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Sonido aquí: las paredes son para escalar

Columna de opinión por Aswat Lamya
Jueves 15 de septiembre 2022 14:37 hrs.


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A menos de dos días del resultado del plebiscito constitucional, tomé un avión para viajar a Palestina, a Beit Jala. Como si no fuera suficiente la intensidad del momento político chileno, me desplacé por tierra, aire y sobre el mar, hasta aquí. Aun digiriendo lo que aconteció allá, me dispongo a convertir en hilos de palabras, esta experiencia de sumergirme por un par de semanas, en este laboratorio del ejercicio del poder occidental en pleno Medio Oriente.

Los dos días de llegada han pasado volando. Literalmente. Entre aterrizar y amanecer en el primer día aquí. Hay 32 grados promedio, durante el día, que también es húmedo. El día tiene un ritmo adecuado a las alondras. Parte a eso de las 6.00 de la mañana, en la calle, ya.

Alojo en un hotel que pertenece a un grupo de mi familia de origen, que no conozco. Que aún no conozco, porque no están aquí por estos días. Se supone que les conoceré. Muchas cosas se suponen en este viaje. Me desplazo apenas con plan de ruta. Sin tour. Me resisto a la idea de turismo. Al tiempo que evidentemente soy extranjera, aquí. Al tiempo que al mismo tiempo, muchas cosas se hacen familiares, por más que esta sea la primera vez que piso aquí. Piso. Pisar. Posar el pie. Los dos pies. Sobre esta tierra. Deseo que las pisadas vayan dejando una huella del camino que se va bordando, al tiempo que indicando por dónde seguir. Huella que rápidamente borrará algún viento.

Beit Jala es pequeña y ruidosa durante el día, entre las voces de las personas en las calles, los juegos de los niños y niñas, sus mercados, un tráfico de autos con otra ley, la música, los cantos y campanas de sus iglesias ortodoxas que suenan varias veces al día, para toda la ciudad. Las campanas ya se metieron en mi cuerpo con una sorprendente sensación de comodidad. Los cantos ortodoxos me recuerdan a amigos sirio-libaneses en Chile. Los niños y niñas son alegres, suelen querer hablar, saber de dónde somos, que les tomemos fotos.

Sí, hablo en plural. No viajo sola. Viajo acompañada. De una mujer mayor, que tampoco ha puesto nunca antes su cuerpo vida, aquí. Su abuelo y su padre, vienen de aquí. Mi bisabuelo y abuelo, vienen de aquí.

Hay una condición de parentesco y distancia en este territorio, que me atraviesa varias veces al día, al andar por sus calles. Apenas entiendo un par de palabras en árabe: marhaba (hola), shukran (gracias); cada vez que veo a un pelado detrás de un mostrador de venta de cosas me viene al rostro una memoria de infancia, casi como un golpe en la mitad del entrecejo; hoy encontré una foto de otro familiar -catalogado como mártir aquí por la causa para la liberación de Palestina, catalogado como terrorista por el Estado de Israel- en la mitad de una calle principal, en la ciudad vieja. Ahí, aquí. En la mitad de una calle, en la mitad del entrecejo, en la mitad de la mirada, en la mitad de mi rostro, su rostro. Su rostro, que ya hace un tiempo, reconozco, no olvido y tiene algo de mi rostro.

Todo mi cuerpo traduce. Todo. El territorio, la distribución del territorio, los nombres del territorio, su organización urbana. El ritmo del territorio. El sonido del territorio. El gobierno del territorio. Las resistencias del territorio. Las re-existencias del territorio. La vestimenta del territorio. La comida del territorio. La espiritualidad del territorio. La flora del territorio. La animalidad del territorio. La lengua del territorio. Las piedras del territorio. Los muros del territorio.

Traje de viaje afectos cómplices, entonces, en la traducción voy dialogando con esos afectos cómplices, imaginando los hilos de sonidos, los hilos de palabras, las tramas que podremos tejer al regreso, al regresar, de aquí, a allá. Aquíes y alláes, en donde con diferentes niveles y formas de materialización, una forma del ejercicio del poder, recuerda a las diversas formas de la imaginación vital y de lo vital, hasta dónde es capaz de llegar con tal de sostener políticas de segregación y muerte. En medio de eso invento palabras. Vuelvo plural los aquí, los allá.

Respiro. De esa respiración comienzan a salir sonidos. Sonidos que provienen de mis labios oscuros y toman la forma de palabras, que tartamudamente balbuceo en este texto: los muros del territorio son de materiales concretos, como el concreto; los muros del territorio son también de materiales invisibles, como la subjetividad.

Al entrar hace dos días, en el aeropuerto Ben Gurion, cuando ya estamos recogiendo las maletas, se nos acerca un hombre lleno de entusiasmo. Nos ha escuchado hablar y ha descubierto que hablamos castellano. Es argentino. Nos pide que le tomemos una foto. Le decimos que sí. Se ubica debajo de un gran letrero, sonríe ampliamente, levanta sus dos brazos al cielo, señalando que llegó, que está aquí. El letrero que señala dice con grandes letras plateadas: Welcome to the State of Israel.

