Es la tarde del martes y en el amplio hall del Centro Cultural La Moneda resuenan palmas. “¡A la cancha, a la cancha!”, lanza alguien desde el rincón donde suena la cueca y están los micrófonos y no son pocas las parejas que se lanzan a bailar. Son algo así como las cinco de la tarde en Santiago y frente a todas esas parejas y quienes las miran está el féretro de Margot Loyola. Acaba de morir, casi a los 97 años, buena parte de los cuales los pasó aprendiendo y enseñando esos pasos y rasgueos que ahora se hacen en su honor.
En un rincón está Osvaldo Cádiz, el hombre que la había acompañado desde 1958. Lleva los mismos lentes de sol que se ven en una pantalla frente a él, pero en la imagen los usa para bailar cueca en el soleado patio de la casa que ambos compartían en La Reina. Acá, ahora, los utiliza para hacer frente a interminables apretones de mano y abrazos de personas que hacen fila para saludarlo.
Por ahí cerca está también la investigadora Patricia Chavarría, discípula de Gabriela Pizarro, la misma a la que Margot Loyola despidió como “mi mejor alumna” en 1999. “Yo no fui su alumna… pero en realidad una no puede decir que no fue alumna de Margot, porque fue mucho lo que entregó”, dice, estableciendo una línea de sucesión en el traspaso de conocimientos.
“Puedo recordar que en 1968 vine con un grupo de Concepción a dar un recital sobre la Cruz de Mayo en el Teatro del Instituto de Extensión Musical. Para nosotros fue una sorpresa, porque Margot llegó con unas bolsas con sánguches, con jugos, con agua, y no nos conocía. Imagínate, nos infundió un ánimo tremendo. Éramos provincianos, cabros chicos, veníamos a Santiago y ella nos recibió de esa manera, a pesar que no tenía que ver con la organización de ese recital”, recuerda Patricia Chavarría, aludiendo al ballet Aucán que dirigía entonces y a la sala que hoy ocupa el Cine Normandie, a escasas cuadras de La Moneda.
Patricia Chavarría viajó especialmente desde el sur y se acuerda también que una vez, a principios de los ’80, invitó a Margot Loyola y Osvaldo Cádiz a presentarse en Concepción. Que ella “hizo llorar al público” con su interpretación. Y que esa es una de las claves de su labor. Investigación, creación e interpretación: “Es una suerte de unidad de muchos aspectos que es difícil encontrar en otros. Su importancia va más allá de quienes estudiamos el folclor, porque ha sido importante para todo Chile, no solo para quienes cantan, bailan o investigan”, asegura.
La hermana mayor
Siguen las palmas. Un profesor está en el rincón de los micrófonos con un curso completo. Son pequeños niños que tocan tonadas y melodías tradicionales con flautas, con metalófonos, con guitarras y hasta con melódicas. Son anónimos, como la gran mayoría de los que forman una fila para presentar sus respetos. Es un micrófono abierto. Por ahí también pasa un joven guitarrista que aparece con una harmónica al cuello, a lo Bob Dylan, pero termina cantando cueca. Pasa Eduardo Peralta, que recita unas décimas y evidencia algo sabido por quienes cultivan esa forma poética: “Margot Loyola Palacios” es un verso octosílabo y siempre queda bien como pie forzado.
Más temprano, cuando el centro cultural todavía no estaba repleto y no era necesario pedir a la gente que abriera paso a los que seguían llegando, en ese rincón estuvieron Las Morenitas, el grupo que Isabel Fuentes y Laurita Yentzen mantienen en San Vicente de Tagua Tagua, junto a Fanny Flores y Emilia Ramírez. “Nos conocimos el año 50, porque yo pertenecí al conjunto Los Provincianos y estuve como cinco años con ella. El ’54 recién iniciamos Las Morenitas, pero siguió la amistad hasta ahora. Fue como mi hermana mayor. La acompañé en arpa, en guitarra, en voces, todo lo que me pedía”, dice Chabelita Fuentes, que también recuerda las Escuelas de Temporada que organizaba la Universidad de Chile, que las llevó a compartir teatros en Coquimbo, en La Serena, en Ovalle.
