Crónica: La Sinfónica sale de casa

El pasado sábado, la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile volvió a la Quinta Vergara para realizar uno de sus ya tradicionales conciertos de verano. Fue una presentación con un sabor distinto: con auditores que nunca habían escuchado a una orquesta, con el fantasma del Festival de Viña rondando en los camarines y con soluciones ingeniosas para enfrentar las dificultades de una actuación al aire libre. Este es un relato desde la galería y entre bastidores.

El pasado sábado, la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile volvió a la Quinta Vergara para realizar uno de sus ya tradicionales conciertos de verano. Fue una presentación con un sabor distinto: con auditores que nunca habían escuchado a una orquesta, con el fantasma del Festival de Viña rondando en los camarines y con soluciones ingeniosas para enfrentar las dificultades de una actuación al aire libre. Este es un relato desde la galería y entre bastidores.

A Johann Strauss II le decían el Rey del Vals. En Viena, a mediados del siglo XIX, era una suerte de estrella. Su fama superó la de su homónimo padre, que ya era mucha, y el apodo no solo se refiere a la popularidad de sus obras, sino también a su magnitud: entre valses, polkas y otras piezas para el baile, suman más de 500.

Era muy famoso, pero a Strauss hijo, hombre de frondoso bigote y exuberantes patillas, autor de la música que sonaba en los salones aristocráticos vieneses, probablemente jamás se le ocurrió que 192 años más tarde, en una ciudad lejana llamada Viña del Mar, alguien sería capaz de esperar casi tres horas para escuchar un concierto dedicado principalmente a sus composiciones, interpretadas por la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile. Pero así es cómo sucede.

Es sábado por la tarde y Deysi Lorena Avendaño, porteña de 50 años y avecindada en el sector Gómez Carreño de Viña del Mar, es la primera persona que entra cuando los guardias abren el portón de la Quinta Vergara. Llegó temprano, explica, para reservar lugares a las casi diez personas que la acompañarán en la platea. “Me gusta toda la música, pero ésta a mí me relaja, me da una tranquilidad, me emociona. También me fascina la variedad de instrumentos. Además, es como una cosa mística estar aquí, se escucha súper potente, se empieza a oscurecer, tiene una connotación especial. Vengo a estos conciertos hace tres años, pero no vengo al Festival de Viña. Nunca he venido”, asegura ya instalada frente al escenario.

Deysi llegó a las puertas de la Quinta Vergara un poco antes de las seis. El concierto de la Sinfónica, con polkas, valses y danzas de Johann Strauss padre e hijo y Johannes Brahms, recién parte a las ocho y media.

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Foto: Rodrigo Alarcón.

Foto: Rodrigo Alarcón.

Fotos: Rodrigo Alarcón.

Cada año, la Fundación Beethoven organiza una temporada de verano que ocupa la Quinta Vergara durante los fines de semana de enero. Esta vez son cuatro conciertos gratuitos y el de la Sinfónica es el segundo de un programa que también incluye a la Filarmónica de Santiago, la Sinfónica Nacional Juvenil y la Orquesta de Cámara de Chile.

Por eso, para la mayoría de los músicos no es un escenario desconocido. No solo han estado en temporadas veraniegas anteriores, sino que la misma orquesta ha sido parte del Festival de Viña del Mar. En 2011, específicamente, la agrupación tocó en la obertura del evento y, días más tarde, acompañó a Sting en una recordada actuación. “Ahí, con los gritos, las cámaras y todo eso, es como que el público se te viene encima”, recuerda Jimena Rey, contrabajista de la orquesta hace 15 años, mientras se prepara para el concierto de esta tarde. Otros acumulan más experiencia: “Yo he tocado varias veces en el festival. Estuve la primera vez que vino Juan Luis Guerra (1991), cuando fue un boom, el mismo año que estuvieron Los Prisioneros y Chayanne, cuando era joven”, cuenta el también contrabajista Eugenio Parra, uno de los más antiguos integrantes de la agrupación.

La violinista Mari Alaff, en cambio, nunca antes había estado en la Quinta Vergara. “En la tele se ve más grande”, admite en los ajetreados minutos previos a la presentación. Aunque recién hace dos semanas se integró oficialmente a la Sinfónica, cuenta que antes ya había hecho reemplazos, así que no es primera vez que toca fuera de Santiago y ante una audiencia masiva. “Es bueno que la orquesta se mueva hacia otros lugares y pueda abarcar más público. En Santiago es como la misma gente que va casi siempre, acá es diferente”, señala.