Para nosotras la entrada ha sido diferente. Nuestro cuerpo en vez de expandirse en un gesto de felicidad, se ha contraído. Se ha contraído luego de pasar aproximadamente dos horas esperando, para saber si nos dejarían entrar. Al llegar a policía, la mujer del punto de control ha encontrado algo sospechoso en nosotras, dos mujeres que viajamos. Algo. Nunca sabremos exactamente qué. Especulamos: que viajamos solas; que no vamos con un grupo de turistas; que nuestros apellidos; que el color de nuestra piel; que el color de nuestro pelo; que venimos muchos días para ser turistas; que no conocemos a nadie; que el tamaño de nuestros rasgos faciales; que nuestro rostro; que nuestra mirada cuando dijimos que veníamos a hacer turismo santo. Especulamos. Especulamos con las tripas contraídas. Hemos viajado casi 20 horas. Hemos organizado este viaje por años. Queremos entrar. Especulamos. Especulamos apartadas, a un costado del aeropuerto, junto a unas 30 personas más. Desde esa orilla, desde ese borde, vemos como el 98% de los pasajeros que venían con nosotras en el avión, la mayoría provenientes de Europa o Estados Unidos, la mayoría hombres y mujeres blancos, pasan sin problema alguno, el punto policíaco de control. Sus cuerpos, como el del argentino que nos encontraremos después, también están expandidos, ocupando con espacio, con aire, el lugar. Mis pensamientos devienen racistas. Hacia lo blanco, hacia lo occidental. Sí.

Los y las demás, que estamos en la orilla, en el borde, sin nuestros pasaportes, no ocupamos con relajación el espacio. Nuestros cuerpos están achicados, duros, tensos, serios, cansados. Nuestras pieles son más oscuras, nuestro pelo es negro. Estoy nerviosa pero prefiero estar aquí, con ellas y ellos. Algunas mujeres llevan el velo islámico. Mis pensamientos devienen nuevos para mí. Por primera vez veo el velo como un gesto de rebelión. De marca de una otredad que no quiere asimilarse a un modelo de corporalidad y que no esconde ello, ante el puesto de control. Policías vienen y van llamándonos a unos y otros. Nos hacen más preguntas. No nos dicen nada respecto de lo que sucede, o sucederá, sólo entran y salen con nuestros pasaportes, nos llaman, nos hacen preguntas, las mismas preguntas, en distinto orden: “¿A qué vienen?, ¿cuánto tiempo?, ¿dónde se hospedarán?, ¿en qué trabajan?, ¿cuáles son sus nombres?, ¿conocen a alguien aquí?” Vuelven a oficinas que están fuera del alcance de nuestra vista y seguimos esperando. Luego de dos horas, aparece uno de ellos, nos llama a nosotras dos y nos dice que podemos entrar, que nos han autorizado. El nudo en el estómago baja de intensidad. No manifestamos el tamaño de nuestro alivio y alegría. Somos discretas, apenas sonreímos y agradecemos. Tomamos nuestros pasaportes y pasamos.

El tiempo de espera ha hecho que nuestras maletas estén en cualquier parte del aeropuerto, menos en la cinta en donde se suponía que debían estar. Luego de dar muchas vueltas, luego de encontrarnos con el argentino feliz, en una esquina, las divisamos. Son las únicas dos en esa esquina. Las maletas de estas mujeres que por alguna razón que probablemente nunca comprenderemos, resultamos sospechosas, raras.

Fuera del aeropuerto, 32 grados de calor nos reciben. Nuestros cuerpos se sueltan al sentir la temperatura y la humedad. Rudy, un chófer que hemos contactado desde Chile, ha tenido la paciencia de esperarnos todo este tiempo, que ya suma más de tres horas desde que el avión aterrizó. Nos recibe en su van. Nos traslada entre el Estado de Israel y Palestina, hacia Beit Jala. Nos describe las cosas que vemos en el camino: una cárcel de alta seguridad, moderna y nueva, hecha especialmente para presos políticos palestinos; el muro que divide la carretera del perímetro de Ramallah; el muro que divide a Belén de Jerusalén; los check points, con sus militares, hombres y mujeres portando metralletas. En el camino, tres. En donde no nos detenemos porque nuestra ruta va en una dirección en que por ahora no es necesario. Si viniéramos en el otro sentido sí deberíamos hacerlo. Tres check points, en 45 minutos de viaje. Muros y militares, como parte del paisaje.

Respiro. Recuerdo Chile. El triunfo del rechazo ¿Hasta dónde llegará aquello? Confío en que de algún modo nos reinventaremos. No estamos tan mal, pienso ¿No estamos tan mal? Como si el mal tuviera una sola forma y se ejerciera de un solo modo sobre los cuerpos.

Casi por llegar a Beit Jala, Rudy decide que entremos por Belén, para que así podamos ver los graffitis del muro que divide Belén de Jerusalén. Rudy tiene una opinión política: el Estado de Israel oprime al pueblo palestino, no tiene idea de cuál sea la solución, lo ve difícil, la Autoridad Nacional Palestina es un fraude, por ahora las cosas están más tranquilas.

En los graffitis del muro se leen muchas cosas. Muchas de ellas, hacen relaciones entre las opresiones de los necroestados y sus necropolíticas. Los rostros de Ahed Tamini, Leila Khaled, George Floyd, Camilo Catrillanca se encuentran aquí. Caricaturas burlescas de Donald Trump, también. Una frase escrita en el muro llena de aire, otra vez, mi cuerpo antes contraído: Walls are meant for climbing- Las paredes son para escalar. 

Pienso en aquí, pienso en allá. Respiro.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.