Comento por vergüenza

  • 10-11-2015

Martín Lasarte, el entrenador uruguayo de fútbol que ahora se desempeña en la Universidad de Chile, declaró al terminar uno de los últimos partidos, cuando se le pidió un análisis de lo realizado en la cancha por sus dirigidos: “Siento vergüenza. No quiero comentar, pues tendría que decir cosas que no quiero decir”. Todos entendimos que sentía pudor y actuaba con prudencia para no tener que decir que sus dirigidos lo habían hecho muy mal, que habían jugado pésimo, que parecían no saber su oficio o cometían errores de aquellos que en el tenis se llaman “no forzados”. Se vería obligado a decir que éste o aquél no debían continuar.

Yo también siento vergüenza, junto con muchos otros chilenos, militantes políticos, interesados en el devenir de nuestra sociedad, asumiendo que los dirigentes políticos tienen un papel que jugar y la política es una actividad de por sí sana y generosa, pero que los actuales dirigentes han convertido en una profesión detestable, repudiada por las mayorías, desprestigiada y considerada sinónima de las peores palabras.

Antes había “dirigentes”, es decir personas con ideas, con propuestas, con capacidad de conducir de acuerdo con un plan. Hoy día hay una “clase” que se auto reproduce, que se encierra a sí misma y en la cual los que asumen las tareas del Estado se aferran a los cargos o se rotan en ellos, más por el gusto de sostenerse allí que por llevar adelante sus propuestas. Para eso tratan de hacerse eco de discursos ocasionales, de intereses particulares de los que tienen más presencia pública y están dispuestos a estirar las normas hasta el extremo o mientras no sean sorprendidos. La explicación que dan para sus conductas que violan la ley (“Así se han hecho las cosas, no hay otra manera, todos lo hacen”) puede ser cierta, pero no es aceptable.

Se apegan a la consigna, al discurso fácil, a la repetición de los nombres que algunos publicistas ingeniosos ponen a las leyes, a las propuestas, a las conductas. Desidia, flojera, superficialidad, vulgaridad, son una tónica en la mayoría de los que hoy ocupan cargos “directivos”, sin dirigir nada, sino contentándose con ser voceros de sus propios intereses o repetidores de aquellos a lo que ciertos medios los pautean.

Eso abarca desde los actuales gobernantes y los partidos que contribuyeron a elegir a la actual autoridad ejecutiva hasta los opositores parlamentarios, ya sea los tradicionales derechistas o los neo izquierdistas elegidos con votos de la coalición de gobierno a la que dicen no pertenecer. No a todos, pero a una mayoría suficiente como para mancillar la actividad.

Por eso hay que limpiar la política, reponer criterios éticos que algún día imperaron, volver a tener dirigentes y no meros ecos políticos. Y para eso no hay otro camino que insertarse en la actividad, aun a riesgo de tener que lidiar con las peores prácticas, pero sin caer en ellas.

Lo probamos en la Democracia Cristiana. La lista en la que participé, encabezada por Ricardo Hormazábal, obtuvo un 20 por ciento de los votos, contra el 9 por ciento de Albornoz y el 71 por ciento de la unión de las máquinas y las fracciones tradicionales. Eso pese a las presiones, las amenazas, el dinero gastado, el uso de los cargos y de los recursos ajenos. Producida la elección, un sector que apoyó a la actual directiva se retiró de esa alianza invocando razones éticas, perdiendo incluso la posibilidad de vestirse con los oropeles que lucen los ocupantes de los cargos.

Pero con una resistencia digna de mejores eventos, los dirigentes se mantienen en sus cargos como si nada sucediera. No les hacen mella las críticas y si bien el actual gobierno puede ser criticado, la forma y la actitud que ellos toman los sitúan más cerca de los opositores recalcitrantes que de los integrantes de la coalición que quieren perfeccionar o simplemente mejorar las propuestas.

Las presentaciones públicas del último presidente del PDC y de su sucesor, el actual, ambos senadores, dejan mucho que desear. Producen vergüenza en muchos militantes. Y no nos queda más que comentarlo y decir: que se vayan de sus cargos (algunos que se vayan del PDC pues ya no creen en su doctrina, según demuestran los hechos). Los chistes que circulan por Internet respecto de ellos nos producen congoja y la imagen que las nuevas generaciones tienen de la DC nos aflige.

La Democracia Cristiana es más que lo que han exhibido sus actuales dirigentes o voceros.

Por eso es el momento de decirlo con claridad y crudeza: que se vayan cuanto antes. Nosotros, algunos viejos en edad, otros jóvenes, mujeres y hombres, todos con las convicciones claras y la voluntad dispuesta, estamos en la tarea de recuperar la dignidad de la tarea política y reclamar para la Democracia Cristiana el papel que le cabe como una fuerza política de vanguardia.

Muchos militantes nos sentimos convocados por la doctrina y la historia para proponer a Chile y a América Latina una ruta para construir una sociedad de fraternidad, justicia y libertad. Hemos ido avanzando en nuestra campaña por volver a constituir al PDC en una vanguardia hacia la transformación de la sociedad en el marco de lo que los nuevos tiempos exigen y la naturaleza humana reclama.

Por vergüenza estamos en la cancha.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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