Los músicos hablan a un costado del escenario, en un sector cubierto por telones negros, donde pueden prepararse entre medio de computadores, cables y múltiples baúles. Mover a una orquesta como la Sinfónica no es fácil. A la Quinta Vergara llegan dos camiones con los instrumentos y algo de equipamiento técnico. Los contrabajos, por ejemplo, se trasladan en grandes cajones que parecen roperos con ruedas. El arpa y los timbales ocupan contenedores también de gran tamaño. Y aunque algunos músicos viajan por su cuenta para aprovechar unas horas más en la costa, la mayoría llega en dos buses que los recogen en el centro de Santiago.

Además, para que la música se escuche hasta lo alto de la galería, hay que amplificarla de una manera inusual para una orquesta habituada a los teatros. Eso, dicen todos los músicos, es una complicación: “Es malo, porque no alcanzamos a escucharnos -explica el concertino Alberto Dourthé. Es difícil saber cuánto tengo que tocar en volumen. En una obra hay mucha relación con instrumentos que están a 15 o 20 metros de mí. Yo toco algo, me responden allá y luego tengo que seguir tocando, entonces es difícil”.

También hay complicaciones más domésticas, como el viento. Por eso, muchos de los músicos sujetan las partituras con “perritos”, similares a los que se usan para colgar ropa: “Lo que en el teatro es solo dar vuelta una hoja, aquí es sacar los ‘perritos’ y volver a ponerlos, entonces hay que trabajar en equipo – describe Jimena Rey entre risas. Y si el viento es muy fuerte, entonces uno sujeta la partitura y el del lado toca pase lo que pase, aunque no haya música”.

Aun así, minutos más tarde, en pleno concierto, la brisa que agita los telones negros termina por arrebatarle las partituras a uno de sus compañeros. No hay perrito que aguante.

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Foto: Rodrigo Alarcón.

Foto: Rodrigo Alarcón.

Foto: Rodrigo Alarcón.

Fotos: Rodrigo Alarcón.

El Teatro Universidad de Chile, escenario habitual de la Sinfónica, tiene capacidad para mil personas. Este sábado, son unos diez mil espectadores los que llegan a la Quinta Vergara y la atmósfera es muy distinta. En lugar del estricto ambiente de un teatro, acá hay stands comerciales en la entrada, un par de quiltros que se pasean por la galería, celulares que encienden sus cámaras y vendedores de churros y cabritas. “¡Adentro pagan el doble!”, grita una mujer que ofrece maní confitado en la puerta de la Quinta Vergara, cuando el concierto ya se inició hace rato y continúa ingresando público.

“Es todo un desafío -dice Alberto Dourthé. Yo creo que hay una cosa sicológica en el intérprete. Así como el pintor que expone su pintura y el actor que está frente a un público, para nosotros, cuando hay mucha gente, es siempre impactante. Es fantástico ver esa cantidad de gente, además que siempre hay alguien que dice algo, que grita, no sé. No es que me guste el circo romano, pero es un poquito como vox populi, como en la realidad no más”.

De hecho, el público es diferente al que habitualmente sigue a la Sinfónica en Santiago. No es raro, por ejemplo, encontrar a alguien que por primera vez escucha en vivo a una orquesta. Es el caso de Sara, que tiene 80 años, vive en Melipilla y está de vacaciones en Valparaíso. “Venimos a descubrir”, dice sentada en galería junto a su hija. “Yo siempre fui asesora del hogar y ella dueña de casa, entonces nunca tuvimos muchas oportunidades de venir a un concierto. A mí no me gusta tanto esta música, me gusta más el folclor, pero mi hermana nos regaló las entradas, así que vamos a ver. Es como la prueba de fuego”, explica ella.

Genoveva Cornejo (63) y su madre María Aránguiz (80), en cambio, dicen ser público habitual de los conciertos que se realizan en el Aula Magna de la Universidad Federico Santa María. “No nos perdemos ninguno”, aseguran sentadas en el palco, entusiasmadas por el repertorio de esta noche. De hecho, dicen que solo por eso están ahí: “Acá en la Quinta Vergara se pone muy helado en la noche, no es como en la universidad, pero nos encanta la música de Strauss. Tiene que ser algo así como hoy para venir”, dice Genoveva.

Mucho más lejos del escenario, en lo más alto de la galería, Luis Recabarren (22) y Neri Vargas (22) lo ven distinto. Ambos son estudiantes, viven en Valparaíso, tocan algo de contrabajo y chelo, respectivamente, y suelen asistir a conciertos. “En general, vamos. Cuando sale la programación, vemos lo que habrá en el año y elegimos lo que encontramos más bacán -explica ella. Pero como son caros, elegimos”.

