“Llegué a Curacautín porque nunca soporté lo árido que era el desierto. Soy del norte, de Antofagasta, de un barrio que era atravesado por un ferrocarril minero en donde los niños solíamos jugar cerca de pilas de material con altas concentraciones de plomo que se dejaban a vista y paciencia de todos. Pero en ese entonces nadie se preocupaba de lo expuestos que estábamos, hasta que empezaron a aparecer algunas malformaciones en los recién nacidos o se empezó a morir gente.
Soy geóloga, y en Chile, en los años en los que egresé de la universidad, se trataba de una carrera bastante rentable si te dedicabas a este rubro. Entonces, pensé que así podría ahorrar lo suficiente para comprar un terreno y venir con mi pareja al sur, pero eso no se dio del todo sino hasta que mis padres murieron.
Ellos habían vivido allí toda su vida. Mi papá nació en 1945 y mi mamá tres años después, en una época en donde toda la región consumía agua cargada de arsénico y plomo, además de soportar chimeneas de anhídrido sulfuroso. En el caso de mi padre no sé si su enfermedad estuvo relacionada con todo esto. Él fue diagnosticado con placas de Bowen, una especie de cáncer de piel. En cambio, mi madre desarrolló fibrosis pulmonar idiopática, una enfermedad muy común en las llamadas “zonas de sacrificio” y que estoy segura fue consecuencia directa de la minería.
Cuando ambos fallecieron en 2012 decidí comprar un terreno en Curacautín y, junto a mi pareja, hoy lo tenemos lleno de árboles nativos. Al principio, recuerdo, los vecinos se quedaban asombrados al vernos sembrar. Nos decían, “pero si aquí los árboles crecen solos” o “aquí usted tiene hartos metros de leña”. Creo que los que nacieron aquí, con excepción de los pueblos originarios, que sí tienen una conexión especial con la tierra, no tienen mucha consciencia de lo frágil y maravilloso de este bioespacio. Quizás es porque nunca tuvieron problemas de agua o porque siempre se vieron rodeados de verde, pero en algunos años Chile va a ser uno de los países más afectados por el cambio climático y los problemas de escasez hídrica de la zona central se van a desplazar hasta aquí. Por eso ahora intento hacer de todo para evitar llegar a eso. Tanto, que si me detengo a analizarme, podría decir que sí soy ecoansiosa.
Esa es una de las características que ustedes colocaron en un artículo sobre el tema. Cuando lo leí, me sentí muy identificada, pero discrepo en el planteamiento de que se trata de un problema que afecta mayoritariamente a los más jóvenes. Se lo dije a la Ray cuando me lo pasó, que creo que la ecoansiedad es más transversal y que depende primero de cuán informado estés sobre la realidad del planeta, pero además, de si fuiste parte de la generación que vició cuando todo era distinto.
Una persona que nazca ahora va a crecer en un contexto diferente al que yo conocí, y lo que voy a decirle le puede parecer una leyenda. Ellos no van a sufrir el cambio, solo se van a adaptar a los nuevos ecosistemas. Pienso que en el futuro los más jóvenes no van a sufrir de la misma forma que nosotros, y no van a decir ‘extraño el río que pasaba cerca de mi pueblo o el bosque donde jugaba’. El sufrimiento es de quienes somos testigos de la transformación del planeta”.
Massiel Olivares, geóloga radicada en Curacautín.
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“Apenas leí el artículo me sentí identificada. Por eso comenté en el Facebook que creía padecer ecoansiedad desde hace ya varios años. Hay otras personas que pusieron lo mismo, al menos tres más en una caja de casi treinta comentarios, además de otros que lo consideran exagerado. Pero estoy acostumbrada a que me tilden de eso, a que me digan que esto es solo una moda que en algún momento va a pasar. En Witran Mapu llevamos muchos años luchando por causas medioambientales que no son solo una tendencia. Ahí conocí a la Massiel y a otras personas que incluso no siendo del sur han formado parte activa de los movimientos.
