La reciente publicación de los resultados de los “test de stress” por parte de la Autoridad Bancaria Europea (EBA) a las instituciones del viejo continente, más que aclarar la situación del sector ha suscitado más inquietud que certezas. Por de pronto, el índice bursátil que agrupa a los principales bancos europeos ha caído 45% y, en sólo días, a inicios de agosto, reconocidos bancos italianos o alemanes perdieron más de 30% de su valor en Bolsa, provocando una destrucción histórica de capital.
De acuerdo a diversos analistas financieros, los “test de stress” no están ofreciendo una guía adecuada para interpretar la salud de los bancos y, por más que sean exámenes en los que se somete a los balances de los bancos a situaciones extremas, que incluso pueden resultar hasta excesivas, su técnica e interpretación se basan en una comparación estática, entre un estado inicial al cierre contable de 2015 y un estado final estimado para 2018.
Así, los análisis intentan representar cómo evolucionará la ratio de capital fully-loaded (que incorpora todos los efectos regulatorios de Basilea III hasta 2018) y la ratio de apalancamiento (como medida del endeudamiento bancario), introduciendo shocks -casi siempre de demanda- que se supone impactarían en forma simétrica sobre los diferentes márgenes que forman parte de la cuenta de resultados de esas entidades.
Por ejemplo, tomando uno de los supuestos de los “test de stress”, como sería el de una recesión severa en la economía europea, el ejercicio analiza su impacto sobre el capital de modo lineal y como ocurriendo de una sola vez sobre cada margen, en particular, sobre el resultado de explotación, donde aparecen provisiones y costos. Pero, como es obvio, los problemas de un banco no son comparables a los de un negocio cualquiera, cuya quiebra, por lo general, no implica una ola de desconfianza o, incluso, una “corrida bancaria”, donde los depositantes se agolpan a las puertas de sus sucursales, exigiendo el reintegro total de sus cuentas y depósitos a la vista.
Añaden, en consecuencia, que, aunque una nueva crisis bancaria sea de baja probabilidad, ya han ocurrido en reiteradas ocasiones en la historia y, la evidencia muestra que la evaluación del efecto sobre los recursos propios de los shocks de demanda, nunca generan un efecto lineal sobre el balance, sino más bien, uno caótico, difícil de predecir y también de erradicar.
La crítica de los analistas apunta a cierta complacencia con los resultados de los recientes “test de stress” aplicados a la banca europea, hecho que podría llevar a los inversionistas a un exceso de confianza en torno a los niveles de capital necesarios, los que, de acuerdo a los requerimientos de Basilea III, son genéricos y no están adaptados a la realidad de cada una de las entidades (10% de ratio fully-loaded para 2018, es considerado apenas un mínimo o punto de partida). De allí que, para éstos, la clave es establecer mecanismos más robustos que permitan solventar rápidamente una eventual crisis de solvencia bancaria, minimizando las pérdidas para la economía, aun a costa de cierta reducción en la eficiencia del negocio.
Según análisis recientes, uno de dichos mecanismos sería una ley de quiebra bancaria en forma de bail-in (reconversión de acreedores en accionistas). Y aunque Europa proyecta crear un “fondo de rescate permanente” (nuevo MEDE), del cual los bancos podrán disponer de un equivalente al 5% de su pasivo, si es que previamente reestructuran más del 8% del total de su propio pasivo exigible, el procedimiento sería insuficiente, como parece haberlo demostrado la reciente crisis de solvencia de la banca italiana, donde hay bancos cuyo volumen de créditos morosos supera con creces los fondos propios de dichas entidades.
El alto volumen de créditos de difícil cobro, con activos cuyo valor de mercado han caído violentamente y un nivel no menor de pérdidas no reconocidas, no pueden ser resueltos sólo con el nuevo esquema de Unión Bancaria, y, al revés, la propuesta de bail-in, como está diseñada, podría generar incentivos perversos para acumular más pérdidas ocultas, tomar mayores riesgos y, finalmente, volver a apelar al “bien común” (el ahorro ciudadano), para conseguir nuevos rescates con dinero público y emisiones inorgánicas del Banco Central Europeo. Porque, cuanto más pasivos surgen, mayor es la disponibilidad de fondos en el nuevo “mecanismo de rescate permanente” y, por tanto, mayor el riesgo de contagio hacia otros bancos en situación compleja.
Los analistas dicen que tampoco resulta apropiado asociar tamaño con solvencia. Un banco muy grande no tiene por qué ser más responsable que otros de menor porte, aunque el tamaño sea un argumento recurrente cuando se analiza la competitividad internacional de las empresas. Pero en un banco, no hay relación probada de causalidad entre tamaño del balance y niveles de capitalización, razón por la que, resultaría más eficaz evitar la conformación de entidades que alcancen niveles sistémicos, y, más bien, sería preferible avanzar hacia bancos capitalizados, alejados del dilema de más capital/más rentabilidad.
Probabilísticamente, un banco más solvente tiene más posibilidades de ser más rentable en un cierto plazo y competir no sólo en captar más ahorros, sino también en prestar mejores servicios. Esa es la estrategia de bancos como los suecos, noruegos o finlandeses, que lideran los rankings de solvencia, muchos de ellos por encima del 30% sobre activos ponderados por riesgo.
De allí que haya coincidencia entre los especialistas, en que el actual problema de la banca europea no será resuelto mediante más intervención y/o regulación, fórmula que, por lo demás, ha fallado en las crisis anteriores y no ha conseguido aún recuperar la actividad económica. En tal escenario, tanto clientes minoristas como accionistas bancarios, han comenzado, pues, a buscar alternativas -haciendo bajar los precios de las acciones y la actividad de esas entidades- y están migrando a sectores con menor riesgo regulatorio hasta que los efectos de la gran crisis de 2008 y la paulatina recapitalización y reorganización del sector -vía fusiones o ventas que se extiende ya por ocho años- vayan desapareciendo, tal como, por lo demás, debió experimentarlo Chile, tras su crisis financiera de los ’80.