Morelia, Michoacán.- Nada se sabía de ellos desde hacía años. Habían pasado seis desde la Operación “Vuelo de justicia”, y casi once desde el asesinato del senador Jaime Guzmán y el secuestro de Cristián Edwards.
Un publicista brasileño los trajo de vuelta.
Era febrero de 2002. El elemento de la Policía Federal abrió de una patada la puerta de la casa con piscina ubicada en una calle de Serra Negra, a 150 kilómetros de São Paulo. En apresurado portugués ordenó dar un rodeo, abrir por la fuerza todas las demás puertas del inmueble, abrir fuego si era necesario. Tras la revisión hallaron dos pistolas semiautomáticas con la inscripción “Carabineros de Chile” y seis mil dólares en efectivo. Después, en una maleta, la prueba decisiva: unas cartas escritas por Washington Olivetto, el profesional considerado un gurú de la publicidad en Brasil.
“No creí ser una persona deseable para secuestradores” diría, años después, recobrada la libertad. “No soy millonario”.
Pero el Frente pensaba otra cosa.
Eran los tiempos en que los acomodos de la política latinoamericana ya no daban cabida a los subversivos. Los guerrilleros, huérfanos de la Guerra Fría, habían quedado desempleados. No quedaba más que sobrevivir de sus habilidades de extorsión e inteligencia para mantenerse a salvo, escondidos del mundo entero. Las mismas habilidades tan bien reputadas en otro momento de la historia ahora eran simplemente delincuencia común. Los casi héroes de los años ochenta quedaban sin asiento en el experimento socialdemócrata chileno; los viejos camaradas de armas que después optaron por la vía pacífica tomaban puestos de gobierno, asesoraban a políticos, se sentaban en las ceremonias oficiales a pocos metros del mismísimo Pinochet.
Ellos no. Ellos estaban solos.
Y lo sabían. Con la “Operación Alondra” pretendían conseguir 10 millones de dólares para reparar las alicaídas arcas del grupo. Y para ganar primero había que gastar. El dueño del lugar en donde se hospedaban quedó intrigado al recibir dos mil dólares en efectivo. ¿De dónde sacarían tanto dinero esos extranjeros tan extraños?
Cuando más tarde la policía llegó a la casa pareada de dos pisos ubicada en el barrio Brooklyn de São Paulo, en la calle Kansas 40, encontró al publicista Olivetto en una celda similar a la que casi una década antes el Frente mantuvo secuestrado a Cristián Edwards. Cuando entraron la luz cegó al publicista. Olivetto estaba sucio, desprolijo, delgado: habían pasado cincuenta y tres días. El publicista había llegado a odiar la música que antes le encantaba: Caetano, Tchaikovski… La banda sonora que lo torturó durante casi dos meses.
“Me di cuenta de que la cosa era muy seria cuando en el segundo día de cautiverio los secuestradores me dieron una revista The Economist” diría Olivetto, ya libre, más tarde. “Yo me dije: si leen esta revista, estos tipos son pesados”.
Uno de ellos, uno de los tipos pesados, era el Comandante Emilio.
El descubrimiento y liberación de Olivetto había empezado antes, cuando el arrendador no pudo más con sus sospechas y dio parte a la policía. Unos tipos extraños, que pagan en efectivo. Dicen que son turistas, pero casi no salen de la casa.
Lo demás sucedió rápido.
—Me capturaron —escuchó el Comandante Emilio—. Liberen al señor.
La voz era de Mauricio Hernández Norambuena, otro de los condenados por la muerte del senador Jaime Guzmán y por el secuestro del empresario Cristián Edwards. Les hablaba desde un cuartel policial de São Paulo. Utilizando a su favor la formación táctica guerrillera de años, había ofrecido a sus captores una oferta que no podían rechazar: yo caigo, pero doy el aviso a los Comandantes Emilio y Ramiro y ellos escapan.
Solo entonces las pesquisas permitieron descubrir qué había sido de aquellos cuya última noticia había sido la organización de una espectacular fuga en helicóptero. Pronto las pesquisas se dispararon. En junio de 2002, casi seis meses después de la liberación del publicista, los detectives chilenos que aún trabajaban en el caso Guzmán detectaron al Comandante Emilio en la frontera de Brasil con Uruguay. Por fin estaba a la vista.
