Exigiendo castigo para los responsables, este miércoles decenas de miles de personas marcharon por las calles libanesas y rindieron homenaje a quienes perdieron la vida en la gigantesca deflagración, congregándose primero ante la sede nacional de los Bomberos, para iniciar luego tres marchas que por la tarde confluyeron en el lugar donde se produjo la catástrofe que también cobró la vida de al menos una decena de bomberos.
“La primera petición es justicia. Queremos justicia para que se calmen los corazones de las familias de las víctimas” dijo a la agencia Efe, Soha Ashe, una dirigente de las manifestaciones. “La segunda -agregó- es que Dios alivie a El Líbano, porque ya es muy grande el sufrimiento y el agotamiento”. Por su parte Lama Fakih, directora de crisis y conflictos de Human Rights Watch, resumió en un informe presentado el martes en teleconferencia desde Beirut que “las pruebas recabadas muestran de forma manifiesta que (la explosión) se debió a acciones y omisiones de altos cargos libaneses que no informaron del peligro que suponía el nitrato de amonio, a sabiendas de que éste se hallaba almacenado en condiciones inseguras”. Y concluye con dureza: “ellos no supieron proteger a los ciudadanos”.
Pero estas expresiones parecieran evidenciar tan sólo la punta del iceberg pues hoy, un año después de aquella trágica jornada, el colapso político, económico y social en El Líbano es aún peor que lo que ya era el 4 de agosto de 2020. Es que el estallido del nitrato de amonio se llevó por delante también al régimen de partidos étnicos y religiosos surgido hace ya 30 años, después de la feroz y cruenta guerra civil que azotó durante 15 años al país del Levante mediterráneo. Sólo en los últimos 365 días cuatro primeros ministros han ocupado el poder y ninguno pudo formar un gobierno estable.
Así, en un coma político, paralizado, El Líbano sigue carcomido entre otras plagas que parecen ser bíblicas, por la corrupción, mientras la comunidad internacional se niega a reflotar su economía en bancarrota si no se aplican reformas drásticas contra la política clientelar que ya en los meses previos a la explosión venían generando multitudinarias protestas sociales contra una clase dirigente que solo busca perpetuar el statu quo, mientras las calles se agitaban en un tremolar sin precedentes desde el conflicto civil.
Por ahora, Francia organizó este miércoles, con auspicios del presidente Macron y del secretario general de la ONU Antonio Guterres, una videoconferencia con representantes de unos 40 gobiernos y organismos internacionales para recaudar 350 millones de dólares en ayuda humanitaria. Pero lamentablemente sólo sería un paliativo, porque el violento estampido de hace un año vino a ser casi la representación material y gráfica de un país en bancarrota que sufre escasez de medicamentos, alimentos, combustible y agua potable, y con una impopular clase política que, al no lograr ponerse de acuerdo para formar un gobierno que entregue estabilidad a El Líbano, provoca un peligroso vacío de poder. Este cisma político y económico hace temer que el país que alguna vez fuera el más bullente de medio Oriente yazga hoy atrapado en las arenas movedizas de un Estado fallido.