y quizás también, ¿demasiado a solas?

Es cosa de decir Francia para que a mí me asalte una duda: ¿cuál de todas? No hay unidad sino disparidad en las experiencias que se viven a diario, tanto en Francia como en otros lugares: una multiplicidad de países coexistiendo dentro de uno solo. Incluso si pensamos en términos de Estado y de políticas de Estado.

A fines de los 70, inicios de los 80, había en Francia un gobierno de derecha comprometido en oscuros intercambios y negocios con las dictaduras latinoamericanas. Con la argentina, en particular, sin que hubiera en esto exclusividad. (Quien se interese por el tema puede leer y/o ver el trabajo que la periodista Marie-Monique Robin le dedicó: “Escuadrones de la muerte, la escuela francesa”). Lo llamativo es que al mismo tiempo, en Francia, había gente que salvaba. No por acción de algunos locos sueltos sino también por intervención de ministerios e instituciones dedicadas a administrar el asilo en Francia. El asilo era en esos años una política de Estado. Y había además una densa red de asociaciones de amistad franco-lo-que-se-te-ocurra (franco-chilenas también).

“Touche pas à mon pote” era, en ese entonces, algo más que un eslogan de las asociaciones antirracistas. “No te metas con mi yunta”. Con mi compadre, con mi amigo. No te metas con él o te las vas a ver conmigo. Una manera de ubicarse, de poner el cuerpo y no solamente la palabra. El cuerpo junto con la palabra. Cosa que expresaba la mano reproducida en pegatinas que iban a parar a la puerta de la casa. Había que tener coraje para auto-designarse y designar su propia casa (francesa, por lo general) de esa manera como casa “antirracista”, en los suburbios donde las contradicciones entre una Francia que excluye y una Francia que recibe podían estallar a cada rato.

Yo recuerdo que en mi pueblo, en el pueblo donde aprendí a ser extranjera, muchos marchamos cuando lo mataron a Boussena. En ese momento, a ninguno de los participantes se nos hubiera ocurrido decir que éramos Boussena. No se usaba. No había precedentes. Creo que todos teníamos claro más bien lo contrario. Que no todos éramos Boussena y que siendo que muchos éramos extranjeros, no lo éramos de la misma manera: algunos eran más extranjeros que otros. Sencillamente no era posible pensar que alguien (un parroquiano) viniera un día a sacarme de un bar y me matara a botellazos (como hicieron con Boussena). Tampoco era posible pensar que alguien (un profesor) me expulsara del aula con la pequeña frase asesina: “¡pero qué alumna más fea!” No. Uno sabía que cierto tipo de crueldad estaba reservada a algunos extranjeros y se podría haber hecho una oscura jerarquía a partir del comportamiento de algunos franceses. Por suerte el viejo Alesi –presente en esa marcha y en tantas otras marchas– no la hizo ni dejó que ninguno de sus alumnos se iniciara en semejante listado. Lo que el viejo Alesi, del que ya hemos hablado, intentaba inculcar era eso que algunos llaman la “inteligencia del corazón”. Una manera de sumar o de aprender sumando… personas… unir sin negar, sin menospreciar –pero sin sobrevalorar tampoco– las diferencias. A Alesi no se le hubiera ocurrido decir que “extranjeros son los pobres que vienen de África y no las clases medias latinoamericanas con patente de refugiados políticos”. En realidad, Alesi no preguntaba ni necesitaba saber mucho para hacer lo que hacía dentro y fuera del aula: él veía niños y veía a los padres, obreros en su gran mayoría. A lo mejor presentía que el más extranjero es siempre el más pobre. El sin trabajo, el sin instrucción, el sin posibilidades de asegurar la subsistencia: el que queda fuera del reparto. Y hacia él iba la mano de Alesi.

