El pueblo nortino de Quillagua ya había sido materia de documental con el trabajo de Jorge Mazurca Venegas “Las cruces de Quillagua”, estrenada el año pasado en el contexto del programa Miradoc, tal como lo hace ahora “El final del día”. El trabajo de Mazurca es una obra que se mueve entre el rescate del testimonio de los habitantes de un pueblo que está por desaparecer y la denuncia de las razones de esa decadencia, producida por las consecuencias de la gran minería y la indolencia de las autoridades. Y aunque el presente documental de Peter McPhee se encuentra en varios puntos con la película de Mazurca, se diferencia de ella sobre todo en el tono con que se acerca a este lugar.
“El final del día” retrata la vida de varios de los vecinos de Quillagua -un pueblo que en su momento fue un oasis en la zona de Atacama y que en los últimos años ha ido perdiendo actividad y habitantes debido a la falta de agua- durante ese 21 de diciembre del 2012, fecha que según algunas lecturas de las profecías Mayas se anunciaba como el que iniciaría el fin del mundo. Las 21 horas es el momento en que, según las predicciones, se produciría algún evento que marcaría para siempre los destinos de la humanidad. El documental acompaña a distintos personajes a lo largo de ese día marcado por la incertidumbre en algunos casos y por la indiferencia en otros.
El contexto de lo particular de la fecha se hace presente a lo largo de varias escenas a partir de los comentarios de los comunicadores radiales que en distintos tonos se van refiriendo a las profecías y que acompañan el quehacer diario de los habitantes de Quillagua. El documental acompaña a un profesor de la pequeña escuela del lugar-en la que quedan solo una docena de alumnos ya que la mayoría de las familias jóvenes se han trasladado a otras comunas-; a una anciana que nos cuenta sobre el pasado del lugar; a un par de niños que hablan de lo que se imaginan que sería el fin del mundo; a una mujer que con la poca agua que hay se ocupa de regar los árboles de la plaza; a un diácono que prepara la iglesia para que los fieles vengan a rezar sus inquietudes; a un mendigo que comenta las profecías con sabiduría y humildad, y a un agricultor que abraza su ascendencia ancestral y que nos invita a pensar sobre las consecuencias de las acciones del hombre. Esta diversidad de testimonios se va presentando de manera accesible y familiar, dándole a cada persona el tiempo para desarrollar sus ideas y acciones cotidianas, al tiempo que permite al espectador empatizar con este otro ritmo con el que se mueven los habitantes de este pueblo.
La construcción visual del documental es memorable por su falta de ambición. McPhee deja que el impresionante desierto, el cielo limpio del norte y la naturaleza que pelea su permanencia hablen por sí mismos. Y aunque existen énfasis, sobre todo sonoros, la naturalidad con que se presenta el material permite que cohabiten la inquietud ante la decadencia y pronta desaparición del pueblo, con la amabilidad de sus habitantes. No es difícil hacer las conexiones que responsabilizan a las empresas y a las autoridades del triste devenir de este pueblo, pero el documental más que denunciar parece querer invitarnos a detenernos en estas otras formas de habitar que están en extinción. La idea del fin del mundo es una excusa para obligarnos a pensar en cuanto de lo que conocemos –y desconocemos- está llegando a su fin.