Los conciertos de música clásica son territorio de pocos. Beethoven, Mozart y Bach acaparan la mayoría de las carteleras y encontrar una obra de un compositor vivo en un programa puede ser una misión casi imposible. Lo mismo ocurre al buscar a un autor que no sea europeo. ¿Una mujer? Ni hablar.
Así se desprende de una investigación que el musicólogo español Miguel Ángel Marín ha plasmado en el artículo Reto al oyente: cómo cambiar tendencias en la programación de la música clásica, publicado en el último número de la revista Resonancias, de la Universidad Católica. “La programación de conciertos se ha vuelto cada vez más conservadora, obsesionándose con solo un puñado limitado de compositores, cuyas piezas se tocan hasta la saciedad”, dice ahí el investigador de la Universidad de La Rioja.
Marín, quien también dirige la programación musical de la española Fundación Juan March, utilizó datos publicados por la plataforma Bachtrack para analizar el repertorio interpretado en casi cinco mil conciertos realizados entre 2010 y 2015, en 283 ciudades alrededor del mundo, al alero de 785 instituciones distintas.
Lo que halló es claro: los conciertos son asunto de pocos apellidos. Entre los 1.914 compositores que abarca el estudio, solo 33 fueron tocados más de cien veces. Las obras de ese grupo selecto se ejecutaron en más de diez mil de las 18.779 performances consideradas. O dicho de otra forma: el 1,72% de los compositores acapara más del 53% de las interpretaciones.
Los diez más tocados son Beethoven, Mozart, Bach, Brahms, Schubert, Debussy, Ravel, Tchaikovsky, Shostakovich y Rachmaninov. Solo ellos, que representan el 0,52% de los compositores analizados, concentran más del 26% de las performances.
Por contrapartida, el artículo muestra que la absoluta mayoría de los creadores solo escucha sus obras en contadas ocasiones. En números: 1.438 compositores (75%) son tocados en tres o menos oportunidades; más de mil, el 53% del total, apenas fueron interpretados una vez.
Esta concepción “altamente conservadora” de las programaciones “puede ser un agente significativo en la aparente crisis del concierto clásico y el declive de la audiencia”, dice Miguel Ángel Marín. “Muchas instituciones han dirigido sus esfuerzos hacia campañas de marketing bien planificadas, tácticas agresivas de comunicación y precios atractivos, pero podría argumentarse que los programas concebidos para desafiar al oyente son igual de efectivos para atraer público”, indica.
Los museos de la música
Los datos analizados abarcan casi 300 ciudades en diferentes partes del mundo, pero el mismo Miguel Ángel Marín reconoce en su artículo que el foco está puesto en Norteamérica y el norte de Europa. Entonces, ¿cómo es el panorama en Chile?
La interrogante es válida también considerando que el musicólogo español apunta a buscar soluciones para enfrentar la caída que han experimentado los conciertos de música clásica en cuanto a público. A nivel local, esas estadísticas son rotundas: según la última Encuesta de Participación Cultural, el 74,75 de las personas nunca ha ido a una función de música docta; y el 84,6 jamás ha asistido a la ópera.
Si se miran las temporadas oficiales de dos de las principales orquestas locales, la Sinfónica Nacional y la Filarmónica de Santiago, efectivamente se repiten los compositores que concentran el “ranking” elaborado por Marín.
¿Quién puede romper la monotonía? Quienes diseñan las temporadas tienen una responsabilidad evidente, pero también se hallan ante un público “bastante conservador”, dice Diego Matte, director del Centro de Extensión Artística y Cultural de la Universidad de Chile (CEAC), del cual depende la Sinfónica.
Matte explica que la asistencia se resiente cuando la orquesta toca obras o autores menos conocidos, pero cree que es una responsabilidad que deben asumir: “Lo más cómodo siempre es la música del siglo XVIII y XIX, pero nosotros nos hemos puesto la meta de incorporar obras más contemporáneas”, señala.
El director del CEAC apunta que “en Chile también hay un problema de acceso a la nueva música. Si tratas de comprar un disco de música contemporánea, es muy difícil y caro. Si piensas en radios que tocan música clásica, también tienen un repertorio tradicional. Es una responsabilidad compartida”, señala.
Además, enfatiza, las instituciones deben considerar otros factores al momento de planificar sus temporadas: “Hay muchas obras contemporáneas que tienen costos asociados, como el pago de derechos. Tocar una sinfonía de Shostakovich durante dos días te puede costar dos millones y medio de pesos, por ejemplo; o para música de Messiaen puedes necesitar extras o instrumentos especiales que encarecen la ejecución, entonces los ingresos son menores”.
“Creo que en Chile necesitamos pensar un poco más en la vanguardia y en la música que se está escribiendo hoy”, decía hace poco más de un año el director de orquesta Maximiano Valdés, en entrevista con Radio Universidad de Chile. “Hay una falta de educación en el público, ya que los programas en colegios, y sobre todo la actividad musical familiar, han ido decayendo y hacen que menos gente se acerque a la música. Entonces, para poder vender, se va a lo más conocido. Esto ha afectado el hecho de que se pueda hacer un repertorio más contemporáneo y es algo que no sucede en otros países”.
Para el musicólogo José Manuel Izquierdo, el tema tiene raíces profundas: “Lydia Goehr lo dijo hace 30 años, las salas de conciertos son museos donde hay obras en exposición permanente y un pequeño espacio para exhibiciones temporales de otras cosas”, explica. “La lógica del museo implica que la función de una orquesta es que el público pueda escuchar el Réquiem de Mozart y la Novena de Beethoven permanentemente, así como la Mona Lisa está siempre puesta en el Louvre”.
El académico de la Universidad Católica afirma que la enseñanza musical también es crucial: “Conozco programadores que han tratado de hacer otras cosas y se han enfrentado a la reticencia de los mismos músicos, porque hay una educación con una dedicación casi religiosa a ciertas ‘obras maestras’, de compositores canónicos, antes que a músicos desconocidos u obras nuevas. Eso viene casi desde la infancia y es muy difícil cambiarlo”, señala.
Así, se produce un círculo vicioso, en el que público y músicos prefieren moverse entre márgenes conocidos. También influyen condiciones más bien prácticas, subraya Izquierdo: “Si quieres hacer un concierto con obras de mujeres, por ejemplo, tienes que ir a los archivos, comprar partituras, estudiar obras que no conoces. Es un trabajo largo. Es mucho más fácil hacer una sonata de Beethoven o una sinfonía de Brahms, porque hay miles de grabaciones, documentos y libros que te las explican completas”.
En ese sentido, José Manuel Izquierdo valora el trabajo que han hecho las agrupaciones de música antigua o ensambles como la Orquesta de Cámara de Valdivia, por ejemplo, para explorar otros repertorios: “Como es un formato en el que hay pocas obras de museo, tienen que buscar cosas nuevas constantemente. Es muy difícil que cambien las grandes orquestas, por su financiamiento y por su rol entre museístico y patrimonial”, dice. Luego lo resume en una sola frase: “Es mucho más fácil girar un bote pequeño que un transatlántico”.