Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 29 de marzo de 2024


Escritorio

Repensando la tribu

Columna de opinión por Clara Ramas
Domingo 18 de noviembre 2018 10:23 hrs.


Compartir en

Una de las caricaturas más habituales del feminismo por parte de la Reacción consiste en presentarlo como un afán histérico por conquistar las mismas cuotas de poder que hasta ahora han poseído los hombres, guiadas por un odio “misándrico”. Se pierde por completo de vista que el feminismo no es revanchismo, sino un proyecto de subversión radical de la política y la sociedad en su conjunto. Tiene razón Bannon cuando anuncia que “las mujeres van a hacerse cargo de la sociedad” y ello va a representar una “amenaza existencial”. Pero no hacia los hombres, sino hacia una estructura que además de producir sistemáticamente violencia, injusticia y desigualdad hacia las mujeres limita enormemente a los hombres y genera cotas enormes de malestar y resentimiento.

Rita Segato sostiene que, debido a la tradicional exclusión de las esferas de poder público y económico, gobernadas en la modernidad por el imperativo de competitividad, productividad económica e individualismo, las mujeres han estado históricamente expuestas a prácticas colectivas de mayor solidaridad, horizontalidad y cooperación. El trabajo de cuidados, el diálogo o la ayuda colectiva, tradicionalmente realizados por mujeres, son la herencia invisible y menospreciada por la tradición liberal, e incluso por la marxista. Una notable excepción sería la –cómo no, prácticamente olvidada– filóloga Giulia Adinolfi, que se ocupó de estudiar las “subculturas femeninas”, entendidas como elementos materiales de la vida cotidiana, así como usos, costumbres, sentimientos, actitudes, experiencias personales, etc. Subculturas que, por su inserción en una estructura de dominación por sexo-género, ocupan el lugar de la subalternidad; pero no están desprovista de valores universalizables, con potencialidades de subversión respecto del régimen existente y de creación de imaginarios que aporten mayor bienestar y seguridad para la mayoría social. Tradición que, evidentemente, ha de ser asumida críticamente y cribada de los elementos que supongan sujeción o limitación. La misma reflexión realizaba Alba Rico. Ciertamente la mujer ha sido obligada a soportar exclusivamente el trabajo de cuidados; sin embargo, su liberación como sujeto político ha traído a primer plano una evidencia: “En estos momentos entendemos que los cuidados son de alguna manera la base no sólo de la revolución social sino también del bienestar político de la mayor parte de los ciudadanos. Así que conservar los vínculos erosionados o destruidos por un capitalismo que genera consumidores solteros es más que necesario: es prioritario.” Es necesario no eliminar, sino valorizar y extenderlo que las mujeres han realizado hasta ahora: también a los hombres.

No es casualidad que el auge del feminismo haya ido parejo a la evidencia del fracaso de las políticas neoliberales como generadoras de contrato social. Tampoco es casualidad que resurjan los modelos del municipalismo, el ecologismo o las políticas de proximidad. En un momento no solo de crisis económica, sino de modelo de sociedad, la “política de las mujeres” representa una alternativa. No porque las mujeres vayan a tomar el poder depredador y neoliberal que hasta ahora han administrado los hombres, sino porque se presenta otra forma de pensar lo político. Afirma Segato: “La política está cayendo en nuestras manos porque las políticas patriarcales han fracasado todas. […] Esa es la mujer sujeta del arraigo, las mujeres tenemos todas ese protagonismo en la defensa de algo que vincula el cuerpo a un territorio en particular y ve la relación entre la protección de su cuerpo y ese territorio. Ese es el arraigo, y el arraigo es el más grande obstáculo al proyecto histórico del capital”. Como también Federici ha puesto de relieve, y como demuestran los terribles brotes de violencia feminicida que ocurren hoy en  territorios de margen y frontera o a lo largo de la historia en situaciones de guerra o conquista, hay una afinidad entre propiedad, conquista del territorio y control de los cuerpos de las mujeres. No es extraño, por lo tanto, que el protagonismo de las mujeres en política y en el debate público permita poner en primer plano necesidades colectivas desatendidas.

