En el sur se queman lo bosques milenarios del país y en Santiago se queman las instituciones de la República.
Desde las páginas editoriales, las cartas al director y los columnistas dominicales de la prensa tradicional, como El Mercurio y La Tercera, se transmite un mensaje común: el país está en crisis y se requieren liderazgos del tipo histórico –Victorino Lastarria, Andrés Bello, Benjamín Vicuña Mackenna- para sacar al país de la parálisis política actual. El discurso de “dejar que las instituciones funcionen” ya no es suficiente, sobre todo cuando muchas de esas instituciones están en entredicho.
Por ejemplo, la semana pasada tuvo al Servicio de Impuestos Internos (SII) en el centro de la tormenta. El SII es un organismo que depende del poder ejecutivo y sus señales de no querer colaborar con el Ministerio Público alimentaron las sospechas de que La Moneda, tal vez incluso con la complicidad de algunos sectores de la oposición, estaba fraguando un acuerdo extra institucional, y secreto, para barrer debajo de la alfombra las delicadas aristas que podrían surgir del caso Soquimich.
Pues bien, ello no parece ser el caso. El viernes el SII entregó a los fiscales todos los antecedentes contables que esa empresa de litio, encabezada por el ex yerno de Pinochet, le había entregado unos días antes, precisamente en un intento por evitar a la fiscalía. Según comentan fuentes del servicio tributario “la querella en contra de Soquimich es cuestión de días, no hay vuelta atrás”.
Según esas mismas fuentes, en estos días el Ministerio del Interior está elaborando las listas de “los que van a caer” y los que “hay que salvar” en el caso Soquimich. No es un misterio para nadie que esa empresa era mucho más transversal en sus aportes a la política, ya que ha tenido que defender el monopolio que tiene sobre el litio chileno. En otras palabras, la resistencia del gobierno a ventilar este caso, que momentáneamente fue frenado en el Tribunal Constitucional, es más una estrategia de ganar tiempo para “controlar los daños”, que un intento certero por tapar este asunto. Tanto en palacio como en círculos opositores se sabe que tiene que correr la sangre, pero la pregunta es: ¿la sangre de quién?
Irán al matadero aquellos cuyos nombres ya aparecieron en la contabilidad “ideológicamente falsa” de la empresa de Ponce Lerou afirman personas interiorizadas en el tema. Pero algunos de los que podrían estar vinculados a Soquimich hay que salvarlos. ¿Por qué? Por su importancia operativa en la política.
Sin embargo, este no es el único incendio que enfrenta el palacio de gobierno. En política exterior el pobre desempeño de Heraldo Muñoz –que en el caso de Bolivia se aferra al Tratado de 1904, al igual que varios gobiernos de distinto designio a lo largo de las décadas- sólo ha contribuido a aislar aún más a Chile. Hace décadas que la diplomacia chilena viene cojeando, contribuyendo a la imagen de que somos un mal vecino, sólo preocupado por pavonear sus logros económicos en desmedro de una convivencia más armónica en la vecindad.
Se ha ido instalando la idea de que las perspectivas para el país ante la demanda boliviana en La Haya se están nublando cada vez más. Mientras que Bolivia exhibe una política comunicacional audaz –basta con recordar el anuncio de Salvador Allende a página entera en El Mercurio- nuestros diplomáticos parecen estancados en una forma de hacer política exterior que se reduce a los salones y aferrarse a dogmas. La entrevista que Muñoz concedió este domingo a ese mismo diario parece confirmar esta rigidez.
Como si esta desconexión con la realidad nacional e internacional no fuera suficiente, la política impulsada desde La Moneda muestra otros signos preocupantes de irrealidad. Como afirma un analista político en un informe confidencial que está circulando entre la elite: “La mejor evidencia de qué tan rápido ha caído la capacidad de control de la agenda del gobierno es que en enero, hace apenas dos meses, muchos se animaban a especular sobre cómo Bachelet impulsaría este año su promesa de una nueva constitución. Hoy, es imposible imaginar siquiera que el gobierno de Bachelet tendrá la fuerza y habilidad necesaria para impulsar una versión mucho más moderada de reforma laboral que la que presentó ante el Congreso hace unos meses”.
Todo indica que, guardando ciertas proporciones, el gobierno de Michelle Bachelet está en una encrucijada no tan distinta a la que enfrenta el gobierno de Dilma Rouseff en Brasil. Al menos las decaídas cifras de apoyo parecen indicarlo.