“La estoy haciendo para entretenerme. Como estoy jubilado, no tengo nada que hacer”, explica Fernando García, mientras despeja una mesa en el amplio departamento que ocupa en pleno centro de Santiago. Lo que saca son sus materiales, papeles y lápices, y lo que hace para entretenerse es lo que ha hecho prácticamente toda su vida: crear música.
Específicamente, lo que estaba escribiendo en esta tarde nublada, con dos perros salchicha como únicos testigos, es una obra para chelo, la número 429 de su catálogo. A veces le encargan composiciones, pero en otras ocasiones, como ahora, la motivación es distinta: “La estoy haciendo por deporte. No tenía nada que hacer mientras llegabas, entonces me puse a escribir música”, dice con naturalidad.
Con 87 años recién cumplidos, Fernando García Arancibia parece no haber cambiado tanto a lo largo del tiempo. Nieto de un médico y chelista, criado en una casa frecuentada por compositores y músicos del Conservatorio Nacional, su primera elección profesional fue la medicina, pero al segundo año la abandonó luego de reprobar el examen de anatomía. “Soné como tarro”, dice ahora entre carcajadas, en una actitud contraria a la foto que ilustra esta entrevista y permanente a lo largo de su conversación: reírse y, sobre todo, reírse de sí mismo, como un pésimo alumno, como un intérprete de escasa destreza y como un compositor de dudoso talento. Según él, claro.
La historia oficial, sin embargo, dice que ha ganado muchos premios, que sus obras se han tocado en América, en Europa y en Asia y que sus estudios de composición los hizo con personajes señeros de la música chilena: primero, seis años con Juan Orrego-Salas, y luego con Carlos Botto (1956-1957), Juan Allende-Blin (1957-1958) y Gustavo Becerra-Schmidt (1957-1960). Luego se formó como musicólogo, junto al investigador español Vicente Salas Viu (1964-1965), y fue tenor en el Coro de la Universidad de Chile (1960-1963). Antes, en 1958, se había integrado a la Orquesta Sinfónica de Profesores del Ministerio de Educación, a la que llegó para tocar el trombón, un instrumento que aprendió con Abraham “Tata” Rojas, por razones poco musicales: “Estudié trombón gracias al Partido Comunista”, asegura.
En pocas líneas, la cosa fue así: cayó en una reunión cuyo objetivo era incorporar a los músicos a la militancia de izquierda. “Como yo era el más joven, Abraham me dijo: Fernando, ándate a clases de trombón en el Conservatorio y organizas la Juventud Comunista. Estás matriculado, porque yo soy el profesor. En esa época no había que pagar ni una cuestión, así que ahí quedé, organizando la Juventud Comunista y tocando el trombón. Así empecé a militar”.
Esa es una de las cosas que se han mantenido inalterables en el tiempo, porque Fernando García es hoy militante activo del Partido Comunista. Otra constante en su biografía es el vínculo con la Universidad de Chile, donde ha ocupado diferentes cargos, como director del Departamento de Música y subdirector de la Revista Musical Chilena, con un paréntesis obligado de 17 años: entre 1973 y 1990 fue forzado al exilio en Perú y Cuba, pero nunca dejó de aumentar un catálogo de obras iniciado en 1952. Ahí destacan composiciones con textos de Neruda y Vicente Huidobro, además de piezas que dan cuenta de los días agitados del siglo XX: Canto a Margarita Naranjo (1964), La tierra combatiente (1965), Los héroes caídos hablan (1968) y ¡Cómo nacen las banderas! (1972), por ejemplo, además de Las raíces de la ira (1976), un tributo póstumo a su amigo Víctor Jara.
Con toda esa historia a cuestas, no obstante, Fernando García habla con absoluta sencillez. Quizás por eso trata a todo el mundo de “maestrísimo”. Bebiendo té, comiendo los últimos trozos de su torta de cumpleaños, cuando se le pregunta qué lo motiva a seguir componiendo, responde que simplemente es por entretención. “Bueno, es más que eso, pero si tú estudias música y, específicamente, composición, ¿qué otra cosa vas a hacer? Si eso es lo que sé hacer yo”.
Musicalmente, ¿cómo describiría estas obras más recientes?