“Los conciertos clásicos generalmente se dan en Santiago, así que la iniciativa es buena, pero se deberían probar repertorios distintos -agrega él. Sería fantástico que se incluyera música más contemporánea, ir avanzando de a poco en eso y salir de Beethoven, de Mozart y de Strauss. O probar compositores nacionales también”.

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Fotos: Josefina Pérez, CEAC.

La escena es singular. Son las siete y media de la tarde y Helmuth Reichel, director de orquesta chileno, 33 años, establecido en Alemania hace 15, mira una de las murallas de su pequeño camarín, donde hay enormes retratos de cuatro participantes recientes del Festival de Viña. A Eros Ramazzotti y Lionel Richie los reconoce con facilidad. A Don Omar también lo identifica, gracias a una pequeña inscripción en la foto. A Pablo Alborán, que completa el cuadro, simplemente no lo conoce.

Es su primera presentación en la Quinta Vergara, pero parece no hallar mayores diferencias con el oficio de cada día. Relajado, se divierte con un curioso aparato que utilizará en la Polka champagne, una obra de Strauss hijo que incluye el sonido de una botella al descorcharse. “En Austria hay muchos instrumentos de percusión que son bien específicos, entonces como no traje el original, hicimos una versión con un bombín intervenido para imitar el sonido de un sacacorchos y es prácticamente lo mismo. Se le ocurrió al (violinista) Marcelo González”, explica. Acto seguido, se sonríe al lanzar un corcho por los aires, una maniobra que más tarde saca unas cuantas carcajadas del público.

A ratos, interrumpe la conversación tentado por la risa, porque desde afuera se escucha fuerte algo así como el canto de un ave. No es que haya alguna revoloteando en los pasillos subterráneos de la Quinta Vergara, sino que alguien practica un sonido que luego se escucha en Im Krapfenwald’l (En los bosques de Krapfen), una de las polkas de Strauss que está en el programa. “Es una flauta que imita el sonido del cuco, un pájaro que allá se encuentra mucho en los bosques. El aparato original es como una caja que cuesta como 200 euros y en Austria lo tienen todas las orquestas, pero como tampoco lo tenemos, lo reemplazamos con una flauta bien especial que tiene el mismo color”, explica el conductor.

Helmuth Reichel está en Chile iniciando un año que será diferente. Aunque en 2012 y 2014 ya dirigió a la Sinfónica de La Serena, su participación en la final del famoso concurso de Jóvenes Directores de Besançon, en Francia, parece haberle abierto más puertas en Santiago. En 2017, conducirá a la Orquesta Clásica de la Usach, a la de Cámara de la Universidad Católica y, durante el verano, a la Sinfónica, con la que debutó en junio pasado. Y no solo las orquestas capitalinas lo mantendrán alejado de su casa en Bamberg, la pequeña ciudad alemana donde se estableció, porque en mayo dirigirá a la Sinfónica de Tokio en el fastuoso Muza Kawasaki Symphony Hall. Antes ya se ha parado frente a diversas orquestas de Alemania y Suiza, principalmente, pero minimiza las distancias entre escenarios europeos y chilenos. “Hay muchas diferencias, pero tanto positivas como cosas que mejorar acá. Lo que pasa es que hay músicos buenos en todas partes, sobre todo en Chile”, responde con diplomacia.

¿Y hay diferencias entre el público santiaguino y el de regiones? “Buena pregunta, no sabría decirlo”, contesta esta vez. Luego de pensarlo unos segundos, dice que quizás no: “Es que en el público hay de todo. ¿Por qué vamos a un concierto? Hay gente que va porque sabe algo de música clásica, va por una cosa de gusto y de enriquecer sus conocimientos, pero también hay gente que aunque no sabe del aspecto histórico de las obras o de algún compositor, disfruta la música. Eso es lo que tenemos en común. En el fondo, se trata de compartir la música y eso es un lengueje en sí, que no requiere explicación”.

Un rato después, cuando ya son las diez de la noche y Helmuth Reichel se seca el sudor de la frente y camina desde un costado del escenario, agradece los aplausos y lidera un par de bises, efectivamente, en el público parece que hay de todo. Hay gente que mira sentada, otros que se apuran a bajar las escaleras para abandonar la Quinta Vergara, hay una anciana que está de pie y hace un pequeño baile y, sobre todo, hay muchos que acompañan a la orquesta con sus palmas, siguiendo las indicaciones del propio director. Y cuando finalmente suena el último acorde, Helmuth Reichel se da vuelta, los músicos de la Sinfónica se ponen de pie y la Quinta Vergara, como en tantas otras ocasiones a través de años y años, devuelve una sonora ovación hacia el escenario.

Foto principal: Josefina Pérez, CEAC.




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