Pero la Policía Federal de Brasil no podía actuar sin una orden.
Mientras tanto Emilio y otro de los exsubversivos, Pablo, paseaban entre Uruguay y Brasil. En Santana do Livramento arrendaban una casa. Los vigilaban policías chilenos y brasileños hasta que un día, por obra y gracia de la interminable burocracia latinoamericana, los chilenos debieron regresar a su país. Desde entonces solo los vigilarían los brasileños.
Una semana después hubo nuevas noticias. El gobierno chileno presionaba para que los jueces que investigaban el asesinato del senador Guzmán y el secuestro de Edwards emitieran órdenes de captura contra Emilio y Pablo. La orden de detención salió el 17 de junio. Pero la policía brasileña llegó a allanar el domicilio con dos días de retardo. En total habían pasado nueve días sin actuar.
Cuando llegaron, los frentistas habían desaparecido. Alguien los alertó a tiempo.
“Desde que se cerró el episodio de mi secuestro me prometí no volver a comentarlo” diría, años más tarde, Washington Olivetto. Cada quien, agregaría, cargará sus fantasmas como mejor pueda.
Y un fantasma atravesaba nuevas fronteras para quedar fuera de la cacería judicial sudamericana. Raúl Escobar, el Comandante Emilio, se esfumaba de nuevo. Esta vez el fantasma iría un poco más al norte. Su destino final: México.
La revolución traicionada
En 1988 la escisión al interior del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) se hacía definitiva. En adelante habría dos vías: las armas en la mano, o incrustarse en la política.
Tendrían que elegir.
“Se pasó de la defensa revolucionaria del pueblo a la delincuencia común. Pero eso empezó solo tras la separación del Frente. Los representantes de la Concertación y otras fuerzas políticas jamás reconocieron a quienes años antes expusieron su vida por oponerse a la dictadura” dice hoy Antonio Arroyo, entonces uno de los más jóvenes integrantes activos del FPMR.
De un plumazo quedaba atrás la soberbia conciencia revolucionaria de los ochenta.
“Fue una utopía. Un sueño revolucionario hermoso, pero se acabó” dice desde la distancia Lenin Arroyo, protagonista de una historia que grafica de cerca los avatares de los exfrentistas. “Quedó trunco. Fuimos acorralados, sin financiamiento ni apoyo. Así fue que los del Autónomo [1] iniciaron los asaltos, los secuestros. Para autofinanciarse. Y después empezaron los asesinatos. Ese fue el paso a la delincuencia común, porque ya no había un objetivo político concreto”.
La historia final de los viejos compañeros de armas sabría, como nunca, de derrotas.
“Mi amigo Claudio Cerda resultó encarcelado el 91, acusado por la Ley Antiterrorista” agrega Lenin. “Había asesinado a un doctor que había trabajado para Pinochet. Eso dijeron. Pero él nunca hizo eso. Lo único que hizo fue trasladar un papel. Pero la democracia necesitaba dar lecciones a los terroristas. Recién tras doce años logró salir por la presión que muchos hicimos. Y con la ayuda de un alcalde de la UDI. [2] Las vueltas de la vida”.
En el imaginario de los exintegrantes del grupo subversivo, la génesis de los descolgados que desde entonces pasarían de las páginas políticas a las policiacas quedaba claro: la ingratitud. “Con Pinochet se negoció la democracia. Muchos cuadros rechazados por las cúpulas políticas se dedicaron a lo que mejor sabían hacer. Los líderes de la Concertación desconocieron los esfuerzos de los frentistas en la autodefensa de las poblaciones e intentaron encarcelarlos. Así aparecieron otros grupos”.
Las circunstancias comunes fueron mutando en ramas en algunos casos opuestas. Muchos de quienes escogieron la vía pacífica se convirtieron en flamantes funcionarios de gobierno o representantes en el Parlamento. Fueron los que triunfaron. Fue también la separación definitiva de centenares de vidas que hasta entonces habían compartido noches de música de Silvio Rodríguez y Víctor Jara, una estructura perfectamente jerárquica y una convicción común. Todo eso se rompería para siempre.
