En Chile, los ministros de Hacienda han gozado de un poder e influencia que apenas tiene paralelos en otros países del mundo.
Durante la dictadura fueron hombres como Sergio de Castro y Hernán Büchi, y a partir de 1990 nombres como Alejandro Foxley, Eduardo Aninat, Nicolás Eyzaguirre, Andrés Velasco, Felipe Larraín, Alberto Arenas y ahora Rodrigo Valdés, los que han gozado de un estatus de superministros que ha eclipsado al tradicional centro del poder político chileno: los ministros del Interior. Tal vez la única excepción en los últimos años fue José Miguel Insulza durante la presidencia de Ricardo Lagos.
El hecho de que los ministros de Hacienda hayan sido, en las últimas tres décadas, los primeros ministro de facto no es casualidad. Ello es reflejo del neoliberalismo extremo de nuestro país, que eleva a una categoría de ciencia exacta y apolítica a los expertos en economía, que no es más ni menos que cualquier ciencia social como la psicología, la sociología, la ciencia política o la historiografía. El hecho de que muchos economistas realicen regresiones y calculen el llamado “R al cuadrado” no los vuelve, como dicen los estadounidenses, en “científicos de cohetes espaciales”. Nuevamente, la economía, aunque pocos en Chile lo quieran reconocer, no es más ni menos que cualquier otra ciencia social. Es decir, es susceptible a ser revisada, corregida, enmendada.
Este preámbulo es importante para entender lo que está pasando ahora –y lo que ha pasado durante las últimas décadas– en la política económica local. Porque en nuestro país sobra ciencia económica, pero falta voluntad política.
Después de que Alberto Arenas diseñara una de las reformas tributarias más ambiciosas de las últimas décadas, el 11 de mayo recibió el sobre azul por parte de la Presidenta Michelle Bachelet. ¿La razón? El inmenso enojo del empresariado por tener que pagar unos pesos más, y el fuego amigo por las desprolijidades técnicas de la reforma.
Arenas fue rápidamente sustituido por Rodrigo Valdés, militante del PPD que cuenta con una amplia experiencia en el sistema financiero internacional, apegado a los mandatos de rendimiento de Wall Street. Valdés era la cara visible del “realismo sin renuncia” que esbozó Bachelet a mediados de año. Y el nuevo superministro ha cumplido su función de manera impecable.
Su gran papel ha sido bajar las expectativas de los chilenos. Como la economía ya no crece tanto como hace unos años –todo porque los chinos ya no nos compran tanto cobre– el ministro Valdés es el vocero de la nueva austeridad. Sin embargo, es tan austero, que hasta Andrés Velasco, el ministro de Hacienda en la época de Bachelet I, parece hoy en día un keynesiano abierto a gastar sin chistar.
Para cualquier ciudadano medianamente informado, el hecho de que el diario El Mercurio celebrara el nombramiento de Valdés en mayo, debería ser motivo de sospecha. “Todo indica que Alberto Arenas salió luego de perder las relaciones con el sector privado, tras un duro debate de la reforma tributaria”, afirmó ese diario en mayo. “Por eso, el nombre buscado por la mandataria debía tener un fuerte perfil técnico pero, además, con buenas relaciones en el sector privado. Y todo eso es lo que tiene Rodrigo Valdés Pulido”, se felicitaba ese periódico.
Pues bien, Valdés ha cumplido la misión. En una entrevista publicada ayer por el diario La Tercera, el ministro afirmó que “ahora vienen tiempos en que vamos a tener que ser mucho más estrictos”. En efecto, así es. Todo indica que el gobierno postergará hasta marzo su desaguada reforma laboral. En temas de educación La Moneda ya bajó el moño y decidió incluir una pseudo-gratuidad a través de una glosa en el presupuesto anual, lo que va directamente en contra de las demandas de los estudiantes desde 2006 y 2011. Y la reforma de pensiones ni siquiera califica para ser considerada reforma, por cuanto mantiene absolutamente intacto el sistema de previsión individual que, al final del día, viene a capitalizar a las grandes empresas de siempre.
Pero el funcionario Valdés, cuyo salario lo pagamos todos los chilenos, continúa repitiendo el libreto neoliberal de siempre. En teoría, hay partes de su discurso que tienen sentido. En la entrevista publicada ayer, y ante la pregunta de qué significaba ser más estricto en el manejo macroeconómico, el ministro dijo que “tenemos que estar seguros que cada peso gastado rendirá: no hay mucho espacio para equivocaciones cuando uno tiene menos plata”. Y acto seguido, como buen político y economista hizo un símil. “Igual que una familia, si tiene más recursos puede darse el lujo de comprar y planear más cosas; cuando se tiene menos, debe reasignar los recursos que tiene de la manera más inteligente posible”.
Y es justamente en este punto donde él, y muchos de sus predecesores, están equivocados. Es cierto, la economía de un país tiene similitudes con la economía familiar. Pero si nos salimos del aula de clase, resulta evidente que esa imagen de responsabilidad financiera es ficticia. Para empezar, la mayoría de los chilenos no vive de sus ingresos, sino de sus deudas. Una familia puede decidir endeudarse para comprar un Mustang descapotable, o una furgoneta para repartir alimentos o escolares. Lo primero sería un consumo “irresponsable”, lo segundo una potencial inversión.
Con el Estado pasa lo mismo. Puede invertir en bonos de marzo –el equivalente al Mustang, cuyo fin es generar una inyección momentánea y muy breve de felicidad– o puede invertir en educación, salud y pensiones. Al igual que el consumidor promedio chileno, el Estado se ha esforzado, por razones electorales es de suponer, en satisfacer la ansia del momento.
Sin embargo, cada vez que entramos en un período histórico en que el pueblo de Chile demanda más inclusión, más y mejor educación y salud pública, y menos Mustang, período como el que estamos viviendo actualmente, el discurso de los dueños del tesoro público es castrante y castigador. Como aseguró el propio ministro Valdés ayer: “La velocidad de avance de algunas reformas ciertamente dependerá del crecimiento. No podemos ofrecer irresponsablemente beneficios”.
Y así se cierra el círculo. Todo, absolutamente todo en Chile, se reduce al crecimiento económico. Cuando éste es elevado, los economistas neoliberales –de gobierno y oposición– nos recomiendan prudencia en el gasto social. Cuando el crecimiento se reduce debido a que nuestro único producto extractivo va en baja, como ocurre ahora con el cobre, la recomendación es exactamente la misma: prudencia en el gasto fiscal.
Entonces, ¿en qué quedamos?
A fines del año 1990, el entonces director de Presupuestos José Pablo Arellano tenía a su disposición unos nueve mil millones de dólares para financiar todo el Estado y todas las políticas sociales. Hoy el presupuesto de gobierno es seis veces mayor. Sin embargo, el ministro Valdés insiste en que hay que ser “responsables” y austeros.
A estas alturas todo parece indicar que la austeridad se aplica al 90% de la población, y el alegre gasto público al 10% más rico. De lo contrario, ¿cómo nos explicamos que en los últimos 20 años varios empresarios de nuestro país entraran a la lista de los más ricos del mundo?
El consuelo es que la gente común y corriente también entró al Libro Guinness de los Récords, aunque sea porque hicieron el completo más grande del mundo. Y porque tienen la Teletón.