Sin ningún tipo de duda, los profesionales asesinados el miércoles 7 de enero en la sede de Charlie Hebdo son parte de esa Francia que salvó, cobijó e interpuso en tantas ocasiones su propio cuerpo, ante la inminente agresión hacia otros cuerpos. Es la Francia del “touche pas à mon pote”. La que también tenía el rostro de Cabu. Digo Cabu porque a este hombre se le dio por ser muchas cosas en su vida y, entre otras, fue el dibujante de los niños. De tanto verlo dibujar muchos llegaron a pensar que Cabu era algo suyo. Proximidad, familiaridad, que muy rara vez logran los dibujantes. ¿Quién no lo quiso a Cabu? Algún provocador de servicio. No debe ser el tema pero a lo mejor lo es: quizás había que imponerle a Francia una pena colosal. Un luto. Algo más triste que asistir todos los días al derrumbe de las izquierdas francesas y a la irresistible ascensión de los que sabemos. (Y digo pena y no miedo porque el miedo está en Francia desde hace mucho y no puede ser novedad). ¿Quién se beneficia con eso? Habría que ver. Pero también: ¿quién ríe hoy en Francia? ¿Fuera de Francia?

En estos días algunos discuten sobre la política editorial de Charlie Hebdo como si en esa política estuviera la clave de lo acontecido. Tiendo a pensar que si se trata de agredir a los musulmanes –los cuales tampoco conforman una unidad–, sectores del Estado francés vienen protagonizando acciones más graves, más determinantes, más abiertamente irrespetuosas. Pero a ellos, no les pasa nada. No los fusilan. Son los sectores de siempre. Los que viven en las catacumbas de la política. Los que sobreviven a todos los gobiernos. Los intocables. Ellos son los que intercambian con los asesinos del mundo entero porque la muerte es también un negocio, un mercado mucho más interesante que el mercado que ofrece la vida. Y hasta dan ganas de pedir –ya que estamos– que los mercaderes hagan un esfuerzo: vamos que se puede, vendan la vida. Pero, la pucha, ¡véndanla bien!

Cinismo aparte, ocurre también en estos días que, de pronto, se está levantando en distintos lugares una forma de rechazo hacia… ¿hacia qué? No me queda claro. ¿Al exceso de protagonismo de estas víctimas francesas en relación a otras víctimas de otros países que serían más victimas en una nueva jerarquización acorde con quién sabe qué visión de la humanidad? ¿Demasiada visibilidad por un lado? ¿Demasiada oscuridad por otro? Y uno ve aparecer en redes sociales nuevos listados, cada uno el suyo, con los muertos movilizados sirviendo quién sabe qué causa. Con un poco de imaginación cada cual podría hacer su propia lista de muertos y que quede claro qué buenas personas somos los que no nos sumamos ni a los festejos ni a los lutos de los poderosos. (Pasa que justo, esta cuestión de los poderosos era lo que Charlie Hebdo tenía en la mira. La cuestión del poder. La cuestión de la autoridad. La cuestión del cómo funciona y no funciona la autoridad). Pero, en definitiva, ¿a quién le importa nuestra empatía? ¿Nuestra indignación? ¿Qué se puede hacer con ellas?

Confieso que frente a los asesinatos del 7 de enero, me impacta la rapidez con que ocurrieron los hechos. No hubo tiempo de interponer nada ni de decir, en nombre de esos franceses: “touche pas à mon pote”.

El problema que veo no es tanto en qué lugar ponemos nuestra empatía y qué tan amplia es o qué tan mezquina, sino lo que hacemos con ella cuando todas esas personas que nos importan están vivas. Porque hay un tiempo para hacer las cosas y también una manera. ¿Qué tipo de unidad puede llegar a nacer de esta empatía que hoy, lamentablemente, suele expresarse demasiado tarde? Y quizás también, ¿demasiado a solas?

Entonces, repito. A fines de los 70, inicios de los 80, había en Francia un gobierno de derecha comprometido en oscuros intercambios y negocios con las dictaduras latinoamericanas. Y había una Francia que salvaba… ¿A quién salvamos nosotros? Ciudadanos de tantos países. Porque está claro que no sirve tender la mano para cerrar los ojos del muerto. Ni confundir acción colectiva con velorio o entierro.





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