La verdad de las cuestiones es que yo soy parte de una generación que por allá por los años 50 ó 60 se hace presente en la República de Chile. Es el momento en que comienza a llegar con mucha fuerza todo lo que es el atonalismo, la música dodecafónica, incluso la improvisación. Yo fui compañero de lides con León Schidlowsky, fui alumno de Gustavo Becerra, que también giró hacia la música atonal, el maestro (Tomás) Lefever, la Leni Alexander y otros más que en este instante no me acuerdo. Todos éramos medios atonales. Yo seguí en ese cuento, el de la música atonal y la improvisación, hasta hoy. Dentro de la obra que estoy componiendo ahora, por ejemplo, le digo al intérprete: “haga usted lo que quiera en tal parte”.
Han pasado muchos años. ¿No han cambiado con el tiempo?
No mucho, creo yo. Imagínate, yo estuve en Francia en 1952 y traje la novedad de la música que no era música electrónica todavía, era música concreta. Me traje el cuento y se lo conté a mi buen amigo que se acaba de morir, este niño (José Vicente) Asuar, al que pucha que le dan poca pelota. Yo le doy la dirección y él toma contacto con Pierre Boulez, al que le pide que le explique cómo es esta historia. Boulez le responde que no le va a decir nada, porque viene a Chile, y ahí nos enteramos que venía con una compañía de teatro francés, así que almorzamos con Pierre Boulez aquí en Santiago y lo empezamos a estrujar. El maestro Asuar aprovechó para estrujarlo completamente. Almorzamos en la casa de mis padres y estaba José Vicente, “Juanito” Amenábar, el maestro Lefever y creo que la Leni también.
Dice que compone “por deporte”, como algo que hace porque simplemente porque sí.
Si a uno le gusta pos, viejo. Si a ti te gusta jugar fútbol, jugai fútbol. Después se supone que es muy importante lo que haces, te dan premios y todo eso, pero resulta que el tipo lo está haciendo porque le gusta.
Usted es Premio a la Música Presidente de la República (2000), Premio Nacional de Música 2002 y Figura Fundamental de la Música 2013. ¿Qué le dicen todos esos premios?
(Fernando García comienza a reírse de inmediato al escuchar cada uno de los premios y empieza a contestar todavía recuperando el aire) eso de Figura Fundamental lo inventó… ¿cómo se llama? Los dos fuimos alumnos del maestro (Gustavo) Becerra. ¡El “Lucho” Advis! Nos moríamos de la risa con el nombre y después los dos salimos premiados, haciendo el ridículo ahí.
¿Qué importancia le otorga usted a esos reconocimientos?
No puedo decirlo, después me degradan – dice riendo nuevamente. Desde el punto de vista práctico es muy importante pos viejo, porque como la gallada no tiene la menor idea de qué se trata, pucha, ¡Premio Nacional, te dicen! Nah, cualquiera puede ser Premio Nacional, es cuestión de tener buenos amigos no más.
¿No hay ningún mérito?
Claro, el mérito de tener buenos amigos.
¿Y mérito musical?
No creo, si hay un montón de gente que nunca recibió el Premio Nacional de Arte, gente tan buena como los premiados. Y te quiero decir que yo he sido miembro del jurado. La cuestión de los amigos te la digo en serio, es fundamental, viejo, porque hay gente que es muy buena, pero de repente no se consigue la mayoría en el jurado y el tipo se muere sin recibir el premio. En general, la gallada premiada se merece el premio, yo soy la excepción, pero hay una cantidad de gente que no recibe premios que le corresponderían. Ahora, cuando tienes amigos, la gente se acuerda de ti. Si es por eso, no es porque los tipos sean unos frescos.
¿Cómo fue en su caso?
