Pablo Larraín es uno de los más eficientes directores chilenos en el difícil logro de avanzar en el oficio, exponiendo una voz personal y al mismo tiempo del gusto de la crítica y los festivales internacionales. Con su muy ambiciosa opera prima “Fuga”, Larraín demostró tener los recursos y la autoestima para poner a prueba lo que el cine chileno había hecho hasta ese entonces. La grandilocuencia y la falta de edición en contenido y forma de esa película, han sido superadas. Con las siguientes cuatro obras – “Tony Manero”, “Post Mortem”, “No” y ahora “El Club”- Larraín ha ido construyendo un mundo en donde lo perverso se hace presente tanto en los temas como en las atmósferas.
Con “El Club” el director se adentra en una realidad desconocida para la mayoría de la población, aquellas casas “de retiro” que la iglesia católica mantiene para situar allí a aquellos sacerdotes que, por diversas razones, no pueden seguir ejerciendo el ministerio. En este caso se trata de una casa que inicialmente agrupa a cuatro sacerdotes que protegidos por la iglesia de la justicia, llevan allí muchos años y que bajo el cuidado de una monja -también retirada- han desarrollado dinámicas que se asimilan a las de un centro religioso, pero sobre las que se mueve cierto aire de anormalidad. A esta casa llega un quinto sacerdote cuyo fugaz paso por el recinto marcará el destino de todos, ya que tras él aparecen dos personajes más. Un adicto marcado por el pasado de ese cura y otro religioso más, esta vez un reformista, que investigará a todos los habitantes de la casa.
Si existiese algo así como un “dream team” de los mejores actores de cine en Chile, la película “El Club” estaría cerca de completarlo: Alfredo Castro, Alejandro Goic, Jaime Vadel, Alejandro Sieveking, Roberto Farías y una breve pero poderosa aparición de José Soza sostienen la tensión del relato. Antonia Zegers, esposa y fiel colaboradora del director, se luce en un papel complejo tocando notas dramáticas que no le habíamos visto. Incluso Marcelo Alonso, aporta su rigor y dureza a un personaje que le calza perfecto. En términos de elenco probablemente los únicos que desafinan son el trio de surfistas que resultan forzados al interior de esta bien ejecutada construcción.
“El Club” es una película adulta, dolorosa, compleja. Se nota el aporte del destacado dramaturgo Guillermo Calderón en el guión. Hay diálogos realmente devastadores, filmados con una precisión que mantiene el tono y la tensión de la película. El fotografo Sergio Amstrong -parte del equipo estable de Larraín- utiliza lentes anamórficos para generar esta sensación de crepúsculo constante, de una bruma que recorre cada una de las escenas y que genera una cierta incomodidad que acompaña al espectador durante todo el relato, lo que es reforzado por la excelente banda sonora a cargo del reconocido músico nacional Carlos Cabezas.
No es de extrañar el interés que ha logrado “El Club”, y en general la carrera de Pablo Larraín, en el exterior. El director y su equipo están enfocados en historias inquietantes e inquietantes maneras de contar esas historias. No hay en ellas distancia de clase, ni la crítica social que algunos quisieran, pero si hay riesgo y eficiencia. Acá hay una buena película, de esas cuyas imágenes nos acompañaran un buen rato y cuyos personajes nos continuarán fantasmeando.