Mientras estudiaba Comunicación Social, Selva Almada decidió que se dedicaría de lleno a la literatura. Oriunda de la provincia de Entre Ríos, Argentina, la escritora liberó en 2003 un libro de poesía titulado Mal de muñecas, seguido por Niños (2005), y Una chica de provincia (2007). Con El viento que arrasa (2012) sacudió el panorama literario con un escenario copado por personajes pueblerinos que sobreviven “al sol calcinante de la siesta”. Entonces vino Ladrilleros (2013), una novela en la que sus protagonistas agonizan desde el comienzo tras herirse en una pelea a cuchillo. Acá la violencia gatillaba el conflicto, al igual que en su siguiente libro de no ficción Chicas muertas (2014), basado en tres jóvenes mujeres de provincia asesinadas en los años ochenta, temática que llegó a sus oídos a los 13, cuando en la radio de su municipio escuchó el caso de Andrea Danne, apuñalada encima de su cama a los 19 años.
Con este prolífico recorrido y su último trabajo bajo el brazo –El mono en el remolino: Notas del Rodaje de Zama de Lucrecia Martel- Almada se acerca a Valparaíso para participar en la octava versión del Festival Puerto de Ideas. Titulado Tres voces y una tribu: Literatura joven latinoamericana este diálogo reunirá a Almada con la escritora chilena María José Navia y el cronista cubano Carlos Manuel Álvarez, para hablar de aquellos discursos que desde la cotidianidad pueden volverse políticos, iluminando así la existencia de un continente.
Ella misma no ha estado ajena a ese ejercicio; a plasmar en sus textos la realidad barrial, a poner su lupa en la violencia de género, a dejar registro de las divagaciones existenciales de quien habita la provincia. Su propuesta es lúcida e incómoda, y no deja de mutar. “Creo que la obra de una escritora está siempre en construcción; siento que cada libro o cada texto suelto que escribo tiene que tener un vaso comunicante con lo anterior pero también ser una especie de salto al vacío. La escritura tiene que generar (me) incomodidad y ser interpelación constante. Todo lo que escribí los primeros años, una década casi hasta que empecé a publicar fueron un camino de entrenamiento. Pero como ocurre con cualquier tipo de entrenamiento, no termina nunca; si me detengo, la escritura se cristaliza. Trato de escribir siempre un libro nuevo, como si empezara de cero”.
En tu literatura se presenta reiteradamente la fatalidad; los femicidios sin resolver, el carneo de un chancho, la muerte del personaje Cacho… ¿qué importancia tiene este concepto en tu trabajo?
La muerte es uno de los grandes temas de la literatura universal y yo no soy ajena a esa fascinación que provoca y ha provocado en los escritores que me precedieron, en los que están escribiendo al mismo tiempo que yo. Después de todo la vida no es si no el recorrido hacia la muerte. La fatalidad también juega en ese sentido en muchos de mis textos, en los que nombrás, por ejemplo. ¿Por qué fue asesinada aquella mujer y no yo? Yo tenía la misma cantidad de posibilidades que ella, sólo tuve un poco más de suerte (por ahora).
Otro tópico recurrente es la infancia. ¿Qué guardas de esos años?
Una vez leí por ahí, no recuerdo quién lo dijo, que todo lo que es importante para escribir ocurre en la primera década de nuestras vidas. Creo que es así, que la infancia es una cantera inagotable. Hay tanto ahí, tan variado. El descubrimiento, la iniciación en las cosas de la vida y de la muerte, el abuso de poder… una vez escribí que hay que ser muy valiente para atravesar las zarzas de la infancia y llegar vivos al otro lado. Y creo que es así; creo que ser niño o niña es una de las cosas más difíciles del mundo. Por suerte no estamos pensando en ello todo el tiempo, tal vez ni siquiera nos damos cuenta cuando somos niños que estamos llevando a cabo una gran proeza.
En relación a “Tres voces y una tribu”, ¿qué rasgos identitarios reconoces en la literatura joven latinoamericana?
Por suerte, la literatura latinoamericana contemporánea es muy variada. Me parece que una escritura heterogénea es la única que le da vitalidad a la obra conjunta de un continente. Podría encontrar puntos de contacto entre la uruguaya Vera Giaconi y la boliviana Liliana Colanzi, y al mismo tiempo son escrituras tan distintas.
¿Recuerdas el primer libro que te hizo llorar?
Creo que fue Corazón, de Edmundo de Amicis, cuando era niña. También las novelas de Louisa Alcott. No recuerdo un libro que me haya hecho llorar de adulta, pero sí, por suerte, hay muchísimos libros que me conmueven de distintos modos.
Has dicho ser una lectora antes que una escritora. ¿Qué libros de autores de Latinoamérica te han llamado la atención el último tiempo?
Bueno, Liliana Colanzi, sus cuentos, es una gran escritora. También Diego Zúñiga, Camanchaca es una de las mejores novelas que leí en los últimos años. También me gustan mucho Alejandra Costamagna, Fernanda Melchor, y una poeta joven mexicana que se llama Zel Cabrera.
¿Qué consejos prácticos le podrías entregar a una nueva generación de escritores?
El único consejo que se me ocurre es el que heredé de mi maestro Alberto Laiseca: leer mucho, escribir mucho y vivir mucho. Este último es el más difícil, pero los dos anteriores es lo menos que podemos hacer si queremos ser escritores.
Tres voces y una tribu
Literatura joven latinoamericana
Domingo 11 de noviembre
12:30 horas
Centro de Extensión Duoc UC
$2.000