Yo era muy amigo de Carlos Riesco, compositor, que un día me dijo: Fernando, tú deberías recibir el Premio Nacional de Arte, yo te quiero proponer. ¡Pero por ningún motivo!, le respondí, cómo se te ocurre. ¡Me dio un infarto! Que no, que sí, que por favor, llegamos hasta ahí. Dos meses después, yo estaba en la Facultad (de Artes) y me llaman del ministerio de Educación porque acabo de recibir el Premio Nacional de Arte. Esto me lo contó Carlos después, porque lo senté en el boliche donde nos juntábamos a tomar café y lo obligué a contarme qué pasó: resulta que cuando le pasaron todos los papeles, Carlos vio que yo no estaba y pensó que había algo raro. La ministra no estaba, así que le preguntó a su jefa de gabinete (Pilar Armanet, en esa época), “¿estos son todos, no hay más?”. Le dijeron que no, así que él dijo: mira, hay una persona que falta, tacatacatacatá, Fernando García debería ser Premio Nacional. ¡Pero naturalmente!, dijeron mis dos amigos que había ahí: Manfred Max Neef (representante del Consejo de Rectores) y el (Santiago) Vera (representante de la Academia Chilena de Bellas Artes), que también era amigo mío. El jurado eran estos tres pericos y ella, que dijo: “bueno, si ustedes están de acuerdo, Premio Nacional de Arte”.
Así de simple.
Así como tú puedes ver.
Se habla de usted como “artista ciudadano”. ¿Se siente un artista ciudadano?
¿Quién fue el que inventó eso?
Es una idea de José Balmes.
El “Pepe” inventó eso. Sí, yo soy sumamente ciudadano. Artista, no sé, pero ciudadano sí – vuelve a reírse. Lo que pasa es lo siguiente: el arte es una cuestión que está absolutamente incorporada al ser humano. Por lo tanto, el gallo que se dedica al arte también es parte de la sociedad, no anda por las nubes. Es un sujeto de carne y hueso como cualquier otro mortal, que tiene su manera de pensar, entonces tiene la obligación de participar íntegramente en la sociedad. Y para que un compositor participe en la sociedad, su creación tiene que tener algo que ver con la sociedad, no puede cantarle a los ángeles. Yo creo que esa es obligación de un músico, que sea consciente socialmente. Por eso el “Lucho” (Merino) dice que soy un artista ciudadano, porque tengo música dedicada a acontecimientos históricos y políticos y a un montón de gente que ha tenido que ver con la lucha por el desarrollo del ser humano.
¿Por eso, por ejemplo, compuso un himno para la CUT?
Entre otras cuestiones, pero era tan malo, ¡que nunca se tocó! Hay algunos que son mejores para hacer himnos y esas cuestiones, como Sergio Ortega o “Lucho” Advis. Yo no soy capaz de eso, porque estos gallos tenían la capacidad maravillosa de trabajar sin ningún problema la música tonal y, en el caso de Sergio, atonal, según las necesidades. A mí me resulta incómodo trabajar la música tonal, pero las melodías de estos chatos son increíbles, hermosas. Yo te menciono estos dos, pero hay un montón de gente: (Horacio) Salinas, el “Pato” Manns, hay una cantidad de chatos que hicieron música de esta naturaleza.
Pensando en el artista en relación con la sociedad, ¿no es una complicación hacer música atonal, cuya llegada en la audiencia es más compleja?
Tenís toda la razón para hacer la pregunta. Efectivamente, uno se imagina que la gente es incapaz de recibir un mensaje que no sea el que está acostumbrada, pero yo tuve una experiencia interesante respecto de eso. El año ‘62 estrenaron una obra mía, América insurrecta, una obra dodecafónica para orquesta, recitante y coro. Y me hice famoso por dos razones: porque a la gallada le gustó la música, lo que no me imaginaba, y porque se armó un alboroto cuando se estrenó la obra.
¿Qué pasó?
¡Hasta le pegaron al secretario del Instituto (de Extensión Musical de la Universidad de Chile), que era Daniel Quiroga! Lo divertido es que esto se hizo con autorización de Pablo Neruda. Yo le dije: oiga, Pablo, fíjese que presenté una obra al Festival de Música Chilena, pero el problema es que agarré sus poemas y los viré enteros, unos primeros y otros después. “Tú eres el músico, yo soy el poeta, haz lo que quieras”, me dijo, y de ahí para adelante yo he usado al pobre Neruda para lo que he querido. El asunto es que la obra se la dediqué al congreso del Partido Comunista que se estaba realizando en esos días, y además se llamaba América insurrecta; en 1962, en que había una lucha fuerte en el sentido político. Maestro, ¡se armó una zafacoca! ¡Que se vaya pa’ Cuba!, gritaban. Un griterío espantoso. Sorprendente. Después se hizo la votación correspondiente y mi obra ganó el festival, entonces León Schidlowsky, que era director del Instituto (de Extensión Musical), no encontró nada mejor que programarla para el concierto inaugural de la temporada oficial de 1963. Ahí sí que quedó la cagá, decían que la universidad estaba en manos de los comunistas. Domingo Santa Cruz tuvo que salir a defenderme…
Que no era nada de comunista.