Al mediodía, Las Morenitas -al que se atribuye el título del grupo de cantoras más antiguo en actividad- tocan algunas de las cuecas y tonadas que la misma Margot Loyola les enseñó: “La Margot fue una mujer muy generosa con toda su gente”, reafirma luego Isabel Fuentes, cuando la noche cayó hace rato en Santiago.
En el mismo rincón, esa misma noche, hay un quinteto de cuerdas de la Fundación de Orquestas Juveniles que toca parte del verso por despedida que Violeta Parra le dedicó a Gabriela Mistral. La primera cuarteta, otra vez, calza perfecto: “Hoy día se llora en Chile / por una causa penosa / Dios ha llamado a la diosa / a su mansión tan sublime”.
Ecos en la calle
Cuando la Presidenta Michelle Bachelet ya no está en el Centro Cultural La Moneda, cuando el protocolo se relaja y ya es de noche en Santiago, se producen escenas curiosas. Es como un libro sobre folclor chileno desparramado por el barrio. A un costado de las cámaras y los guardias presidenciales está el grupo de payadores que improvisó décimas y cuecas hace pocos minutos. “Mostrar la verdad, el alma de un país, abofetear a mucha gente que no quiere verla. Eso es lo fundamental de su legado. Decir “esto somos”, no eso ni esto otro. A partir de lo que somos tenemos que crecer”, dice uno de ellos.
Es Manuel Sánchez, que evoca así la primera vez que estuvo con Margot Loyola: “Conocí a doña Margot en el ’90, en una escuela de verano de folclor que organizaba Fidel Sepúlveda en el Campus Oriente de la Católica. Yo fui de colado, me invitó Sergio Sauvalle y participé de las clases que hacía con Osvaldo. Era como una mamá, porque era muy cariñosa y era muy didáctica al enseñar. Muy enfática, pero cariñosa a la vez”, relata.
Arriba, por la Alameda, un grupo de bailes nortinos camina apurado hacia el subterráneo. En plena Plaza de la Ciudadanía, es decir, en el techo del centro cultural que acoge el velorio, decenas de personas alzan pañuelos para unos cuantos pies de cueca.
Al día siguiente, en la contigua calle Morandé, el auto que encabeza el cortejo fúnebre es antecedido por organilleros y chinchineros que quiebran el habitual murmullo del centro. Así ocurre a lo largo de las cuadras que separan La Moneda de la Recoleta Domínica. Mientras avanza el cortejo, se detienen los peatones, se asoman los que están en los edificios. Algunos sacan sus teléfonos para tomar una foto, muchos se persignan con genuino respeto. Muchos, también, gritan algo y aplauden espontáneamente.
Entre medio se escuchan las palmas de quienes caminan junto a los autos. Llevan un compás de tres cuartos que a veces se apaga, pero se renueva a medida que se suman nuevas palmas. A un costado del Mercado Central, por ejemplo, hay mucha gente y el golpeteo se hace más fuerte. También al otro lado del río, frente a la Recoleta Domínica, que recibe a Margot Loyola con una cueca y una aglomeración en la que se confunden autoridades, folcloristas, familiares y personajes habituales de La Vega.
A la salida de la iglesia las palmas ya no se detienen más. Acompañan la lluvia de pétalos que cubre la carroza frente a la Pérgola de las Flores, acompañan las cuecas y versos que se improvisan a lo largo de la avenida La Paz. Es el mediodía en Santiago, se larga a llover con fuerza en Recoleta y el cortejo arriba finalmente al Cementerio General. En la entrada principal, bajo la enorme cúpula que protege de la lluvia, se produce eco. Ahí, las palmas resuenan mucho más fuerte.