“Una vez Gladys Marín apareció en televisión”, agrega Lenin. “Le preguntaron por el FPMR. Ella respondió: “El Frente nunca ha sido ni es el brazo armado del Partido Comunista. Eso es una mentira creada por los medios”. Sentimos verdadero dolor. Habíamos sido escoltas de seguridad de Volodia Teitelboim, Mireya Baltra, Fanny Pollarolo, Jorge Insunza… Nos desconocían los mismos que nos formaron. Querían estar bien con el régimen que se avecinaba. La democracia ya había sido transada”.
El precio que cobró la historia fue alto: otras decenas de cuadros quedaron en el limbo.
“Hubo gente que toda su vida se entrenó para ser combatiente” dice Jorge Bringas, otro de quienes en esos años participó en actividades subversivas. “Ellos nunca aprendieron otra cosa. En esos casos era necesario que el Estado hiciera un fuerte trabajo para reinsertarlos. Pero eso nunca se hizo”.
Habían sido formados por los mismos que en ese entonces ocupaban los cómodos sillones del gobierno. Los mismos que después exigían a los cuatro vientos la mano más dura contra el terrorismo. Nadie podía desestabilizar la incipiente democracia.
“Supimos que había nada qué hacer”, continúa Lenin. “Chile no era Nicaragua, no había selva y nunca derrotaríamos a un enemigo fuertemente armado y bien estructurado. Estábamos diezmados, e incluso infiltrados”. Algunos comunistas accedieron a que se “comprara” a algunos combatientes para entregar antecedentes a ‘La Oficina’. [3] El Gobierno había sido claro: hay que desarticular a los que están activos, o por las buenas o por las malas.
Y así muchos volvieron a lo único que sabían hacer: matar.
El Comandante Emilio fue uno de ellos.
‘Mauricio’, ‘Emilio’: vidas paralelas
“Yo fui el Comandante Mauricio. Hice varias acciones que el régimen calificó de subversivas y terroristas. Yo era dirigente estudiantil y militaba en las Juventudes Comunistas. En 1987 fui contactado por el aparato militar del PC, que dirigía Guillermo Teillier (cuya chapa era Sebastián Larraín), para incorporarme al Frente. Había sido comandante de dos Milicias Rodriguistas que funcionaban al oriente y en el norte de Rancagua”.
El que habla es Lenin Arroyo, chileno, hoy periodista, hoy desencantado. También hoy inserto en el juego democrático que se negoció para dejar al país en paz.
En paz, pero sin justicia.
El mismo desencanto que muchos excombatientes exhiben. Como el Comandante Emilio. Para ellos no hubo justicia ni paz.
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Anochecía en la Ciudad de México. Un hombre aguardaba en la sala de espera para hablar con un asesor del Consejo Nacional de Seguridad Pública, enmarcado en esos meses en contener la ola de violencia que había desatado la guerra al narco impuesta por el presidente Felipe Calderón.
Le habían cancelado la cita cuatro veces. Una verdadera falta de respeto. Ofuscado, alzando la voz, se acercó a preguntar otra vez. Así se enteró de lo que ocurría.
—Una emergencia —le dijeron—. Acaban de secuestrar al Jefe Diego.
Era el 14 de mayo. La agenda por la Guerra al Narco iniciada por el Gobierno, más las actividades del Bicentenario de la Revolución, tenían a todo el mundo ocupado. El abogado litigante Diego Fernández de Cevallos, el “Jefe Diego”, prohombre del Partido Acción Nacional (PAN), ex candidato presidencial, responsable de la quema de sufragios que sepultó para siempre la posibilidad de desentrañar el fraude electoral que en 1988 le costó la Presidencia de la República al hijo del general Cárdenas, uno de los más respetados y temidos miembros de la alta política mexicana, ya les había anunciado:
—No me esperen esta noche. Me reuniré en Querétaro con unos amigos.