Fue el caso, por ejemplo, que se produjo con  la discusión de la maternidad que hizo Carolina del Olmo en su excelente ¿Dónde está mi tribu?, señalando la dureza de un modelo de crianza exclusivamente centrado en madre-hijo que refleja la soledad y ausencia de vínculos colectivos de apoyo en una sociedad individualista. Lo señalaba Coral Herrera también: “Desde siempre las comunidades humanas han cuidado a la mamá recién parida y al bebé. Ahora somos tan salvajes que las dejamos solas en su postparto, que es cuando más necesitamos el apoyo de toda la tribu”. Sería necesario replantearnos todo el sistema productivo, continúa, para que no solo la madre, sino el padre y toda la sociedad asuma la parte que le corresponde en los cuidados de los bebés y enfermos o ancianos. Se ve que, lejos de ser una reivindicación “sectorial”, esto implica  una transformación social general que afectaría a los hombres y les permitiría participar en tareas a las que tradicionalmente han sido ajenos. Del Olmo señalaba que le interesa poco seguir discutiendo sobre si hay más o menos directivas en el Ibex 35: lo que importa es “dónde están los padres conscientes, dónde están los hombres no competitivos, dónde los que defienden que la sociedad del cuidado es la buena.”

La apelación a un esencialismo, sea biológico, sea histórico, para sostener la subordinación de la mujer, el reparto desigual de poder o su reclusión en el espacio de lo privado y del trabajo reproductor es, por otra parte, una pura y simple patraña. Como todo espacio de conocimiento, el estudio de la biología, la antropología o la arqueología no ha estado históricamente exento de sesgos. Sin embargo, en parte gracias a la incorporación de una generación de mujeres científicas que detectan puntos hasta ahora ciegos en la investigación, eso va cambiando Por ejemplo, Karin Margarita Frei, profesora de Arqueometría en el Museo Nacional de Dinamarca, mediante estudios químicos de restos fósiles, revoluciona la idea que teníamos de la mujer en la Edad de Bronce: mujeres viajeras, independientes, comerciantes, que portaban tecnologías y nuevas técnicas mientras que hombres y niños se quedaban en casa, o ellas trabajaban junto a los hombres en la mina. Esto obliga a reevaluar, afirma, todas nuestras convicciones: “La historia no es una línea ascendente, hay retrocesos. En la edad de bronce las sociedades eran más igualitarias”. En esta línea se pueden situar las investigaciones de Kristen Hawkes sobre el papel de las abuelas en la evolución humana –cumpliendo un rol social colectivo no limitado a la vida fértil– o los estudios sobre la participación de las mujeres en las tareas de caza –incluso al tiempo que gestan– en algunas sociedades africanas. O el descubrimiento de que los seres humanos cuidaban a sus discapacitados ya en el Paleolítico. Se desploma la imagen mítica del hombre primitivo como guerrero competitivo, individualista que caza mientras la mujer se queda en la cueva cuidando a los niños. Emerge una imagen de grupos humanos que cooperan, se hacen cargo de los más débiles, ponen los cuidados en primer plano y permiten a las mujeres jugar papeles en el grupo que van mucho más allá de la reproducción.

Del mismo modo, no se trata de impugnar lo biológico como tal y en conjunto, como hace una cierta izquierda que defiende un constructivismo total. La clave es encontrar los prismas que han sido ignorados y que permiten ver lados de la realidad que se escapaban. Del Olmo pone un ejemplo: cuando a los machos de especies que no suelen ser cuidadores les presentan por primera vez a un cachorro, lo rechazan. Pero si se lo presentan unas cuantas veces, acaban cuidándolo. “La respuesta cuidadora la despierta un ser necesitado de cuidados. A eso le llamaría instinto maternal. Y lo bonito es que lo puede tener cualquiera. También los hombres”.

La resistencia a esto, el anti-feminismo, la negación a repensar una sociedad mejor para todos, la neurosis de que se quiere “feminizar” a los hombres, sólo puede venir de una masculinidad muy débil e insegura. Y está ocurriendo. Esto dará, sin embargo, para otro artículo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.