“El Botón de Nácar” es la segunda parte de una trilogía que comenzó con “Nostalgia de la luz” (2010) y como esa película se mueve desde lo infinito del universo a reflexiones sobre la existencia humana y su relación con la memoria.
En su documental anterior, Patricio Guzmán propone un viaje al pasado desde el desierto de Atacama. Allí se dan cita los arqueólogos que indagan sobre las culturas precolombinas; las viudas que aún buscan los restos de sus desaparecidos en dictadura y los astrónomos que indagan el cielo en busca de respuestas. “El Botón de Nácar” se arma en diálogo con esta obra anterior y continúa con la pregunta sobre el pasado, esta vez desde nuestra relación con el agua.
Guzmán se mueve desde el agua que se los astrónomos han encontrado en lejanas constelaciones hasta la larga costa del territorio chileno para situarse en la Patagonia y en el desafortunado destino de los pueblos que la habitaron. Desde el testimonio de los últimos descendientes indígenas del sur, el realizador construye la historia de estos pueblos primero en su habitar en el mar y su poderosa cosmogonía, para posteriormente exponer la brutalidad de la colonización y el exterminio.
Desde allí, Guzmán teje un puente para hablar de la vida y la muerte que está presente en el océano y conecta con los desaparecidos arrojados al mar. De manera consistente con su cinematografía Guzmán retorna al tema de los derechos humanos y da cuenta de cómo hasta la geografía continúa reclamando por memoria.
Las impresionantes imágenes de la película son responsabilidad de la fotografía de Katell Djian –también presente en “Nostalgia de la Luz”- y tienen un nivel de belleza y riqueza que hacen fundamental ver esta película en pantalla grande. Desde el plano detalle a un trozo de cuarzo del desierto de Atacama, que tiene más de tres mil años y en donde aún se puede distinguir una gota de agua; hasta impresionantes planos satelitales de los mares del sur y las poéticas imágenes captadas por los observatorios astronómicos, logran impresionar y conmover al espectador. Esto sumado a las hermosas composiciones de Miranda y Tobar, crean los momentos más altos del filme son aquellos en donde la composición visual y sonora no requieren de palabras para invitar a la reflexión.
Al igual que en “Nostalgia de la Luz” la voz del realizador es lo que guía este recorrido. Son sus reflexiones y experiencias las que van dando sentido a este discurso. Su voz solemne y pausada nos permite movernos por el material y entender conexiones que en otro contexto serían difíciles de hacer. Este pensar en voz alta de Guzmán se complementa con testimonios de otros como Gabriela Paterito y Cristina Calderón -sobrevivientes de las etnias patagónicas- el historiador Gabriel Salazar y el poeta Raúl Zurita, entre otros.
Como en anteriores películas Patricio Guzmán se hace preguntas de profundo valor y comparte con el espectador las conclusiones que ha ido sacando al respecto. Quizá lo que puede incomodar, especialmente hacia el final de la película, es el subrayado de su argumento en su propia voz y en la de otros. Las imágenes que presenta son tan poderosas que no requieren de énfasis, para lograr que el espectador pueda acompañar su discurso e construya sus propias reflexiones.