No lo pudieron esperar esa noche, ni la siguiente, ni las noches de exactos 190 días. Porque en Querétaro, ocho horas después de su anuncio, él aún no estaba en su rancho. Pero sí su camioneta, con la puerta abierta e indesmentibles huellas de violencia.
Ahora el gobierno de Felipe Calderón tenía otro problema.
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La acción, dice Lenin, los ponía muchas veces en la primera línea de fuego.
“Fue a fines del 87. Trabajé junto a mi entonces jefe de destacamento, Mauricio Gómez Lira, asesinado por ‘La Oficina’ en 1992 cuando intentó fugarse de la Penitenciaría de Santiago. Un 2 de octubre pusimos una bomba en las barbas del mismísimo Pinochet. Fue a una cuadra del estadio El Teniente. La zona estaba acordonada por militares. Al interior del estadio el dictador encabezaba una ceremonia”.
Andaban cerca.
“El estruendo fue poderoso. El tirano lo oyó y supo que andábamos cerca”.
Otra jornada de tensión fue el 5 de octubre, día del plebiscito que marcó la salida de Pinochet de la Presidencia.
“Queríamos proteger el triunfo del NO (a Pinochet). Esa noche permanecimos acuartelados en una casa de seguridad, con instrucciones en caso de que el régimen desconociera los resultados. Yo me preguntaba en qué terminaría todo aquello, aferrado a una pistola automática. Tenía 19 años. A fines de ese año 1988 empezamos a entender. La división del Frente no tenía vuelta”.
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Pasadas las primeras horas la nueva noticia de un secuestro se hacía realidad. La Procuraduría General de la República (PGR), ya sin margen de maniobra, informaba oficialmente que Diego Fernández de Cevallos continuaba desaparecido. Los peritajes avanzaban. Desde España, de visita oficial, el presidente Felipe Calderón le dedicaba un mensaje a la familia de la víctima.
“A mí me secuestraron profesionales, que siempre intentaron demostrar una fuerte tendencia ideológica —diría el capturado, ya libre, meses después—. Una de las constantes de esta tendencia ideológica era que yo era lo peor que le había pasado a México”.
Tras los lamentos y el escándalo político las reacciones se encadenaron. Gobernadores panistas, sacerdotes y empresarios exigieron resolver a la brevedad la desaparición. El expresidente Vicente Fox dijo estar consternado.
“Era una tumba —agregaría el Jefe Diego—. El lugar donde me mantuvieron era como una tumba. No cabía de pie”.
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Era, en Chile, el inicio de otros tiempos.
“Raúl Pellegrin [4] tomó su camino —recuerda Lenin—. Uno de mis amigos, Claudio, siguió sus pasos. Le llamaban la ‘Guerra Patriótica Nacional’. Pero mi lugar no era aquel. El Frente había nacido con Pinochet y moría con Pinochet fuera del gobierno”.
El impulso por la sobrevivencia terminó por imponerse.
“En diciembre de 1989 nació mi hijo Jecar. Había otras prioridades. El camino anterior, de haber entregado lo mejor y estar dispuesto a dar la vida, ya estaba agotado. Había que integrarse al nuevo proceso, buscar oportunidades, rearmarse socialmente. Ahora había que dar la vida por la familia”.
Pero con los años ese impulso vital también dio cabida al desencanto.
“Han pasado treinta años de democracia y hoy puedo decir que quienes tomaron la opción armada tal vez tenían la razón. Quizá la mejor salida era aquella. Chile se convirtió en un país de corruptos. Nos silenciaron. Muchos de esos antiguos muchachos idealistas fueron muertos a tiros, acribillados como antes lo hacía la CNI, pero esta vez en democracia. Pero a nadie le convenía asumirlo ni hablar de eso. Eran considerados terroristas y le hacían mal a la democracia”.
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Esos últimos días de mayo desde Ciudad de México, el epicentro, la familia anunciaba estar dispuesta a negociar la liberación. Pero al mismo tiempo Antonio Lozano Gracia, el encargado, aseguraba que no había respuesta.