Son varios los problemas que afectan a la naturaleza en Curacautín, pero creo que el que más angustia me generó fue la situación del vertedero municipal. Un vertedero es un hoyo gigante que recibe basura y que, en casos de comunas donde no se tiene una cultura del reciclaje instalada, están condenados a llenarse.
Nosotros empezamos a advertir a la municipalidad de esto desde hace dos años. Sabíamos que después de lleno, toda esa basura iba a quedarse ahí y que incluso tendríamos que ir con nuestros desechos a otra comuna, y fue tal cual. Ahora todo lo lleva un camión hacia un vertedero que también está por saturarse en Mulchén, en la VIII Región.
Pero el problema no solo quedo allí, sino que me empezó a generar una ansiedad terrible, que incluso se llegó a manifestar de forma física. Creo que mi sistema nervioso está muy conectado con el digestivo y la angustia me ha generado problemas estomacales. Mucha gente me encuentra exagerada, pero no puede ser de otra manera. Creo que en la preservación de la vida natural o lo das todo o no das nada. E incluso en esa acción de dar todo siempre te queda el amargo sabor de que no diste lo suficiente, de que pudiste hacer más. Son emociones que no se pueden explicar pero que te llenan de pena. En un momento sueltas todo y lloras”.
Raydoret Isla, locutora radial natal de Curacautín.
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“Vi el informe de la ONU de hace algunas semanas sobre el calentamiento global, sobre que el problema se encuentra en un punto de no retorno. Pero la verdad es que yo dejé de creer en ese tema desde hace tiempo. No es que sea un negacionista, solo que no es la forma en la que entiendo se están dando los cambios en el planeta.
Eso no quita de que ese tipo de noticias no me afecten. De hecho, lo hacen al punto de que ya no quiero verlas, no quiero saber sobre nuevos proyectos medioambientales o si Piñera aprobó tal y tal cosa. Prefiero llevar mi ecoansiedad tratando de tener una vida un poco más limpia, meditando mucho, conectándome en los lugares donde voy.
Crecí en el Cajón del Maipo, en medio de una familia de camioneros. Mi abuelo abuelo fue de los primeros en tener maquinaria con tolva hidráulica, algo que en los años cincuenta era muy visionario y nos dio mucho dinero, hasta que el negocio se acabó. Allí fue donde decidí viajar a Europa y terminé dándome cuenta que necesitaba mucho estar en Chile, no por patriota, sino por la conexión que tenía con la tierra.
A mi regreso, estuve por muchos años trabajando para una empresa de telecomunicaciones que en los años noventa realizaba toda la conexión necesaria para los teléfonos celulares. Fue una época en la que pude ahorrar mucho dinero, tanto que ni siquiera tenía tiempo para gastarla. Pero siempre sentí que tenía que hacer algo más por el lugar en el que estaba, por el que había vuelto, así que cuando salí liquidado de la empresa, decidí ser un activista medioambiental y me enrolé en muchas causas. La principal: la hidroeléctrica de Alto Maipo.
El problema fue que no se consiguió lo que estábamos buscando y terminé decepcionado, al borde de la depresión. Quizás esto lo diga desde mi propio ego, pero empecé a sentir que la gente ya no apañaba en las acciones y que cada quien andaba con su norte. Al final, la empresa hizo lo que quiso, el proyecto se terminó construyendo y pronto lo inaugurarán.
Por eso, después de mucho andar, he tratado de concentrar mi energía en un torrente más espiritual e íntimo, porque es lo único que me puede sanar y que es gratis, y así no tengo que depender de otras personas para estar mejor. Tampoco volvería a ir al psicólogo para tratar de superar esto, siento que ellos me hablan de lo que el sistema ofrece y lo mío no es eso. Nunca me voy a medicar, prefiero ser un ermitaño o ponerme la corbata”.
Gerson Toro, ingeniero en negocios internacionales, vive en el Cajón del Maipo.