Hay cierta coincidencia entre los analistas y estudiosos económicos internacionales en que el actual período se caracteriza por la “incertidumbre”, es decir, aquella incapacidad de los expertos, agentes y observadores de prever con éxito la dirección e intensidad de las oscilaciones económico-políticas que está viviendo el mundo, tras más de dos décadas de “globalización”.
En efecto, en palabras del profesor Nassim Taleb, los hechos de los últimos meses han enfrentado a los investigadores y analistas, encuestadores, sociólogos y editores, a repetidos “cisnes negros”, ese fenómeno improbable, impredecible y de consecuencias imprevisibles que, tales como el Brexit, el fracaso del “Si” en el acuerdo de paz de Colombia, las victorias electorales locales de movimientos nacionalistas en Europa, o la reciente elección del empresario Donald Trump como Presidente de EEUU, sorprenden y arrastran las certezas de nuevas decisiones al fangoso terreno de lo inescrutable.
Sin embargo, hay ciertos patrones que pudieran, al menos, explicar la génesis de un proceso que, así y todo, no facilita la toma de decisiones con información anterior, hecho que permitiría afirmar que tales tendencias, iniciadas hacia mediados de los 90, han llegado a su punto de inflexión y que, de los acontecimientos futuros, habrá que esperar que los “cisnes negros” popperianos, más que reducirse, se podrían multiplicar.
Por de pronto, los investigadores coinciden en que el estancamiento, ralentización o incluso recesión de extensa áreas de la economía internacional, con todos sus efectos desde la crisis subprime (caída de los precios de los commodities, el menor nivel de comercio internacional de los últimos 30 años, desempleo, baja inversión, quiebras y/o fusiones de bancos, mayor incidencia de los Estados en la economía, bajas tasas de interés, caídas de productividad, concentración del ingreso, desplazamiento de capitales hacia inversiones líquidas, de rápida rentabilidad, inquietud política y social) no han podido superarse, luego de casi nueve años, desde su estallido en 2008.
El fenómeno, producido tras la “década de oro” (1995-2006) que implicó un alto crecimiento de los ingresos mínimos, bajas de productividad y alta rentabilidad para los ahorros, enerva hoy a amplias capas medias que, surgidas del mismo progreso financiero, ven con temor la posibilidad de un retroceso a niveles de vida que creían superados, dada una escasa actividad económica que amenaza con impedir sus avances, sin que las clases políticas tradicionales nacionales puedan ofrecer respuestas claras a sus problemas.
Una segunda coincidencia que se extiende es que las políticas monetarias, por sí mismas, parecen haber perdido su efectividad, pues, tras años de tasas de interés en cero o negativas, la economía no repunta y, por el contrario, dada la especial distribución del ingreso mundial, ha tendido a la generación de burbujas bursátiles o sectoriales cuya gravedad atrae a capitales que se mueven atraídos por mejores rentas, siguiendo “intuiciones” de los más ricos y exitosos en materias de especulación financiera. Vuelve, pues, a plantearse en la academia la eventualidad de la herramienta de un mayor gasto fiscal -aunque “inteligente” y apuntado a la productividad- como forma de recuperar la actividad. Así, keynesianos planes masivos de infraestructura, como los propuestos por Trump, comienzan a verse con cierta simpatía.
Pero ¿cómo se hace para que los Estados gasten más en momentos de alto endeudamiento tras la explosión de “apalancamiento” y dinero barato de los 90, sin que decisiones de tal naturaleza no lleven a un proceso de hiperinflación y una “guerra de monedas” entre los principales espacios económicos del orbe? Los especialistas, entre ellos varios Premios Nobeles, apuntan a que esta nueva inversión estatal debiera dirigirse a aumentar la productividad del recurso humano, aunque reconocen que aquello no es fácil, ni rápido. Robert Engle, Nobel de Economía 2003, ha dicho que el derrumbe de las tasas de interés ha empujado al orbe a una “trampa de liquidez” y la última vez que el globo salió de una situación parecida fue a través de la II Guerra Mundial.
Es decir, si la solución tarda mucho y el actual período de bajo crecimiento se sigue prolongando, los desequilibrios se exacerbarán, vía nacionalismos, aislacionismos o populismos, y el mundo podría verse envuelto en una seria crisis de gobernanza, como advierte Andrew Michael Spence, de Harvard y Nobel de Economía 2001.
Así y todo, los recientes síntomas de mayor inflación y los menores niveles de desocupación en EEUU, pudieran ser una señal de reactivación de su economía real, la que se incrementaría si Trump, efectivamente, pone en marcha su anunciado plan de infraestructura -que incluye el infausto muro divisivo con México- mejorando carreteras, puertos, aeropuertos, embalses y similares, lo que, por lo demás, ya ha impulsado el precio del cobre y el acero, no obstante que analistas creen que parte del alza puede ser, otra vez, producto de la especulación financiera, pues tras subir más de dos dígitos, en la primera sesión de esta semana el cobre perdió casi un 5% de su valor en bolsa.
No hay aún, por consiguiente, señales para el optimismo, con China -menos afectada, pero en una lenta transición de ingreso medio-, Brasil, desestibado económica y políticamente, Europa aquejada por la inmigración incontenible desde África y Oriente Medio, y Japón, casi sin crecimiento a pesar de sus tasas negativas.
Todo parece indicar, pues, que considerando la falta de datos históricos – y que probablemente seguiremos viendo “cisnes negros” en las sucesivas inflexiones hacia un nuevo estado de cosas- la incertidumbre continuará siendo la característica de una época de fuertes cambios sociales, económicos y políticos, derivados de los enormes saltos tecnológicos y científicos de las últimas décadas -mayor disponibilidad de información, robótica, digitalización, nanotecnología, genética- conocimiento que, finalmente, fue el que dio el impulso al presente proceso, pero que, al mismo tiempo, desbalanceó los equilibrios de las propias naciones que lo generaron, tal como, por lo demás, ocurrió en el siglo XVIII con los países que inauguraron la revolución industrial.