Felipe Calderón, intentando conservar la postura enérgica, regresaba a su tema favorito:
—La desaparición de Diego Fernández de Cevallos no puede considerarse como un mensaje del crimen organizado a este gobierno.
“En el círculo de los secuestradores hay primerizos, hay carniceros y hay profesionales, profesionales de veras —diría, años más tarde, Fernández de Cevallos—. Los que me secuestraron en 2010 eran profesionales”.
Ante la ineficacia de las pesquisas oficiales, la familia reaccionó. Diego Fernández de Cevallos Gutiérrez, el hijo mayor, pidió a través de un comunicado que las autoridades se mantuvieran al margen mientras expertos designados por la propia familia llevaran las negociaciones. Dos días después el entonces secretario de Gobernación Fernando Gómez Montt confirmaba que la PGR suspendía las investigaciones en torno al caso. El presidente Calderón veía cómo, desde las propias filas panistas, la cruda realidad dejaba fuera de juego a su gobierno.
“En su momento el gobierno de Felipe Calderón hizo un esfuerzo muy serio para combatir mi secuestro”, diría después, con las aguas más tranquilas, Fernández de Cevallos a la prensa.
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La exclusión a los chilenos que antes eran combatientes de la libertad, los mismos que ahora eran apestados, había calado hondo. La penumbra los alcanzaba.
“Un día de marzo de 1990 me encontré con alguien. Había sido mi jefe militar en el Partido Comunista, en los años 86 y 87”.
Los recuerdos afloraron.
“Caminamos. Conversamos de la vida, de lo que había que enfrentar a futuro, de lo doloroso que era ver la división del Frente y la persecución hacia los de la facción autónoma. Le entregué un bolso. Aquí está el equipo de operaciones de radio para intervenir la señal de TV, le dije. No la quise entregar a los del Frente porque ya no sé en quién confiar. Él me agradeció. Nos dimos un abrazo y esa fue la despedida. Nunca más lo vi”.
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Habían pasado tres meses desde el rapto en la Ciudad de México. Fiel a su costumbre, los aparatos de seguridad no daban pistas de tener avances certeros. La familia, desesperada, recibía raquíticas pruebas de vida del Jefe: un telefonema, fotografías, cartas que escribió a sus hijos.
El 13 de septiembre se disiparon muchas dudas. Los secuestradores, feroces, daban a conocer un nuevo comunicado. El lenguaje, torpe, parecía hecho a propósito para despistar.
“Diego Fernández de Cevallos fungía como vicepresidente de México, y tras aquella noche en que su pasado lo alcanzó, no faltaron quienes quisieron que se pudriera en los infiernos”. También una foto: el Jefe con los ojos vendados, sin camisa, con una revista con una imagen de Carlos Salinas de Gortari.
“Mi secuestro se dio en un principio en la noche, en la oscuridad de la noche —diría el Jefe Diego a la prensa nacional meses más tarde—. Viví siete meses y diez días en la oscuridad de una tumba, de tal manera que la penumbra en la que se me tuvo no me permitía tener elementos sobre tamaños, formas, cuerpos, caras y el ruido de ventiladores y de aparatos que ahí se ponían día y noche a hacer un ruido estridente”.
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Fueron necesarias más acciones, muchas más acciones sin estridencia, para dejar atrás esa carga que en los nuevos tiempos suponía haber participado en la lucha armada contra la dictadura.
“El Partido Comunista envió un emisario a la casa de una de mis tías. Ella tenía un barretín. Con precaución el emisario se llevó un fusil M-16, una subametralladora checoslovaca de la Segunda Guerra Mundial, dos pistolas automáticas. Con esos ‘fierros’ se fueron muchas historias de los años de clandestinidad. Yo había cumplido. Y no quería esas armas en manos de quienes podrían haber causado daño a la incipiente democracia”.
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La guerrilla mexicana, opuesta por método a la democracia que ellos consideraban burguesa, marcaba distancia. Pocos días después del comunicado de los secuestradores, el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente —el temido ERPI— aseguraba que “aunque el panista es un fiel exponente de la clase política corrompida que ha impuesto una política económica contraria al interés del país, no somos nosotros quienes lo tenemos”.