¡No poh! Y yo, como humilde espectador, recibiendo todas las glorias. Me sentía como el maestro (Richard) Wagner cuando estrenaba una de sus óperas.
La estrenó la Sinfónica entonces, ¿quién la dirigía?
Víctor Tevah. Se hizo el estreno y ahí sí que quedó la escoba, no solamente la pelotera dentro del teatro, sino por el lío que se armó con la universidad y los diarios. Imagínate, dijeron de todo. Incluso, había un periódico que era de los nazistas, que se pegaba en las calles, con un ataque a la Universidad de Chile por hacer propaganda al Partido Comunista, llamando a la revolución social. ¡Pero a mí no me mencionaban! Yo estaba ofendidísimo, porque era una gran oportunidad para hacerme famoso. Después supe que el director de este periódico era un cabro que había sido mi compañero en la Escuela de Medicina, entonces no me puso para no echarme a perder la vida.
Lo llevo a otro tema. Si uno revisa las principales temporadas de conciertos, hoy están dominadas por los compositores clásicos, es menos usual encontrar chilenos o autores contemporáneos…
Porque hay que vender.
¿Cómo se puede revertir eso?
Hay que gastar plata en la música, no se puede hacer otra cosa. Ocurre que te financias gracias a la entrada, entonces si quieres que vaya gente, tienes que tocar las sinfonías de Beethoven. No es que no me gusten las sinfonías de Beethoven, pero tienes que tocar puras sinfonías de Beethoven para llenar el teatro todo el tiempo. Para que no sea así, tienes que meter obras totalmente extrañas, que no conoce nadie y que además, cuando te sientas, dices “qué cosa más fea, no me gusta, esta cuestión no tiene descanso”. Claro, como es música atonal, el tipo está buscando la tónica toda la obra y nunca aparece, entonces se va furioso del teatro y no va más. Tienes que pagar la música aquella a un sujeto, para que se toque, y financiar al público ausente. Por eso te digo, hay que pagar no más. Es mucho más caro y en Chile, peor, porque resulta que hay una cuestión que es esencial y que cero pelota: la educación.
Tiene que ver con la educación del público, ¿no?
Naturalmente. ¿Cómo puedes tener vida musical en un país donde no existe enseñanza musical en los colegios? Y si existe, es como las huevas, para usar un término adecuado. Yo no soy pedagogo, pero hablas con la gallada y te dicen que se puede entrar a estudiar para ser profesor de música sin saber música, entonces los tipos tienen que salir sabiendo música en cuatro años; o solamente en tres, porque el último es para preparar el examen final. Oye, es cierto que yo soy bastante mal alumno, ¡pero en tres años no hubiera aprendido nada! La música es bastante complicada, tienes que aprender un montón de cosas y resulta que sin ser músicos, los tipos salen a enseñar música. La enseñanza de la música en los colegios, donde hay, es como la soberana hueva, entonces es imposible que exista público. El programa de la Orquesta Sinfónica es el último escalafón de todo el proceso. Hay que empezar por el colegio y los cabros chicos.
¿Era muy diferente antes eso?
Absolutamente distinto.
Por ejemplo, cuando hubo un escándalo por América insurrecta, fue porque había gente a la que le importaba tanto la música, que eran capaces de provocarlo. Ahora, si se estrena una obra así, es raro que ocurra un escándalo, porque parece que a nadie parece importarle mucho.
¡No les importa nada, ni mucho ni poco! En esa época nos enseñaban música en el colegio. Ahora, con suerte, creo que les enseñan en la básica, entonces cómo van a aprender. El problema empieza ahí.