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Muchos chilenos debieron borrar de un golpe lo que en su adolescencia los había convertido en quienes eran.
“Nunca más supe de mi jefe militar”, dice Lenin. “Tampoco de aquel que se llevó las armas. Lo encontré dos o tres veces en el centro de Rancagua. Cruzamos la mirada pero no hablamos. Estaríamos para siempre prisioneros de nuestra propia invisibilidad”.
Otros, desde el origen, tuvieron más suerte.
“Muchos no llegamos a los extremos” añade Jorge. “En una célula paralela a la nuestra hubo gente que realizaba cosas realmente fuertes. Nosotros solo hacíamos seguimientos, chequeo y contrachequeo, aprendimos a fabricar bombas, a manipular armas y amongelatina. Pero casi no llegamos a usarlos”.
“En la cúpula en la que estuve éramos relativamente similares: jóvenes, con mucha energía, dispuestos a ser carne de cañón. Pero al mismo tiempo todos estudiábamos. Sabíamos que una vez acabado todo aquello volveríamos a nuestra vida normal. En mi caso no se puede hablar de reinserción, porque en realidad nunca dejé de estar inserto”.
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Cuando las dudas arreciaban –las mismas dudas que hasta hoy hacen sospechar a muchos de los verdaderos motivos e implicados en el secuestro– el periodista José Cárdenas anunciaba en su Twitter un mensaje de los captores: el Jefe Diego pronto sería liberado, su captura obedeció a un “golpe político”.
“Yo les decía con toda firmeza: no creo ser lo peor, porque aceptarlo sería como suponer que para que mejore mi condición moral, tendría que meterme de secuestrador como ustedes” diría, tras su liberación, el Jefe Diego.
Dos días más tarde, ante la expectación de la prensa nacional, otro periodista, Joaquín López Dóriga, anunciaba que el panista ya estaba libre y que había hablado personalmente con él. El Jefe Diego, magnánimo, anunciaba el perdón.
—Como hombre de fe ya perdoné a los secuestradores. Como ciudadano, creo que las autoridades tienen una tarea pendiente.
El diario Milenio revelaba que la familia pagó un monto de casi 30 millones de dólares por su liberación. Un monto suficiente para sostener cualquier causa.
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Desde los ángulos de tres chilenos que desde distintas perspectivas presenciaron la misma historia, el balance es similar. El dictamen es brutal.
—Los abandonaron.
“Hay que reivindicar la memoria de todos esos jóvenes asesinados. A ninguno de ellos se les dio oportunidad. Los atacaron a mansalva”, afirma Lenin.
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A Diego Fernández de Cevallos lo secuestraron, según las voces más autorizadas, “profesionales con una fuerte carga ideológica”. Unos profesionales similares a los profesionales que veinte años atrás, en Chile, habían asesinado a un senador y secuestrado a otra víctima, esa vez al hijo de un empresario emparentado con la ultraderecha.
Entre ellos el Comandante Emilio. Uno de los mismos que, casi treinta años antes, la triunfante ola de democracia en América Latina había dejado huérfanos.
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Nota final: Ramón Alberto Guevara Valencia fue detenido el 8 de junio en Valle de Santiago, Guanajuato, tras las pesquisas por el secuestro de una ciudadana francesa. Capturado bajo un nombre falso, los aparatos de seguridad tardaron poco en tener su verdadera identidad: Raúl Escobar Poblete, el Comandante Emilio. Hoy una de las principales líneas de investigación oficiales del secuestro de Diego Fernández de Cevallos apunta a organizaciones de extrema izquierda emparentadas a nivel continental. En las nuevas indagaciones ya comienza a aparecer su nombre.
[1] FPMR-Autónomo fue la facción que siguió la vía armada. De ahí se desprende, entre otros, el Comandante Emilio.
[2] Sigla de Unión Demócrata Independiente, el partido de ultraderecha fundado por el propio Jaime Guzmán.
[3] Así fue llamada la Dirección de Seguridad Pública e Informaciones (Dispi), creada en 1993.
[4] Fundador del FPMR, quien siguió la vía armada tras la escisión.